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El compromiso constitucional del iusfilósofo


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p. 74).

      3 “El razonamiento jurídico”, afirma en otro lugar, “por depurado que resulte, se inscribe en un aparato institucional y no carente de coacción, es en la práctica asimétrico y en cualquier caso no asegura la moralidad del resultado” (Prieto, 2016, p. 276).

      4 Luis Prieto menciona, por ejemplo, la redacción especialmente prolija y confusa del artículo 27 de la Constitución española que encarna planteamientos diversos y opuestos de filosofía educativa. ¿No habría sido deseable otra redacción de un derecho tan central como el derecho a la educación? Efectivamente, como afirma Luis Prieto, la redacción de este artículo es el resultado del esfuerzo por lograr un consenso constituyente entre opciones confesionales y laicas. Pero ¿no sería posible considerar que una de esas opciones habría sido más adecuada como principio rector de la política educativa?

      5 Si el carácter normativo de la Constitución quiere decir que está dotada de un contenido material que se postula como vinculante (Prieto, 2003, p. 111), la supremacía significa que la Constitución condiciona la validez de todos los demás componentes del orden jurídico y representa frente a ellos un criterio de interpretación prioritario. La Constitución no vincula a autoridades y ciudadanos a través de la ley, sino con independencia y por encima de ella. En el constitucionalismo se modifica el modelo jerárquico de una visión positivista del Derecho: no es solo que la Constitución condiciona la labor legislativa y es aplicable por los jueces a través del tamiz de la ley, sino que pretende proyectarse sobre el conjunto de los operadores jurídicos a fin de configurar en su conjunto el orden social (Prieto, 2003, pp. 116, 121, 166). La fuerza normativa de la Constitución quiere decir que los poderes constituidos están obligados a cumplirla, que tienen el deber de respetar los límites formales y sustanciales que la Constitución establece. En este sentido, la supremacía supone un derivado del contenido mínimo de la idea de Estado de Derecho, esto es, la exigencia de que los poderes deben actuar con arreglo a normas previas y conocidas (Prieto, 2003, p. 153). Conforme a esto, como afirma Bayón coincidiendo con Luis Prieto, la objeción democrática, entendida como tesis que sostiene que las normas del pasado no deberían condicionar lo que se puede decidir en el futuro, descansa en un error conceptual porque es inevitable que las decisiones institucionales descansen en normas preexistentes (Bayón, 2004, p. 134). El fundamento de esta supremacía radica en la mayor fuerza que se reconoce de hecho a las normas de la Constitución (2013, p. 156-158).

      6 “Pues no “vale” todo”, dice Habermas, “ni es “posible” todo lo que sería factible para el sistema político si el espacio público político y la comunicación política que se le (al sistema político) anteponen y a los que ha de remitirse han devaluado discursivamente mediante contrarrazones las razones normativas que él aduce a la hora de justificar sus decisiones (Habermas, 1998, pp. 609-610). Luis Prieto ha insistido en el riesgo de que el constructivismo ético relativice la separación entre Derecho y moral, otorgando un fundamento absoluto a aquel Derecho que trata de reflejar el modelo ideal de participación y cooperación colectiva en la elaboración de normas jurídicas (Prieto, 2013, p. 112-116).

      7 En un cierto sentido se habla de constitucionalismo democrático si se considera la constitución como instrumental para la democracia, al institucionalizar los prerrequisitos para el funcionamiento del proceso democrático. Pero en un sentido más fuerte se entiende por constitucionalismo democrático aquel en el que la ciudadanía desempeña un papel más activo en la elaboración y desarrollo de la Constitución. La legitimidad democrática de un orden constitucional deriva de las posibilidades que otorga ese orden a la ciudadanía para constituir y reconstituir el orden jurídico (Colón-Ríos, 2012, pp. 35-36).

      8 La tesis que subyace a estas posiciones, sin embargo, es una tesis controvertida. Hay quienes discrepan de la idea de que una constitución flexible es más democrática, considerando que el poder de reforma no puede ser delegado a la voluntad de un poder constituido. Por el contrario, se considera que la reforma exige vías para la manifestación de la voluntad popular, tales como iniciativas populares de reforma, convocatoria de procesos constituyentes democráticos o ratificación popular de la reforma. Lo que legitima la decisión no es su institucionalización sino la voluntad política democrática que se manifiesta de ese modo (Martínez Dalmau, 2014, p. 103).

      9 Entiendo que este es el modo en que lo concibe Luis Prieto, a pesar de que en un momento dado afirma, lo que creo que es contradictorio con su construcción general sobre el poder constituyente, que la reforma constitucional “es la mejor prueba del carácter inagotable de la soberanía popular (Prieto, 2001, p. 22). Entiendo que para él el poder constituyente, como ficción, en ningún momento se hace presente en la dinámica de un orden constitucional establecido, sino que, por el contrario, es este el que institucionaliza el cambio. Lo contrario, esto es, dar por supuesto que el poder constituyente se expresa por la vía de la reforma, supondría una legitimación absoluta de la obra de los poderes constituidos de reforma.

      10 Algo de esta idea creo que puede estar detrás de la tesis que expone Luis Prieto en El constitucionalismo de los derechos, que supone un cambio en su planteamiento de la cuestión, acerca de que el modo en que se articula efectivamente la reforma es una cuestión de cuál sea la práctica social respecto de lo que se acepta como cambio de la Constitución (Prieto, 2013, p. 160).

      11 Luis Prieto se refiere críticamente a esta concepción dualista como fundamento, no de la rigidez, sino de la supremacía (2003, p. 143, nota 17).

      Sobre el RULE OF LAW

      Cuestiones de definición y de realizabilidad

      Juan Ruiz Manero*

      I.

      Como es sabido, Ronald Dworkin se refiere en el inicio de la primera parte de A Matter of Principle a la consideración prácticamente unánime de que el Rule of Law o imperio de la ley “constituye un ideal político distintivo e importante”. Pero esta unanimidad se produce en un plano, podríamos decir, puramente (o casi puramente) verbal, pues la común reverencia hacia el Rule of Law oculta el hecho de que quienes participan de ella están centralmente en desacuerdo acerca de qué es aquello que reverencian, como lo muestra, a juicio de Dworkin, la existencia de dos concepciones “muy diferentes” y en pugna acerca del imperio de la ley o Rule of Law. Estas dos concepciones son, en primer lugar, aquella a la que el propio Dworkin denomina “del libro de reglas” y la concepción, que hace suya, a la que llama “de los derechos”. En términos del propio Dworkin, la primera de ellas, la concepción “del libro de reglas” pone el acento en que “en toda la medida en que resulte posible, el poder del estado nunca debería ejercerse contra ciudadanos individuales excepto de acuerdo con reglas explícitamente establecidas en un libro público de reglas accesible a todos”. La segunda concepción, la concepción “de los derechos”, tiene como eje central que “los ciudadanos tienen derechos y deberes morales unos frente a otros, y derechos políticos frente al Estado en su conjunto. Insiste en que esos derechos morales y políticos sean reconocidos en el derecho positivo, de forma que puedan ser impuestos a demanda de ciudadanos individuales por medio de tribunales u otras instituciones judiciales del tipo que nos resulta familiar en toda la medida en que ello sea factible. El imperio de la ley es, en esta concepción, el ideal de ser gobernados por una concepción pública precisa de los derechos individuales”.

      La concepción “del libro de reglas” resulta, a juicio de Dworkin, “muy estrecha” porque “no estipula nada sobre el contenido de las reglas que se pueden poner en el libro de reglas (…)”. Las cuestiones de contenido son cuestiones de justicia sustantiva