Isabel Barceló Chico

Dido, reina de Cartago


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quiero utilizarla en el banquete de esta noche, ya la guardaremos luego. Pon en otro baúl las cosas tuyas y de tu nieta, y haz hueco en él para las de mi hermana Anna. Nadie debe enterarse, ni siquiera ella, de modo que hazlo con el mayor disimulo. Vendrán más personas de palacio, pero hemos de impedir conversaciones sobre el tema, porque mi hermano tendrá espías aquí.

      Una vez concluido su arreglo, la reina se marchó dejando a Barce con los preparativos. Se dirigió al salón donde habitualmente despachaba los asuntos cotidianos y le aguardaban sus secretarios. Les anunció una buena noticia: había tenido conocimiento de la llegada de un mercader procedente del extremo más oriental del mar. Al parecer, se había abierto una nueva ruta al comercio y estaba dispuesto a informarles. Esa misma noche pensaba celebrar un banquete en palacio para agasajarlo y escuchar lo que hubiera de contarles sobre esa nueva ruta. Era preciso cursar de inmediato invitaciones a todos los mercaderes y armadores de Tiro, porque podía ser una reunión muy importante. También debían venir algunos senadores en representación del Senado. Y su hermano Pigmalión, desde luego: ella personalmente le haría llegar la invitación. Dada la premura de tiempo, debían distribuirse el trabajo y ponerse a ello enseguida.

      Durante toda la mañana, el salón fue un continuo ir y venir de gente. Por él desfilaron el cocinero mayor, los proveedores, el mercader decano del puerto de Tiro, el noble Aemilius, jefe de mantenimiento de las obras públicas y el Príncipe del Senado, con quien tomó un pequeño refrigerio en el comedor familiar.

      –Tengo ya los datos que necesitas, mi reina –dijo el anciano cuando se quedaron a solas–. En este momento hay fondeadas veintinueve naves mercantes. Nueve de ellas son propiedad de amigos de tu hermano, tienen mucha vigilancia y debemos descartarlas. Contamos, por tanto con veinte naves, doce de las cuales son de mi hijo. Las otras ocho están listas para zarpar y pertenecen a personas dispuestas a seguirnos. Además de la tripulación, cada una puede llevar a unas veinte personas. Serían cuatrocientas en total.

      –¿Todas de confianza? De palacio vendrán conmigo aproximadamente veinte.

      –Sí, son de fiar –respondió el Senador–. Cada nave tendrá, además del capitán, a un jefe de expedición. Puedes estar tranquila. Hay caballeros, mercaderes y un buen número de artesanos con sus familias, siervos y empleados. Gente de paz, fieles a la memoria de tu padre y a ti. Hemos de llevar también algunos soldados en cada nave. Es conveniente precaverse ante cualquier peligro.

      –Respecto a las naves de guerra que hay en el puerto… –dijo la reina– No nos sirven, pero no quiero que Tiro quede indefensa ni tampoco vamos a dejarlas intactas, porque nos perseguirían con ellas. Su velocidad es superior a las naves comerciales y nos destrozarían enseguida con sus espolones. He pensado perforarles el casco. No pretendo hundirlas, sino inutilizarlas para la navegación.

      –Sería necesario hacer lo mismo con las nueve mercantes… –le hizo observar el anciano.

      –No, no. Al contrario, espero que esas naves nos persigan cuando mi hermano se percate de nuestra fuga. Quiero tener testigos de lo que me propongo hacer.

      Dido se quedó pensativa durante unos instantes, pero no aclaró nada más y cambió de tema.

      –He ordenado al jefe de las obras públicas realizar algunos arreglos en la tapia del patio del templo de Melqart. Conviene aumentar su altura y para ello es necesario profundizar y reforzar sus cimientos, así que prepararán una zanja por la parte interior, entre la propia tapia y el pozo. No te extrañes, por tanto, de ver a un grupo de hombres trabajando allí.

      El viejo senador intuyó el significado de estas palabras. El tesoro del templo debía estar enterrado en el patio. La audacia de la reina era enorme: los obreros excavarían a plena luz del día y así las obras no levantarían sospechas. Si lo dejaban bien preparado, por la noche sólo haría falta cavar un poco más y apoderarse del tesoro.

      –A media noche empezará la operación de embarque –explicó a su vez el anciano– y las naves zarparán poco a poco. La tuya será la última, tal como me ordenaste. Calcula bien el tiempo, mi reina, porque habrás de salir del puerto una hora antes del alba.

