anónimo de pidera similar a los otros, con su bajo techo inclinado de tejas rojas. Bagi llamó dos veces y un momento después la puerta oxidada anónima se abrió. Entraron rápidamente y esta se cerró detrás de ellos.
Alec se encontró en una habitación oscura, iluminada sólo por la luz solar que pasaba por las ventanas arriba y se volteó al reconocer el sonido de martillos golpeando yunques analizando la habitación con interés. Escuchó el chillido de una forja, vio las familiares nubes de vapor, e inmediatamente se sintió en casa. No tenía que mirar alrededor para saber que esta era una forja, y que estaba llena de herreros trabajando en armas. Su corazón se aceleró con excitación.
Un hombre alto y delgado de barba corta, tal vez de unos cuarenta, con rostro ennegrecido por la ceniza, limpió sus manos en el mandil y se acercó. Saludó a los amigos de Marco con respeto y estos le regresaron el saludo.
“Fervil,” dijo Marco.
Fervil volteó y miró a Marco y su rostro se iluminó. Se acercó y lo abrazó.
“Pensé que habías ido a Las Flamas,” dijo.
Marco le sonrió.
“No más,” respondió.
“¿Están listos para trabajar?” añadió. Después miró a Alec. “¿Y a quién tenemos aquí?”
“Mi amigo,” dijo Marco. “Alec. Un gran herrero y deseoso de unirse a nuestra causa.”
“¿Conque sí?” Fervil preguntó escéptico.
Examinó a Alec con ojos bruscos, mirándolo de arriba a abajo como si fuera inútil.
“Lo dudo,” respondió, “por su apariencia. Me parece demasiado joven. Pero puede trabajar recogiendo nuestros escombros. Toma esto,” le dijo pasándole a Alec una cubeta llena de escombros metálicos. “Ya te diré si necesito algo más de ti.”
Alec enrojeció indignado. No sabía por qué le había caído tan mal a este hombre; quizá se sentía amenazado. Pudo sentir que había silencio en la forja, que los otros muchachos observaban. De muchas maneras, este hombre le recordaba mucho a su padre, y esto sólo incrementó el enojo de Alec.
Pero aun así echaba humo por dentro, ya no dispuesto a tolerar nada desde la muerte de su familia.
Mientras los otros se volteaban y se alejaban, Alec soltó la cubeta que cayó con un gran sonido en el suelo de piedra. Los demás voltearon pasmados y la forja guardó silencio mientras los otros muchachos se detenían a observar la confrontación.
“¡Lárgate de mi taller!” Fervil gruñó.
Alec lo ignoró; en vez de eso, pasó caminando a su lado hacia la mesa más cercana, tomó una espada larga, la levantó y la examinó.
“¿Este es tu trabajo?” preguntó Alec.
“¿Y quién eres tú para hacerme preguntas a mí?” demandó Fervil.
“¿Lo es?” presionó Marco apoyando a su amigo.
“Lo es,” respondió Fervil defensivamente.
Alec asintió.
“Es basura,” concluyó.
Hubo un gemido de asombro en la habitación.
Fervil se irguió completamente y frunció el ceño, lívido.
“Ustedes muchachos pueden irse ahora,” gruñó. “Todos ustedes. Tengo suficientes herreros aquí.”
Alec defendió su posición.
“Y ninguno vale la pena,” respondió.
Fervil se puso rojo y se acercó amenazante, y Marco puso una mano entre ellos.
“Nos iremos,” dijo Marco.
Alec de repente bajó la punta de la espada al suelo, levantó su pie y con una simple patada la rompió en dos.
Los pedazos volaron por todas partes sorprendiendo a todos.
“¿Debería una buena espada hacer eso?” Preguntó Alec con una sonrisa burlona.
Fervil gritó y se arrojó sobre Alec; pero al acercarse, Alec levantó el extremo dentado de la hoja rota y Fervil se detuvo en seco.
Los otros muchachos viendo la confrontación sacaron sus espadas para defender a Fervil, mientras que Marco y sus amigos sacaron las suyas alrededor de Alec. Todos los muchachos se quedaron de pie encarándose en un tenso enfrentamiento.
“¿Qué estás haciendo?” preguntó Marco a Alec. “Todos compartimos la misma causa. Esto es una locura.”
“Y es por eso que no puedo permitirles pelear usando basura,” respondió Alec.
Alec dejó caer la espada rota y lentamente sacó una espada larga de su cinturón.
“Este es mi trabajo,” dijo Alec fuertemente. “La construí yo mismo en la forja de mi padre. No encontrarán un trabajo más fino.”
Alec de repente le dio vuelta a la espada, tomó la hoja, y se la pasó a Fervil con la empuñadura primero.
En el tenso silencio, Fervil miró hacia abajo claramente sin esperarse esto. Tomó la empuñadura dejando a Alec indefenso y por un momento pareció que contemplaba apuñalar a Alec con ella.
Pero Alec se mantuvo de pie orgulloso y sin miedo.
Lentamente, el rostro de Fervil se suavizó al darse cuenta que Alec se había quedado indefenso y ahora lo miraba con más respeto. Miró hacia abajo y examinó la espada. La pesó en su mano y la levantó hacia la luz, y finalmente, después de un largo tiempo, miró a Alec impresionado.
“¿Es tu trabajo?” preguntó con incredulidad en su voz.
Alec asintió.
“Y puedo crear muchas más,” respondió.
Se acercó y miró a Fervil con intensidad en sus ojos.
“Quiero matar Pandesianos,” dijo Alec. “Y quiero hacerlo con armas verdaderas.”
Un gran y denso silencio se posó sobre la habitación hasta que finalmente Fervil sacudió su cabeza y sonrió.
Bajó la espada y extendió un brazo que Alec tomó. Lentamente, todos los muchachos bajaron sus armas.
“Supongo,” dijo Fervil ampliando su sonrisa, “que podemos hallar un lugar para ti.”
CAPÍTULO OCHO
Aidan caminó por la desierta vereda del bosque, estando tan lejos de cualquier parte como nunca lo había estado, sintiéndose completamente solo en el mundo. Si no fuera por su Perro del Bosque a su lado, estaría abatido y sin esperanza; Pero Blanco le daba fuerza a pesar de estar herido de gravedad mientras Aidan pasaba su mano por su pelaje corto y blanco. Ambos cojeaban, cada uno herido por su encuentro con el salvaje conductor de carreta, con cada paso siendo doloroso mientras el cielo oscurecía. Con cada paso que Aidan daba, juraba que si se encontraba con ese conductor una vez más, lo mataría con sus propias manos.
Blanco se quejaba a su lado, y Aidan se acarició la cabeza, el perro siendo casi tan alto como él y pareciendo más una bestia salvaje que perro. Aidan estaba agradecido no sólo por su compañía, sino por el hecho de que le hubiera salvado la vida. Había rescatado a Blanco porque algo dentro de él no le permitió dejarlo; y al mismo tiempo había recibido su vida como recompensa. Lo haría de nuevo incluso si significaba volver a ser abandonado en este lugar en medio de la nada, con el destino de inanición y muerte. Aún valdría la pena.
Blanco se quejó una vez más y Aidan compartió sus dolores de hambre.
“Lo sé, Blanco,” dijo Aidan. “Yo tengo hambre también.”
Aidan miró las heridas de Blanco que aún goteaban sangre y sacudió la cabeza sintiéndose terrible e incapaz de hacer nada.
“Haría cualquier cosa por ayudarte,” dijo Aidan. “Desearía saber cómo.”
Aidan se agachó y lo besó en la cabeza sintiendo