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El compromiso constitucional del iusfilósofo


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resulta en diversos sentidos “más ambiciosa” que la concepción del libro de reglas. Básicamente, porque la concepción de los derechos “no distingue, como lo hace la del libro de reglas, entre imperio de la ley y justicia sustantiva” (Dworkin, 1986, pp. 11-12). La concepción de los derechos requiere, como parte del ideal del imperio de la ley, que las reglas que forman parte del libro de reglas reflejen correctamente los derechos morales y políticos que deben reconocerse a los ciudadanos, así como que contengan los mecanismos adecuados para su garantía.

      Las cuestiones de definición de conceptos son, de entrada, algo elusivas, puesto que no hay definiciones verdaderas o falsas, sino que son, todas ellas, determinaciones del sentido en que cada cual —o un cierto grupo— emplea el término de que se trate. Cualquier definición, cabría decir, con tal de que se emplee consistentemente, resulta de entrada aceptable. No hay, de entrada, ninguna objeción a que alguien pretenda llamar “barco” a lo que los demás conocemos como imperativo categórico kantiano. Su propuesta resultará, sin duda, extravagante, no aportará nada de utilidad, pero de ninguna manera la podríamos calificar de falsa, porque no pretende informar de nada, sino proponer un uso para un término. Hay, sin embargo, un tipo de definiciones, las llamadas lexicográficas, que pretenden informar sobre el uso de un término en un determinado grupo de hablantes. Y así, la definición de “barca” como “embarcación pequeña” refleja, efectivamente, lo que los hablantes del español entendemos por tal, en tanto que la definición de ese término aludiendo al imperativo categórico no refleja ningún uso lingüístico no ya medianamente consolidado, sino ni siquiera presente entre los mismos hablantes. Pero podría conllevar alguna otra ventaja; me parece claro que de hecho no conlleva ninguna, pero si nos posibilitara, por ejemplo, presentar de forma más clara la ética de Kant, ello constituiría una buena razón para adoptarla, al menos dentro de ciertos contextos. Algo parecido ocurre con las definiciones de “imperio de la ley” correspondientes a la concepción del libro de reglas y a la concepción de los derechos. La definición correspondiente a la concepción del libro de reglas constituye una acertada definición lexicográfica, en el sentido de que refleja lo central del sentido en que en nuestras comunidades jurídico-políticas se emplea la expresión “imperio de la ley”, en tanto que Dworkin podría argüir, en su defensa de la definición derivada de la concepción de los derechos, que esta no pretende reflejar ningún uso lingüístico asentado, sino proponer un nuevo uso que podría justificarse por aportar claridad a nuestra comprensión de algún aspecto importante de nuestra idealidad política. Y si así fuera ello podría constituir una razón para adoptarla. Creo, sin embargo, que no es así: que la definición correspondiente a la concepción de los derechos no sólo no aporta ninguna ventaja en términos de claridad, sino que, por un lado, asimila de forma indiferenciada diversos aspectos centrales de esa idealidad política, que podemos entender más claramente, y también sus relaciones mutuas, si los vemos como distintos. Y que esta asimilación indiferenciada la lleva a cabo desde una perspectiva, la propia de la reconstrucción del derecho preconizada por la teoría dworkiniana, que lejos de constituir un terreno común, resulta ella misma fuertemente controvertida. De manera que podríamos decir que la concepción de los derechos, por un lado, incluye en la denotación de “imperio de la ley” más, mucho más, de lo que resulta aconsejable: pues viene a identificarse, al hacerlo con los derechos morales que se postulan para todos y cada uno de los individuos, con toda la componente central y de mayor importancia de nuestra idealidad política; y, por lo que hace a la justificación del imperio de la ley, la concepción de los derechos la aborda desde una perspectiva, la propia de la teoría dworkiniana, que, lejos de constituir un terreno compartido, resulta fuertemente controvertida.

