Isabel Barceló Chico

Dido, reina de Cartago


Скачать книгу

de Dido con el Príncipe del Senado le permitió vislumbrar la maldad de Pigmalión y, en el extremo opuesto, la grandeza de Siqueo. Éste, al guardar silencio hasta la muerte, había demostrado un gran amor y respeto por Dido y una extraordinaria superioridad moral sobre su verdugo. La nodriza se sintió orgullosa de haber amamantado a un hombre de tanta nobleza. De algún modo, esa relación la ennoblecía a ella también.

      –Toma nota de esto, Karo, y ya veremos más tarde cómo lo incorporamos al texto principal. Quiero dejar constancia de ese descubrimiento de Barce: la tortura no deshonra al torturado, como todo el mundo pensaba entonces y muchos continúan pensando, sino al torturador.

      –¿No podemos continuar escribiendo sobre los planes del senador y la reina, señora Imilce? –me suplica con la mirada. Tiene el rostro descompuesto.

      –Claro que sí –le respondo al cabo de unos instantes–. Ya descubrirás, con el tiempo, que el mal existe aunque queramos ignorarlo.

      ***

      La madrugada había moderado el calor de la noche y por la ventana entraba un airecillo fresco. Barce, sentada en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared, dormitaba y lloraba alternativamente sumida en las sombras del fondo del cuarto. La reina Dido paseaba arriba y abajo sin dejar de pensar en voz alta. Hablaba para sí misma y para el Príncipe del Senado, como si pronunciar cada palabra tuviera el poder de romper un conjuro o transformar a su favor la situación. Cuanto más avanzaba en sus razonamientos, más consciente era de hallarse ante una decisión crucial.

      –Así pues –dijo sentándose de nuevo– tengo dos alternativas y ninguna de las dos es buena. Detener y condenar a mi hermano por el asesinato de Siqueo tendría como efecto provocar el levantamiento en armas de sus seguidores. Y no hacerlo significa permitir su fortalecimiento, aplazar la rebelión durante unos días o quizá solo unas horas. No podrá ocultar durante mucho tiempo la muerte de mi marido.

      –Estás en lo cierto, Dido –asintió el anciano senador–. Tu hermano ha ido demasiado lejos. Con tesoro o sin él, ha de actuar. No tiene otra salida. Y no veo cuál puede ser la nuestra.

      Algunos carros comenzaban a rodar por las calles de Tiro y su traqueteo rompía el silencio nocturno. Ladraban los perros y en el aire vibraba el piar de los pájaros. La aurora arrastraba su velo rosa por el cielo y su belleza no ocultaba la inexorabilidad del transcurso del tiempo. Dido contempló el espectáculo del amanecer sobre su ciudad, la más hermosa en el mundo. O, al menos, la más amada para ella. Los tejados de las casas se extendían hasta el puerto. Brillaba el mar.

      Pensó en cuántas personas se sentirían ahora mismo seguras al abrigo de sus hogares. Muchas madres se habrían levantado ya para encender el fuego y preparar un caldo con el que confortar el estómago a sus hijos; muchos hombres irían de camino a los campos, saldrían a la mar a pescar o emprenderían un viaje con las bodegas de las naves llenas de mercancías. En poco tiempo la ciudad entera estaría en pie para iniciar la rutina diaria. Sin desconfianza. Sin temores.

      La reina se apartó de la ventana y permaneció en pie delante del Príncipe del Senado quien, en el transcurso de la noche, parecía haber envejecido. De pronto, le tomó las dos manos y se arrodilló ante él, mirándolo a los ojos.

      –Cuando mi padre decidió que yo, como primogénita, heredase su trono, comenzó a aleccionarme. Muchas veces me repitió: “Sé siempre justa, Dido. La justicia es una condición necesaria para la paz. Y busca siempre la paz, porque es el único clima en el que puede florecer la justicia”.

      –Tu padre fue un hombre cabal y un rey piadoso.

      –No entregaré Tiro a un baño de sangre –afirmó la reina–. No lo haré. Y como es imposible contener la ambición de mi hermano, me marcharé de aquí. Es la única solución que encuentro para salvaguardar a mi pueblo. Huiré con cuantas personas quieran acompañarme. Algún lugar encontraré en la tierra donde fundar una nueva ciudad.

