–¿A quién, querida mía? Oigo mejor que los perros y puedo asegurarte que no ha entrado nadie. Toma, bebe un poco de agua. Y vamos a la ventana, el fresco de la noche te sentará bien.
–He visto a Siqueo –respondió la reina sin moverse del lecho. No parecía atender las palabras de Barce, aunque bebió el agua de la copa ofrecida por la nodriza. Sus ojos miraban más allá de la oscuridad del cuarto, apenas aliviada por la luz de una lámpara de aceite y la escasa claridad que penetraba por la ventana.
–No es tan raro soñar con tu marido. ¡No lo ves desde hace más de siete días…!
–Tengo un mal presentimiento. Algo le ha pasado. Vistámonos–. Y cuando Barce quiso hacerla desistir atendiendo a lo intempestivo de la hora, atajó sus objeciones con sequedad–. ¡No me discutas!
Como activada por un resorte, Dido se levantó y, a toda prisa, se despojó de la túnica de noche y se vistió con la del día anterior. Revolvió en un baúl y se echó sobre los hombros un manto oscuro. Barce le recordó que iba descalza y aún se entretuvieron un momento las dos mujeres buscando las sandalias.
–Coge una tea y sígueme –dijo al soldado que montaba guardia ante la puerta de su dormitorio. El rostro del guardián reveló sorpresa al verla levantada a esas horas de la noche–. Vamos al templo de Melqart, pero nadie debe saberlo.
En la puerta del palacio, Dido y sus dos acompañantes se detuvieron. La noche era clara. Apenas sus ojos se acostumbraron a la luz de la luna y comprobaron que permitía ver lo suficiente, la reina ordenó al soldado apagar la antorcha. Amparándose en las sombras de las construcciones se deslizaron por las calles de Tiro. Estaban desiertas. Sólo se oía el roce de sus propias ropas y algunos maullidos lejanos. Dido marchaba detrás del soldado, pero estaba impaciente y lo apremió a caminar más deprisa. Sentía un perentorio ardor dentro de ella, como si llevara un carbón encendido en el pecho. Ni una sola vez se volvió a mirar si Barce la seguía, algo que la anciana lograba con esfuerzo, venciendo el lastre de la edad.
Al alcanzar el final de la calle que desembocaba en la plaza del templo de Melqart el soldado se detuvo y extendió horizontalmente su brazo derecho para frenar también a las mujeres. Había alguien en el interior del gran edificio. La luz oscilante de una o varias antorchas proyectaba su resplandor rojizo a través de los portones de bronce, una de cuyas hojas estaba entreabierta. Dido cruzó por delante del pecho los brazos y sujetó con más fuerza aún su manto oscuro.
–Vamos –susurró–. Hemos de averiguar qué pasa.
–Señora –respondió el soldado– no sé quién estará en el templo a estas horas, pero puede resultar peligroso. Habrá alguien vigilando la puerta.
–He dado una orden: no te he preguntado por los riesgos. Vayamos por la parte de atrás. Hay un par de ventanas estrechas recayentes al patio del templo y quizá nadie las vigile. Tratemos de llegar allí.
Y sin añadir nada más, retrocedieron por la misma callejuela y tomaron otras adyacentes para dar un rodeo y salir a la parte posterior del templo. Un muro de piedra, de la altura de un niño de ocho años, circundaba el patio sagrado. Antes de saltarlo, ya advirtieron que la luz del interior que se escapaba a través de los dos ventanucos era más intensa que la filtrada a través de la puerta.
Se acercaron en silencio y con muchas precauciones. Dido miró por una de las ventanas y al instante se apartó, llevándose una mano al corazón.
–Ahí están mi marido y mi hermano –dijo con un hilo de voz a Barce. Y ésta miró también.
***
–¿Y qué más, señora Imilce?
–Nada más, Karo. Cuando llegaba a este punto, Barce siempre se callaba. Es preciso aprender a respetar los silencios. También a mí me resultaba difícil contener la curiosidad, pero ella me enseñó a hacerlo. Son necesarios para el corazón. Y con frecuencia tienen más significado que las palabras, esto lo he comprendido con los años. Hay dolores tan hondos que no se pueden pronunciar.