      La presentación del imperio de la ley que lleva a cabo Joseph Raz constituye, podríamos decir, una suerte de contrafigura de la dworkiniana. No sólo porque la presentación de Raz se ubique dentro de la concepción del rule of law no en términos de “derechos”, sino en términos de “libro de reglas”, sino porque de lo que trata Raz a este respecto es de aislar aquellos rasgos en relación con los cuales existe un consenso compartido de que constituyen condiciones necesarias para poder calificar a un cierto sistema jurídico-político como un sistema en el que se realiza el rule of law o imperio de la ley. Muchos autores añaden otros rasgos al conjunto de lo que consideran como condiciones necesarias para poder hablar de imperio de la ley, pero todos ellos están de acuerdo en que los rasgos señalados por Raz forman parte de tales condiciones necesarias. La elaboración de Raz viene a constituir, pues, una especie de mínimo común denominador que aceptarían todos aquellos que hacen suyo el ideal del imperio de la ley en términos de libro de reglas. En lo que sigue, (2) presentaré brevemente la elaboración de Raz; (3) defenderé que el minimalismo de Raz resulta preferible frente a otras reconstrucciones “más ambiciosas” dentro de la aceptación común de la concepción del modelo del libro de reglas; (4) defenderé también que, aun siendo preferible el minimalismo de Raz a otras reconstrucciones “más ambiciosas”, aun ese mismo minimalismo debe ser reformulado para que constituya un ideal viable; (5) señalaré, finalmente, que el imperio de la ley así entendido no resulta operativo cuando el sistema jurídico de que se trate presenta déficits de ciertos tipos que o bien imposibilitan la subsunción directa del caso individual en una regla predispuesta, o bien ocasionan que esta subsunción directa produzca anomalías valorativas graves. Sobre esta base (6) formularé alguna conclusión general.

      II.

      De acuerdo con Raz, una lista, que él mismo presenta como incompleta, de los principales principios que componen el Rule of Law vendría a ser la siguiente: (i) todas las leyes deben ser prospectivas, abiertas –en el sentido de promulgadas- y claras; (ii) las leyes deben ser relativamente estables; (iii) la elaboración de normas particulares (órdenes jurídicas particulares) debe ser guiada por medio de reglas promulgadas, estables, claras y generales; (iv) la independencia de la judicatura debe encontrarse garantizada; (v) deben observarse los principios de la justicia natural; (vi) los tribunales deben tener poderes de revisión sobre la implementación de los demás principios por parte de la legislación y de la acción administrativa, para asegurar su conformidad con el imperio de la ley; (vii) los tribunales deben ser fácilmente accesibles; (viii) no debe permitirse la discreción de las agencias dedicadas a prevenir los delitos de forma que estas perviertan la aplicación del derecho (Raz, 1979, pp. 214-218).

      La conformidad con el imperio de la ley es, señala Raz, una cuestión de grado. Una conformidad completa es imposible, por cuanto alguna dosis de vaguedad es inevitable y, por otro lado, la máxima conformidad posible sería en su conjunto indeseable, porque algún grado de discrecionalidad administrativa es mejor que ninguna discrecionalidad en este ámbito (Raz, 1979, p. 222).

      Afirma Raz que los males que evita el imperio de la ley son males que únicamente podrían ser causados por el propio derecho (Raz, 1979, p. 224). “El imperio de la ley está diseñado meramente para minimizar el daño a la libertad y a la dignidad que el derecho puede causar en la persecución de sus fines, por laudables que estos puedan ser” (Raz, 1979, p. 228). Pero, de acuerdo con el propio Raz, el imperio de la ley, por sí mismo, no garantiza en modo alguno la evitación de estos males. No garantiza la no arbitrariedad gubernamental ni garantiza tampoco la libertad política individual. En cuanto a la arbitrariedad gubernamental, “muchas formas de gobierno arbitrario son compatibles con el imperio de la ley”, pues “un gobernante puede promover reglas generales basadas en su capricho o su autointerés, etc., sin violar el imperio de la ley” (Raz, 1979, p. 219). Por lo que hace a la libertad individual, ésta no se ve garantizada por el imperio de la ley, pues si bien el imperio de la ley asegura la predicibilidad de las intervenciones gubernamentales y con ella incrementa las posibilidades de acción de cada uno —y tal es el leitmotiv del justamente celebrado libro de Laporta (2007)—, “no produce la existencia de esferas de actividad libres de interferencia gubernamental y es compatible con graves violaciones de los derechos humanos (Raz, 1979, 221).

      III.

      Recapitulando lo visto hasta ahora, y aunque Raz no presenta las cosas en estos términos, podríamos decir que el imperio de la ley es, de acuerdo con él, condición necesaria de la evitación de males (tales como el gobierno arbitrario o la destrucción de la libertad individual) cuya posibilidad viene aparejada por la existencia misma de un sistema jurídico. Pero no es de ningún modo condición suficiente.