Isabel Barceló Chico

Dido, reina de Cartago


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      Se sentó de nuevo para que la anciana le calzase sus sandalias de cuero con anillas de oro y le diese el último retoque. Había dispuesto sus cabellos en varias trenzas enlazadas alrededor de la cabeza y algunos mechones cayendo sobre la frente. Ahora quería también realzar su cuello adornándolo con rizos diminutos. Se ciñó una sencilla diadema y, por último, colocó sobre los hombros su manto de púrpura, símbolo de su soberanía. Barce dio un paso atrás para contemplarla. Estaba perfecta.

      Los invitados habían llegado ya cuando la reina Dido entró en el salón donde se serviría el banquete. Estaban de pie hablando en corrillos y, al anunciarse su llegada, cesaron las conversaciones y quienes se hallaban de espaldas se volvieron a mirarla. Dido tenía las facciones finas y los pómulos altos, teñidos de un leve rubor. La sonrisa iluminaba sus ojos de color miel y extendía su dulzura por el rostro entero. El cabello, rubio intenso, brillaba y rodeaba su cabeza como una aureola. Era menuda y no muy alta. Sin embargo, su persona llenaba el salón entero y superaba a todos en grandeza. Una rápida mirada le descubrió que no estaba Pigmalión. Se entretuvo en saludar a los invitados, uno a uno, llamándolos por sus nombres y, para ganar tiempo, les presentó a Anarkasis, mercader griego e invitado de honor. Por fin, algo apresuradamente, llegó su hermano. Dido le dirigió su sonrisa más radiante.

      –Querido Pigmalión –le dijo–, empezaba a temer que algún asunto imprevisto te impidiese llegar a tiempo. Ven, te sentarás al lado mío. Y tú también, estimado Príncipe del Senado. Deseo conocer vuestra opinión, una vez el honorable Anarkasis nos haya puesto al corriente.

      –Mi hijo Acus le ha dado toda la credibilidad, mi reina –respondió el anciano senador, mientras se sentaba a la derecha de Pigmalión–. Piensa partir de inmediato.

      Las mesas estaban colocadas formando un gran cuadrado, con las esquinas abiertas para el paso de los sirvientes. Al fingido mercader griego le habían asignado un asiento frente a la reina, en medio de Acus y su esposa Diana. Todos los comensales tenían interés en escucharlo. En Tiro, los negocios eran siempre el principal tema de conversación. Al menos, hasta la fecha.

      La reina Dido lo oyó responder con soltura a varias preguntas. Parecía un hombre entendido y de recursos. Sin duda se defendería bien. Y, con esta certeza, apartó su atención de Anarkasis y la centró, disimuladamente, en otros. Entre los comensales había cuatro mercaderes amigos íntimos de su hermano y ella había dado instrucciones para que les sirvieran vino en abundancia. Pigmalión, sentado a su lado, estaba ya bebiendo bastante. Se le veía ceñudo, casi desdeñoso hacia ella. A la reina no le importaba: no era momento para ofenderse por el tono irritado de sus respuestas ni por la forma despectiva con que ignoraba al Príncipe del Senado. Esto la preocupaba y, al mismo tiempo, la reconfortaba: seguramente su hermano trataría de calmar con vino su mal humor.

      Anarkasis estaba explicando con detalle que, tras la caída y destrucción de Troya, el paso de los Dardanelos quedó a merced de bandidos y piratas. Sin embargo, pasados ya algunos años, los griegos habían conseguido por fin derrotarlos por mar y tierra y habían tomado el control del estrecho. Ahora eran ellos quienes lo vigilaban y cobraban un elevado peaje por atravesarlo, pero la ruta era segura. Y, como respuesta a las preguntas de algunos curiosos, se había dejado llevar por la emoción para glosar la salvaje hermosura de aquellas tierras. Los invitados estaban embelesados por su elocuencia al expresarse y la belleza de sus palabras.

      –Eres un mercader muy raro –interrumpió de pronto Pigmalión, dando un golpe con la palma de la mano sobre la mesa–. Y te diré otra cosa: no me gustas.

      Y, en un instante, en el salón se hizo un silencio de hielo.

      Los convidados de la reina Dido quedaron en suspenso. Algunos tenían los alimentos a mitad de camino entre la mesa y la boca. Nadie miraba a nadie. Más allá de la falta de cortesía de Pigmalión hacia un huésped, más grave y notoria por tratarse del invitado de honor de la reina, la agresividad de sus palabras causó gran preocupación a todos, aunque en sentidos distintos.