III.–En el templo de Melqart
Karo ha dejado en el suelo su colección de tablillas y reposa las manos sobre el regazo. De vez en cuando me mira a la cara y me observa fijamente, como si cada una de mis arrugas fuera un mapa secreto. Trata de descifrarlo e, incluso, de averiguar a través suyo lo que estoy sintiendo. Uno de los rasgos que más me agradan de él es, precisamente, su deseo de conocer y comprender. No se limita a copiar al dictado, como cualquier escriba.
–¿Por qué al hablar de tu abuela la llamas Barce? ¿Por qué no, simplemente, abuela? –pregunta al cabo de un rato.
–Porque no estamos escribiendo una fábula inventada por una anciana para entretener a los niños. Estoy contando una verdad o, al menos, una parte de la verdad. Pretendo que mi trabajo se tome en serio. Y, ahora, ¡Vamos! –le digo dando un par de palmadas– ¡Coge de nuevo el punzón y acabemos! Esta tarde bajaremos pronto a la playa. Nos hará mucha falta contemplar el mar.
***
Apoyadas contra la pared trasera del templo, Dido y Barce se sujetaban una a la otra, buscaban apoyo mutuo para no caer ni gritar. Una nube había cubierto la luna y ennegrecía la noche. Dido tenía la sensación de estar cayendo por un abismo. El corazón le estallaba en las sienes y le embotaba la capacidad de comprensión. La sangre de las venas se le había transformado en hielo. Barce se esforzaba en contener las arcadas que le contraían las entrañas y en mantenerse firme sobre las piernas. No podía ser cierto. Deberían volver a mirar a través del ventanuco, cerciorarse de no haber sido engañadas por el miedo o la penumbra. Sin embargo, ninguna de las dos se sentía capaz de hacerlo. ¿Cómo podrían soportar de nuevo la vista de tanto horror? El soldado miró entonces por la otra ventana y su expresión les confirmó que no se habían equivocado.
Dos hachones en el interior del templo arrojaban luces y sombras y subrayaban el espanto de la escena. Junto al ara de los sacrificios del dios Melqart, sujetos a un clavo por las muñecas, pendían los despojos de un hombre. Un colgajo de músculos rojizos rezumantes de sangre, perfectamente marcados, como si fuesen obra de un artista. Aún colgaban de las rodillas y de los costados tiras de piel opaca y flácida. Las mujeres habían reconocido a Siqueo por los cabellos y la barba, por la nobleza que aún quedaba en su rostro estragado por la tortura e inclinado, ya sin vida, sobre el pecho sanguinolento. Lo habían desollado vivo.
Varios soldados se movían cerca de él. Delante del altar, dando la espalda a la víctima, estaba Pigmalión, el hermano menor de Dido. Las mandíbulas y los dientes contraídos por la furia, los rasgos de la cara ensombrecidos. Un destello relampagueaba en sus ojos mientras observaba a unos hombres agachados a sus pies.
–¡Daos prisa! –los apremiaba a media voz–. Apartad cuanto antes esas losas. No tenemos toda la noche. El oro debe salir enseguida si este cerdo ha dicho la verdad…
Estas palabras, apenas audibles pero cargadas de malevolencia, arrancaron a las mujeres de su estado de estupor. Era urgente huir, ponerse a salvo. Venciendo la parálisis y la angustia de su ánimo, abandonaron con rapidez el patio del templo y recorrieron en sentido inverso las mismas calles desiertas hasta llegar al palacio. Dido apenas podía hablar, su mente era un torbellino que giraba y giraba incapaz de detenerse en nada. Sin embargo, sospechaba ya las razones por las que su marido había sido torturado y asesinado de modo tan cruel. Y tenía plena conciencia del peligro. Antes de llegar al umbral de su dormitorio, se volvió hacia el soldado y lo miró a los ojos.
–¿Eres leal a tu reina? –le preguntó.
–Daré la vida por ti, señora.
–Entonces, busca un compañero para relevarte en la guardia –le dijo– y tú, sin perder un instante, ve a casa del Príncipe del Senado. Sácalo del lecho y tráelo enseguida a mi presencia. No le descubras nada, dile únicamente que lo llamo por un asunto muy reservado y urgente.
Cuando el soldado se marchó, las dos mujeres entraron en la habitación.
–¿Podemos confiar en