      –¿Serías capaz de hacerlo, querida niña? –preguntó emocionado el senador–. ¿Cómo podrías huir? Tu hermano se opondrá con todas sus fuerzas. ¿Cuándo prepararás la fuga y avisarás a la gente?

      –Ten en mí la misma confianza que yo te tengo. Necesito tu ayuda, si te quieres arriesgar –le respondió. El anciano apretó la cabeza de Dido contra su pecho. Era digna hija de su padre y una gran reina. Dido se levantó y recorrió con agitación el cuarto, como si el primer rayo de sol que acaba de penetrar por la ventana le infundiese energía.

      –Hemos de prepararlo todo para esta misma la noche –dijo–. Avisa tú, con la mayor discreción, a las personas de tu estricta confianza. Deben estar atentas e ir pensando a su vez en quiénes más podrían acompañarnos. Quiero saber cuántas naves mercantes hay en el puerto y, de ellas, cuántas están a punto de zarpar. Las retendremos. Avísame enseguida y hablaré con sus armadores. Esta noche daré en palacio un gran banquete y deseo invitarlos a todos. Ya veremos qué pretexto invento. Es una buena manera de retener a Pigmalión a mi lado y tenerlo bajo vigilancia. ¿Hay alguien a quien podamos encargarle provisiones para la travesía? Es preciso actuar con absoluta reserva.

      –Mi hijo mayor puede aprovisionarnos –respondió el príncipe del Senado –y también pondrá a tu disposición sus naves.

      –Debemos llevarnos el tesoro del templo. Sin disponer de bienes, es difícil fundar otra ciudad.

      –Mi reina, amo y admiro tu valor –dijo el anciano –. ¿Sabes la gravedad del peligro que estás corriendo?

      –Amigo mío, aunque casi podría decirte: padre mío. Si no intento salvarme y salvar a mi pueblo ¿habrá muerto mi marido inútilmente? Haz esas gestiones y vuelve enseguida aquí. Aún habremos de forjar muchos planes.

      –Rápido Barce –apremió la reina Dido, apenas se marchó el Príncipe del Senado a cumplir sus encargos–, debo estar arreglada cuanto antes. Ya has oído la conversación. Vendrás conmigo ¿verdad?

      La anciana sostenía en las manos una túnica limpia para la reina y se acercó a ella. Dudó un instante antes de responder.

      –¿Y qué será de mi nieta? –preguntó despacio–. Es muy pequeña aún y no conozco a nadie a quien pueda confiarle su cuidado mientras mi hijo está ausente. No le queda familia por parte de su madre, como sabes. Por esa razón la traje conmigo.

      –Escúchame, Barce. Vamos a emprender un camino peligroso para todos. Corremos muchos riesgos, no sólo de fracasar en la huida, sino también de no conseguir sortear los peligros del mar o no encontrar esa nueva tierra para asentarnos en ella. A tu edad no es fácil cambiar de vida, dejar atrás lo conocido para afrontar un futuro lleno de incertidumbres. Te pido, sin embargo que me acompañes. Tu nieta vendrá con nosotras, como vendrá también mi hermana Anna. ¿Estaríais más seguras permaneciendo en palacio? ¿Te librarías tú de la inquina de mi hermano, después de haber pasado toda tu vida cuidando a Siqueo y luego también a mí? No juzgo para vosotras más peligroso entregaros al capricho de la fortuna que quedaros en Tiro.

      El curso de esta conversación no había interrumpido el aderezo de la reina. Estaba sentada mientras Barce le cepillaba el cabello antes de trenzarlo y sujetarlo formando un moño en la nuca. Dido le detuvo la mano y se giró hacia ella para mirarla de frente.

      –Te daré otra razón: te necesito –y al decir esto las lágrimas estaban a punto de desbordarle los ojos–. Desde que me quedé huérfana y perdí a mi propia nodriza, tú has sido como una madre. Sabes cuán importantes son para mí los afectos. Sin mis padres, sin mi esposo, con la traición de mi hermano y debiendo hacer frente a la responsabilidad de guiar a parte de mi pueblo entre la bruma incierta del futuro, ¿qué me queda? O, mejor dicho, ¿quién me queda?

      Barce levantó su mano, sujeta aún por la mano de la reina, y se la besó.

      –No te abandonaré.

      –Gracias, amiga mía –respondió la reina. Y retomando su actitud resolutiva, añadió:– Esto has de hacer: prepara discretamente