Группа авторов

El compromiso constitucional del iusfilósofo


Скачать книгу

a la diversidad social intervienen consideraciones extrajurídicas, tales como las opciones que la sociedad positivizó en la Constitución (el pacto político que da legitimidad al orden constitucional vigente), y la actualización del contenido material de dichas opciones, por vía de interpretación o de reforma. Y se estima que esa labor de adaptación de la Constitución manteniendo su estabilidad es obra del poder constituyente del pueblo que actualiza el consenso en torno a ella. “El pueblo es también la fuente última del consenso político que dota de contenido material a aquellos conceptos fundamentales esencialmente evolutivos” (Bassa, 2008).

      El rechazo a esta prolongación del elemento constituyente en el seno del orden constitucional es el que está en la base del rechazo de Luis Prieto a considerar como cambio de la Constitución aquellas interpretaciones de las disposiciones vigentes que responden a un trasfondo de prácticas sociales o políticas amplias y alteran las fronteras de lo que hasta entonces se consideraba la racionalidad aceptable. Pero no creo necesario sostener la prolongación del poder constituyente en el orden constitucional para aseverar que la Constitución no es un proyecto estático y homogéneo, sino un texto abierto y heterogéneo que cobra sentido en un proceso continuo de resignificación. Algo similar llega a afirmar el autor que sostiene que el pluralismo de valores de la Constitución “invita a construir cooperativamente (democrática y también judicialmente) un Derecho más líquido y fluido” (Prieto, 2016, p. 272).

      Luis Prieto asimila la violación de la Constitución a estos cambios informales (que van más allá de lo que racionalmente cabe dentro del texto constitucional) porque aceptar los segundos como vía legítima de reforma supone asumir, como hace el constitucionalismo democrático, que en el marco del orden constitucional el pueblo retiene la facultad constituyente y sigue actuando mediante las vías de participación formales e informales, politizando el proceso de determinación del sentido de los preceptos constitucionales. Las vías del asociacionismo y los institutos de democracia directa constituyen formas para la generación y manifestación de opiniones y voluntades que eviten la inmunidad del Derecho a cualquier lógica política. Prieto, por el contrario, sostiene la vinculatoriedad jurídica de la Constitución como límite a cualquier forma de poder, incluido el poder de reforma constitucional, y expresión de la idea del Estado de Derecho. Considera que el principio democrático es un principio fundamental que entra en juego en la interpretación de la Constitución y de la ley y que supone el respeto a la libertad del legislador. Pero, como el resto de los principios, ha de poder conjugarse con los demás en el marco jurídico (2003, pp. 212-213). Interpreto que para Prieto las propias condiciones que aseguran la participación democrática y la distribución adecuada del poder son principios protegidos por la Constitución que, sin embargo, no resultan fácilmente deslindables de otros valores sustantivos. Sostendría, así, una tesis similar a la de Luigi Ferrajoli, para quien existe un nexo indisoluble entre la soberanía popular y las diversas categorías de derechos fundamentales (Ferrajoli, 2011, vol. 2, pp. 11-12).

      En este planteamiento, el poder constituyente decae ante las vías constituidas para la creación de normas constitucionales. El cambio y adaptación de la Constitución se canaliza mediante lo establecido en ella. Quienes consideran que sigue siendo necesario apelar a la idea de poder constituyente quieren con ello subrayar la incapacidad de que las constituciones históricas reconozcan y acomoden toda pretensión de cambio en la ordenación de la sociedad. Rechazan el pretendido consenso constitucional como estadio evolutivo último capaz de servir indefinidamente, sin modificaciones rupturistas, de marco ético-jurídico para nuestras democracias (De Cabo, 2014; Pisarello, 2014).

      La necesidad de ampliar el concepto de cambio de la Constitución y de prestar atención a la cuestión de la autoridad para adoptar decisiones constitucionales habría sido coherente con la concepción positivista de la Constitución de Luis Prieto. Esta debería haber condicionado su modelo de constitucionalismo en varios sentidos. En primer lugar, debería servir para plantear críticamente las condiciones reales en que han sido creadas las Constituciones y las posibilidades fácticas y jurídicas para incorporar a ellas las demandas sociales. Al modo kelseniano, transforma este problema en un presupuesto lógico de aceptación de lo fáctico. La reforma constitucional formal agota su planteamiento de la adaptación de la Constitución al entorno social, dejando fuera el problema de la distribución real del poder en la sociedad y el modo en que alcanza a reflejarse en el orden constitucional y obviando el modo de abordar situaciones de subordinación y asimetría que no pueden afrontarse solo desde el marco formal instituido. Se presupone la validez del orden constitucional, al margen del modo en que esos límites hayan sido incorporados mediante la acción constituyente y al margen de si se plantea la necesidad de abrir un nuevo tiempo constituyente que se oriente a mejorar y ampliar el proyecto constitucional. Como en Kelsen, el problema de la existencia y supremacía de la Constitución se traduce en un problema de eficacia (Prieto, 2013, p. 157). Y su fundamento se presupone en la ficción del poder constituyente.

      En segundo lugar, debería haber condicionado en mayor medida su concepción acerca de la Constitución como límite a la racionalidad aceptable de las leyes. Para Luis Prieto, el valor de un modelo de organización jurídico-constitucional radica en su idoneidad para asegurar que las decisiones de los poderes públicos respeten los derechos básicos. Pero reconoce que este valor no viene dado automáticamente por la existencia de una Constitución. Concibe el constitucionalismo como un fenómeno histórico y, en consecuencia, considera que las normas constitucionales, como cualquier norma jurídica, pueden ser justas o injustas. La Constitución no contiene una teoría ética “con la que todo jurista habría de comulgar” y “dispuesta en todo momento a venir en nuestro auxilio para ofrecer la única solución correcta o la última palabra a los problemas prácticos” (Prieto, 2003, pp. 10-11). La Constitución es obra de opciones morales y políticas que se consagran de modo contingente y, en consecuencia, pueden tener cualquier contenido (Prieto, 2013, p. 111). Tanto el acto constituyente como las acciones de concreción e interpretación de los límites constitucionales constituyen actos de decisión evaluables desde criterios externos. El positivismo no niega que en el Derecho puedan existir valores morales, pero considera que la validez jurídica de los mismos no deriva de su plausibilidad moral sino de su vigencia efectiva. En este sentido, afirma que “los derechos humanos “valen” jurídicamente porque cuentan con el respaldo del constituyente”, en el sentido de ser expresión de la moral social que resulta legalizada (Prieto, 1997, p. 74).

      No siendo el orden de valores de la constitución incontestable ni representando la última palabra sobre la justicia, el positivismo demanda la adopción de una posición crítica respecto de la Constitución, considerando que, aunque es indudable la dimensión moral presente en la misma, no toda moral está en el Derecho. De modo que la crítica interna necesaria para denunciar incumplimientos del deber ser constitucional en el seno del orden jurídico no impide que el texto constitucional sea susceptible de crítica desde una moral ideal que se mantiene externa al orden jurídico (Prieto, 2003, pp. 9-10, 26; 1997, p. 62-65,