Isabel Barceló Chico

Dido, reina de Cartago


Скачать книгу

a Siqueo…? Y ha sido mi propio hermano el asesino...

      Las dos mujeres se abrazaron y Dido acarició el cabello de la vieja sirvienta. Barce tenía el corazón destrozado. Había recibido a Siqueo cuando apenas contaba unas horas de vida, lo había amamantado de sus pechos al mismo tiempo que a su hijo, creció bajo sus cuidados. Si hubiera nacido de su propio vientre no lo habría amado más.

      –Escúchame bien, Barce –dijo la reina deshaciendo el abrazo–. No podemos llorar ni lamentarnos. No ahora. Bien sabes cuánto significaba Siqueo para mí. Si me hubieran dicho ayer que hoy estaría muerto, me habría ofrecido a morir en lugar suyo. Pero no hay elección posible. Nuestras vidas están en juego y mi pueblo y mi corona también. Es preciso pensar, y hacerlo rápido si queremos salvarnos. –Y como la anciana continuaba sollozando con la cabeza gacha, le tomó con ambas manos el rostro y se lo levantó–. Mírame, Barce. Ayúdame a ser fuerte. No pienses que el aplazar el duelo atenta contra la dignidad de Siqueo o apartará de nosotras la amargura. Cuando todo esto haya concluido, el dolor nos estará esperando.

      –Mi reina –interrumpió el soldado de guardia–. El Príncipe del Senado está aquí.

      –Quieran los dioses iluminarnos para afrontar con acierto las próximas horas. Hazle pasar.

      Barce se retiró discretamente al fondo de la habitación apenas oyó al soldado anunciar la llegada del Príncipe del Senado. Se apresuró a arreglar las ropas del lecho de Dido y a retirar del suelo su propia yacija. Con las prisas por salir, todo había quedado revuelto. Esta pequeña tarea, la preocupación por no ofrecer al visitante la impresión de desorden y descuido, tuvo el efecto de entretener su mente durante unos instantes y amortiguar la pesadumbre.

      La reina Dido recibió con deferencia a su invitado y con un gesto lo invitó a sentarse en uno de los escaños frente a la ventana. Era un hombre de edad y sus escasos cabellos blancos aureolaban un rostro enjuto que debió ser bello. A su lado, la reina parecía casi una niña. No había tenido tiempo de peinarse y su cabellera rubia le caía sobre los hombros. El manto oscuro la hacía parecer aún más menuda y, por contraste, destacaba y acentuaba la palidez de su piel.

      –Me conoces perfectamente –dijo la reina, mirándolo a los ojos– y sabes que no te habría llamado a esta horas sin motivo. Necesito tu sabiduría y tu consejo. Fuiste el mejor amigo de mi padre y espero de ti lo que me habría dado él, si viviese.

      –No te defraudaré. Y no necesitas tantas cortesías conmigo, tienes todo mi afecto y fidelidad, puedes hablar sin miedo. Tu llamada me ha sorprendido hasta cierto punto. Últimamente tu hermano Pigmalión anda muy alborotado.

      –Sobre él quería hablarte. ¿Han aumentado sus seguidores?

      –Mucho. Sobre todo entre los jóvenes de la nobleza. Tiro es una ciudad muy apacible y ellos se aburren. Desprecian la paz y el comercio, los dos pilares sobre los que se asienta nuestra monarquía. Pigmalión les habla de la guerra. De conquistar nuevos territorios y, con ellos, riquezas sin fin. Sabe alimentar sus ambiciones y sus sueños. Les promete alcanzar fama y gloria en el campo de batalla, botines inmensos. Lo de siempre. Todo aquello que no obtendrían contigo en el trono.

      –¿Ese grupo está maduro para destronarme? Y dime, en caso afirmativo, ¿quién me apoyaría?

      El viejo senador juntó las palmas de las manos y con ellas se golpeó ligeramente los labios. Dido observaba su concentración, no quería interrumpirle pese a sentirse ansiosa. Al fondo de la estancia, entre las sombras, Barce escuchaba esta conversación sin apartar de su mente a Siqueo. Al cabo de unos minutos, el anciano volvió a hablar.

      –Esto es lo que pienso: muchos jóvenes lo seguirían y arrastrarían a otros consigo. Desde hace meses tu hermano trabaja en esa dirección. Lo tiene todo bien calculado. Sin embargo, le falta un factor muy importante: el oro.