      Los aliados del príncipe encontraron esta actitud peligrosa: ofender de ese modo a la reina podría enojarla, ponerla en alerta sobre sus intenciones y desbaratar sus planes. ¿Qué ganarían Pigmalión y todos ellos con llamar la atención entre tantos asistentes adictos a la soberana? Cuánto mejor sería pasar desapercibidos, dar impresión de la mayor normalidad.

      También la angustia se había apoderado de aquellos comensales preparados para huir al cabo de unas horas. Tenían el corazón en la garganta. Quizá habían sido descubiertos o el ardid del actor haciéndose pasar por comerciante había suscitado las sospechas y la desconfianza del príncipe. Por último, quienes no estaban en ninguno de los dos planes eran perfectamente conscientes de que algo extraño ocurría. Y el comportamiento de Pigmalión no era un buen síntoma.

      –También a mí me pareces raro, señor Anarkasis –dijo la noble Diana con acento risueño y una gran sonrisa–. ¡Tan raro como todos los griegos…! Mi madre solía decir: “Dale un arado a un griego y lo verás labrar como cualquier otro hombre. Dale la palabra, ¡y construirá un mundo ante tus propios ojos!”. Y tú lo has demostrado.

      Un rumor de aprobación acogió la intervención de esa dama.

      –Tus palabras me halagan, noble señora –respondió Anarkasis–. Y quiero reivindicarme ante ti, príncipe Pigmalión. Mi amor por aquellas tierras me ha hecho olvidar por un instante que a tu nobleza y juventud le acomodan mejor otros asuntos. ¿Sabéis que Odiseo, el más sagaz de los griegos, no ha llegado todavía a su patria? Y se dice que muchas naves troyanas surcan los mares en busca de tierras donde asentarse.

      –No me interesan los perdedores –respondió Pigmalión despectivo.

      Sin embargo, y a pesar de haber bebido en exceso, se dio cuenta de lo inconveniente de su conducta y se contuvo. Era mejor tratar de disimular su mal humor y su impaciencia. Ahora mismo debería estar buscando el tesoro de Melqart en lugar de perder el tiempo en esa cena ridícula. Aunque, bien pensado, más valía que su hermana se entretuviese escuchando a ese mamarracho y no le preguntara por Siqueo. Era extraño que no lo hubiera hecho ya. Sí, muy extraño. Rechazó con la mano al criado que iba a llenarle de nuevo la copa y miró a su hermana de reojo. Se la veía tranquila.

      –Pigmalión es un magnífico guerrero –intervino la reina –y apreciaría mucho conocer las tácticas empleadas en esa guerra. ¿No es así, hermano?

      –En tal caso, señor –continuó Anarkasis–, te gustará conocer los detalles del combate en el cual Aquiles derrotó al troyano Héctor a los pies de los muros de Troya. ¡Un duelo excepcional…! Escuchad…

      Las calles de Tiro, a esas horas de la noche usualmente desiertas, estaban llenas de gente. En intervalos de tiempo establecidos, desde diversos puntos de la ciudad acudían hacia el puerto grupos de hombres y mujeres con sus sacas, algunos llevando en los brazos a sus hijos dormidos y a otros de la mano. No hablaban ni hacían ruido. Andaban por callejuelas estrechas y huían de los espacios abiertos. Al llegar a las esquinas se detenían y escrutaban la siguiente calle antes de seguir. La noche era clara y no hacían falta antorchas. Cada familia sabía cuál era la nave en la que debía de embarcar y obedecía los gestos de los marineros quienes, desde la cubierta, les invitaban a darse prisa. Otros hombres, al pie de las pasarelas de madera montadas entre el muelle y las embarcaciones, los ayudaban con los fardos, los niños e incluso subían en brazos a los pequeños animales domésticos que, paralizados por el miedo, se negaban a avanzar. La operación estaba saliendo bien. Ya habían levado anclas ocho naves.

      Los compinches de Pigmalión habían enviado a dos hombres a espiar a los vigilantes de las obras del templo de Melqart. Apostados en el ángulo de una callejuela, junto a un portal, desde ese escondite distinguían con claridad las antorchas apoyadas en el muro y a los cuatro soldados armados haciendo guardia. De ellos, dos permanecían en pie dentro del recinto del patio y los otros dos paseaban arriba y abajo por delante de la pequeña tapia, quizá para espantar el sueño.

      A los espías les hubiera gustado hacer lo mismo, andar para desentumecer los músculos. Pero no podían moverse,