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El compromiso constitucional del iusfilósofo


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los derechos. Sin embargo, en trabajos más recientes llega a afirmar que existen buenas razones para postular un modelo de constitución “moderadamente rígida” (Prieto, 2013, p. 156) o, lo que sería más acorde con su planteamiento (Prieto, 2013, pp. 162-164), una cierta “flexibilidad agravada”.

      Con independencia de su preferencia por un modelo más o menos rígido, considera que la mera exigencia de que la reforma sea un acto expreso y deliberado es suficiente, en opinión de Prieto, para distinguir entre la reforma y la supremacía. El cambio expreso y transparente de la Constitución mediante el acto institucional previsto, aunque se lleve a cabo por la vía legislativa ordinaria, no supone incumplimiento de la Constitución. Bayón interpretó que esta tesis de Luis Prieto tenía su base en la distinción de Riccardo Guastini entre una norma que deroga otra norma precedente y una conducta que viola una norma. Ninguna norma puede ser derogada por una conducta, puesto que la derogación se produce por otra norma. En el marco de una Constitución flexible, si el legislador aprueba una ley mediante un procedimiento distinto del establecido en la Constitución, no deroga la norma constitucional de procedimiento, sino que la viola (Guastini, 2000, p. 246).

      Luis Prieto no parece apreciar diferencia entre la violación y la derogación tácita de la Constitución, sino entre aquella y la reforma expresa: habla del “carácter expreso y solemne del acto de reforma”, que implica “asumir una carga de deliberación, transparencia y generalidad” y “con ello, un ejercicio de práctica democrática impensable ante la simple violación” (Prieto, 2003, pp. 151, 152). La exigencia de una forma constitucional expresa, aunque no reforzada, opera por sí misma como una garantía contra la arbitrariedad del legislador. Esta carga de deliberación de la ley de reforma sería una exigencia del valor normativo de la Constitución, en cuanto que supone que el Parlamento no puede desconocer sencillamente la Constitución, sin justificar la decisión que se aparta de ella (Prieto, 2001, p. 22). Víctor Ferreres, por el contrario, consideró que es precisamente esa necesidad de exigir razones al legislador lo que justifica la rigidez constitucional (Ferreres, 2000).

      Una ley que contradiga tácitamente la Constitución no es ni un acto constituyente, porque no tiene tal facultad el legislador, ni una reforma, que debe ser expresa. Es una violación de la Constitución. Frente a las violaciones inadvertidas y los cambios informales que se presentan como mejores interpretaciones de la preceptiva constitucional, Luis Prieto defiende que la reforma se lleve a cabo de modo consciente y formal, afrontándose a través de la deliberación abierta por las vías formalmente establecidas. En ello consiste la obediencia a la Constitución. El establecimiento de un poder de revisión consciente y reglado supone encauzar formalmente mediante pautas preestablecidas cualquier pretensión de reforma. Ello tiene como fin evitar que la reforma quede a merced de alguno de los órganos del Estado, que son precisamente los primeros de los sujetos obligados.

      Esta tesis acerca de la distinción entre la violación y el cambio flexible, pero reglado, de la Constitución plantea algunas cuestiones relevantes que dependen especialmente de la concepción que se adopte respecto de la interpretación constitucional. Si el texto constitucional permite una pluralidad de opciones interpretativas, ¿cuándo se entiende que los poderes constituidos violan o no respetan la Constitución? ¿cómo se determina que lo que hace el legislador es contrario al contenido de la Constitución y requiere un acto expreso previa deliberación? Conforme a la teoría moderadamente escéptica de la interpretación que asume Luis Prieto, si los derechos tienen significados plurales e indeterminados, ¿cuándo se traspasa su frontera? Él defiende un modelo de justicia constitucional difuso en que sean los jueces ordinarios los que, de acuerdo con una interpretación de la disposición constitucional a la luz de un caso, declaran que la aplicación de la ley en ese caso es contraria a la Constitución, “sin que ello prejuzgue que en otro caso diferente la misma ley no pueda ser perfectamente válida y aplicable” (Prieto, 2003, p. 171). Considera que el control difuso de constitucionalidad es más respetuoso con el principio democrático, en cuanto que no pone en juego la validez de la ley (Prieto, 2003, p. 214-215). El contenido de las normas de la Constitución se determina en el momento concreto de su aplicación, no de modo abstracto. Pero asume la existencia de un límite de racionalidad aceptable de las leyes, posibilidad que confía a una teoría de la argumentación capaz de garantizar la racionalidad y de suscitar el consenso con las decisiones judiciales si no se quiere incurrir en un judicialismo abusivo.

      Si se admite la posibilidad de una diversidad de interpretaciones judiciales de las disposiciones constitucionales, en mayor medida cabe admitir la pluralidad de interpretaciones de estas por la actividad legislativa. Esta concepción de la interpretación que el legislador -igual que el juez- hace de la Constitución, que admite un grado elevado de discrecionalidad, vuelve menos nítida la línea que separa la reforma formal de los cambios informales producto de prácticas interpretativas que modifican el sentido de las disposiciones constitucionales. La tarea de concreción del contenido de los derechos no es para Luis Prieto una tarea exclusivamente política, a pesar de asumir ese carácter indeterminado de las normas constitucionales y la discrecionalidad que conlleva la decisión acerca de su significado. Legislador y juez han de entablar un diálogo o comunicación en torno al alcance y relaciones de prioridad de principios y derechos, contribuyendo a la mutua racionalización de sus decisiones (Prieto, 2003, p. 172). Pero ni uno ni otro debería tener la capacidad de adoptar decisiones generales y abstractas que cerrasen de modo definitivo lo que los preceptos constitucionales regulan de modo abierto ni eliminar el conflicto entre principios de modo general postergando en abstracto un principio en beneficio de otro. Arrogarse esa función sería asumir una tarea constituyente, que no corresponde ni al juez ni al legislador (Prieto, 2003, p. 195). En cierto modo, la supremacía que uno y otro recaban para sí, en nombre de los derechos el primero y de la democracia el segundo, es la traducción de sus respectivas pretensiones a la autoridad sobre la interpretación constitucional (no es exactamente esto lo que afirma Luis Prieto en 2013, p. 166). Pero, de nuevo nos encontramos, entonces, con la relevancia que habría de tener para hablar de creación y reforma de la Constitución la cuestión de la autoridad o legitimidad para decidir.

      La tarea de adecuación de las normas constitucionales a las circunstancias cambiantes de cada caso aparece como un esfuerzo colectivo de instituciones políticas y jurisdiccionales, que implica una concepción de la Constitución como un texto abierto y en proceso de adaptación continuo a las circunstancias cambiantes en que debe ser aplicado. Pero considera que este proceso de adecuación evolutiva del texto constitucional encuentra su límite en aquella barrera última que marca lo que resulta discutible dentro de la Constitución. Más allá, lo único legítimo es la reforma expresa de la Constitución. Ni uno ni otro suponen la expresión de un poder constituyente que se prolonga en el marco institucional, pues, lo contario, supondría entregar ese poder constituyente (en su dimensión legitimadora) a los órganos constituidos. Salvo que se abrace el ideal rousseauniano de una soberanía popular abierta e indefinida, los instrumentos que refuerzan la participación ciudadana se entienden como elementos