      Esta respuesta puso en alerta a Dido.

      –¿No encuentra entre sus amigos ni entre los prestamistas a nadie dispuesto a sostener con su patrimonio una insurrección contra mí?

      –Me gustaría responderte afirmativamente, pero faltaría a la verdad. Las guerras producen muchas riquezas y siempre hay desaprensivos dispuestos a arriesgar en ellas sus fortunas. Más todavía si está en juego un trono. Sin embargo, Pigmalión no los está buscando. De otro modo, yo lo sabría.

      –¿Entonces? –preguntó la reina.

      –O no se decide a dar el paso todavía, o no quiere depender de nadie para evitar verse luego obligado a devolver favores. Pretende demostrar a los suyos que es el primero y más fuerte, que tiene voluntad y capacidad para imponerse a todos los demás, incluidos sus propios aliados. Tratará de conseguir esos recursos por sí mismo. No me preguntes cómo.

      –Esa es la única pregunta que no necesito hacerte en este momento –contestó Dido con la mayor agitación–. Respóndeme ahora a la cuestión anterior: si mi hermano, en este mismo instante, estuviera en condiciones de atacar mi trono ¿quién estaría de mi lado?

      –Mucha gente, mi reina. Bastantes senadores y caballeros. Los mercaderes y navegantes. Campesinos, pescadores y personas sencillas. Pero pocos de ellos saben manejar las armas. Tu hermano trataría de ganarse a las masas populares prometiéndoles prosperidad, buenos negocios y, quizá, tierras o ganado. Y de cualquier forma, tendrá un ejército detrás. Seguramente estallaría un conflicto que ni siquiera podría llamarse una guerra civil, sino un exterminio. Pero no debemos ir tan lejos en esta conversación, basta con tomar precauciones. No hay un peligro inminente.

      –Te equivocas. Ha asesinado a mi marido–. Y al decir esto, Dido no pudo reprimir las lágrimas por más tiempo. Se llevó un puño a la boca, intentando sofocar los sollozos.

      De entre las sombras del cuarto salió Barce y, sin decir una palabra, le ofreció un lienzo para secarse los ojos.

      –Creí que Siqueo se había marchado a cazar... –dijo el senador, tratando de reponerse de la sorpresa. Dido afirmó con la cabeza.

      –Mi hermano se empeñó hace una semana en llevárselo de caza con él y un grupo de los suyos, con tanta insistencia que a Siqueo le fue imposible negarse sin ofenderlo. Anteanoche mi hermano se presentó en palacio y me transmitió un mensaje de Siqueo, según el cual estaba disfrutando mucho y pensaba seguir cazando algunas jornadas más. Ha sido una gran mentira. Barce y yo acabamos de ver su cadáver en el templo de Melqart. Sí, amigo mío, el peligro es tan inminente que ha llegado ya.

      –¿Qué quieres decir?

      –Que sé de dónde piensa sacar Pigmalión el oro: Siqueo, como único sacerdote del dios Melqart, custodiaba sus bienes sagrados. Mi hermano lo ha torturado hasta la muerte para arrancarle información sobre dónde está escondido el tesoro del templo.

      –¿Por qué no has empezado por contarme esa atrocidad? –preguntó el senador, levantándose del asiento con lentitud–. Estamos perdidos.

      –Era fundamental que tus respuestas y mis decisiones no estuviesen influidas por semejante crimen. Nada frenará ya a Pigmalión. Pero no está todo perdido: Siqueo lo ha engañado señalándole un falso escondite.

      Y como la reina vio la perplejidad reflejada en el rostro del anciano, concluyó:

      –Yo sé dónde está escondido el tesoro. Siqueo me lo reveló al casarnos. Siéntate otra vez, te lo ruego. Debo tomar una decisión y, sobre ella, hemos de hacer planes. El amanecer no ha de encontrarnos inactivos.

      Ahora Karo empieza a comprender mis palabras acerca del respeto que merece el silencio. Lo he leído en sus ojos. Aunque trata de simular entereza, no ha dejado de impresionarle el instante terrible en el cual la reina Dido y Barce se enfrentaron a la barbarie. Un par de veces se le ha caído de las manos el punzón y ha cometido algunos errores. Tiene una imaginación muy viva, lo percibo, y ha visto en su mente el cadáver de Siqueo colgando de la pared, convertido en un surtidor de sangre, un despojo