      Ambos se miraron con intensidad. Eran muy conscientes del peligro. Dido sonrió con afecto y le dio un par de golpecitos en la mano al senador.

      –Un último pero fundamental encargo: ordena a tus siervos llenar diez o doce sacos de tierra de tu huerto. Que les pongan una señal bien visible y los carguen en mi nave, en la cubierta. Y ahora, querido amigo márchate y continúa los preparativos. He de hablar con un actor griego, quien esta noche ha de representar el papel más importante de su vida y la nuestra. Nos veremos más tarde, en el banquete. Te colocarás al lado de Pigmalión y le animarás a beber vino… insinuándole que no beba. Sabes cuánto le gusta llevarte la contraria.

      Y sin añadir una palabra más, con una sonrisa de ánimo, la reina Dido se levantó y volvió a su trabajo.

      –¿Fue cierta esa conversación? –pregunta Karo mientras vamos de camino al mercado. Anda un paso por detrás de mí y grita como si yo estuviera sorda. Es cierto que hay bastante ruido en la calle. Buena señal. Abundan los artesanos y todos trabajan con las puertas abiertas, menos el cordelero Kostas. El hombre no tiene taller fijo y cada día se sienta a trabajar donde le apetece. Es más viejo que yo. Sospecho que no ve bien y en invierno va buscando la luz y el calorcillo del sol y en verano la sombra, como los gatos y los perros. No estoy sorda, no. Aunque, a veces, si no me conviene oír, no oigo. Es un privilegio de la edad, aunque mi nuera se empeñe en considerarlo un defecto.

      –Te he dicho varias veces que no me hables en mitad de la cuesta. ¿No comprendes que tendría que volverme para contestarte y puedo perder el equilibrio? A ver, ¿qué me decías?

      –Tienes razón, señora Imilce, pero la culpa es tuya. Me has contagiado tu manía de decir las cosas cuando se te ocurren… –Como ya estamos en terreno llano, podemos caminar uno al lado del otro y entendernos, a pesar de los ruidos–. Te preguntaba si de verdad tuvo lugar esa conversación entre Barce y Dido, o si has exagerado. Con todos mis respetos, me resulta raro que la reina hablara de ti.

      –Guárdate tus respetos y tus impertinencias. ¿Crees que Barce me hubiera dejado en Tiro, habiendo muerto mi madre y con mi padre navegando por quién sabe qué mares? ¿Y hubiera metido ella en la nave a una mocosa de cinco o seis años sin el permiso de la reina?

      Aprieto el paso sin mirarlo. Me ha molestado la pregunta y lo que revela de desconfianza. Otras muchas personas podrían preguntarse lo mismo, cuestionar quién soy y si digo la verdad. ¡La verdad! Vaya una palabra pretenciosa. Todo el mundo dice conocerla y es la gran desconocida. Yo cuento lo que sé y tal como me fue narrado. Lo demás son pamplinas.

      –Y otra cosa te digo, señor Karo. ¿Quién está escribiendo esta historia?

      –Tú, desde luego –responde con un tono más humilde.

      –Y estoy aquí ¿no? Y llegué con la reina Dido, ¿no es cierto? Puedes preguntarle al cordelero Kostas, él vino al mismo tiempo que yo. Pues ahí tienes la respuesta. Y estoy en mi derecho de aparecer en la historia, que se sepa quién era Barce y quién era yo. Si trataron de mí en ese momento o en otro, carece de importancia. Hablaron. Y se dijeron esas cosas.

      Alcanzamos los primeros tenderetes del mercado sin cruzar una palabra más. Karo se limita a levantar el capazo para que le pongan dentro las coles y las demás verduras según las voy adquiriendo. Es consciente de haberme irritado o, al menos, eso creo. Al cabo del rato abre el pico.

      –Espero ganarme yo también el derecho a figurar como tu escriba.

      –Ya veremos –le respondo. O sea, que ha comprendido.

      ***

      La jornada estaba siendo extenuante y el sol aún seguía ascendiendo. Al puerto de Tiro no habían dejado de llegar carros repletos de mercancías y los estibadores tenían rotas las espaldas. Parecía que todo el mundo quisiera hacerse a la mar. Grandes cajones donde solían guardarse los perfumes, las telas y el vidrio habían ocupado muchas