sus hombros, quien cayó gritando hacia su muerte, y recordó que a veces las mejores armas son las propias manos.
Gritó de dolor al recibir una cortada en el estómago pero afortunadamente giró y sólo lo rozó. Mientras el soldado se preparaba para darle el golpe final, Duncan, sin espacio para maniobrar, lo golpeó con la cabeza haciendo que soltara su espada. Después le dio un rodillazo, se acercó a él y lo arrojó por la orilla.
Duncan peleó y peleó ganando terreno con dificultad mientras el sol se elevaba y el sudor le lastimaba los ojos. Sus hombres gemían y gritaban de dolor en todos lados mientras los hombros de Duncan se cansaban por la pelea.
Al tratar de recobrar el aliento y cubierto de la sangre de sus enemigos, Duncan dio un paso final hacia adelante levantando la espada; pero se sorprendió al ver a Bramthos y Seavig y sus hombres de frente. Volteó y analizó todos los cuerpos muertos y se dio cuenta con asombro de que lo habían logrado; habían despejado los parapetos.
Hubo un grito de victoria mientras todos los hombres se encontraban en el centro.
Pero Duncan sabía que la situación aún era apremiante.
“¡FLECHAS!” gritó.
Inmediatamente volteó hacia abajo hacia los hombre de Kavos y vio cómo se desenvolvía una gran batalla en el patio mientras miles de soldados Pandesianos más salían de las guarniciones para encontrarlos. Kavos se veía rodeado lentamente por todas partes.
Los hombres de Duncan tomaron los arcos de los caídos, apuntaron por encima de los muros, y dispararon a los Pandesianos mientras Duncan se les unía. Los Pandesianos nunca esperaron que les dispararan desde la capital y cayeron por docenas, desplomándose en el piso mientras los hombres de Kavos eran salvados. Los Pandesianos empezaron a caer al lado de Kavos mientras se desataba un gran pánico cuando se dieron cuenta que Duncan controlaba las alturas. Atrapados entre Duncan y Kavos, no tenían a dónde escapar.
Duncan no les daría tiempo de reagruparse.
“¡LANZAS!” ordenó.
Duncan tomó una tras otra y las arrojó hacia abajo aprovechándose del gran arsenal dejado en los parapetos, diseñados para alejar invasores de Andros.
Mientras los Pandesianos empezaban a flaquear, Duncan supo que tenía que hacer algo definitivo para acabarlos.
“¡CATAPULTAS!” gritó.
Los hombres se apresuraron hacia las catapultas dejadas encima de las almenas y jalaron las grandes cuerdas, girando manivelas hasta que estuvieron en posición. Pusieron las rocas en su lugar y esperaron la orden. Duncan caminó por toda la línea ajustando las posiciones para que las rocas evitaran a Kavos y llegaran a su objetivo perfecto.
“¡DISPAREN!” gritó.
Docenas de rocas volaron en el aire y Duncan vio con satisfacción cómo destrozaban las guarniciones de piedra, matando a docenas de Pandesianos que salían como hormigas para enfrentarse a Kavos. Los sonidos hicieron eco en todo el patio, aturdiendo a los Pandesianos e incrementando su pánico. Mientras las nubes de polvo y escombro se elevaban, se daban vuelta sin estar seguros hacia dónde pelear.
Kavos, como el guerrero veterano que era, tomo ventaja de su situación. Juntó a sus hombres y cargó con un nuevo impulso, y mientras los Pandesianos flaqueaban, atravesó cortando por sus filas.
Los cuerpos caían a diestra y siniestra mientras el campamento Pandesiano estaba en desorden, y pronto se dieron la vuelta y huyeron en todas direcciones. Kavos cazó a todos y cada uno de ellos. Fue una masacre.
Para el tiempo en que el sol ya estaba elevado, todos los Pandesianos estaban en el suelo muertos.
Mientras caía el silencio, Duncan observó asombrado mientras el sentimiento de victoria empezaba a crecer en él y sabiendo que lo habían logrado. Habían tomado la capital.
Mientras los hombres gritaban todo en derredor, tomándose de los hombros y vitoreando, Duncan se limpió el sudor de los ojos aún respirando agitadamente y empezó a darse cuenta: Andros era libre.
La capital era suya.
CAPÍTULO SIETE
Alec levantó el cuello y miró impresionado mientras pasaban las enormes puertas arqueadas de Ur, empujado por montones de gente en todos lados. Avanzó entre la multitud con Marco a su lado, con sus rostros aún empolvados por su marcha en la Llanura de las Espinas, y miraba atentamente al arco de mármol que se elevaba a unos cien pies de altura. Miró las antiguas murallas de granito del templo a cada lado, y se sorprendió al ver que pasaban por el recorte de un templo que a la vez servía como entrada de la ciudad. Alec vio a muchos devotos que se arrodillaban frente a las murallas, una mezcla extraña con todo el alboroto y ajetreo de los comercios, y esto lo hizo reflexionar. Una vez había orado a los dioses de Escalon; pero ahora no le oraba a ninguno. Se preguntaba qué dios podría permitir que su familia muriera. El único dios al que ahora serviría sería al dios de la venganza; y este era un dios al que serviría con todas sus fuerzas.
Alec, abrumado por el ajetreo en todos lados, se dio cuenta que esta era una ciudad diferente a cualquiera que hubiera visto, muy diferente a la pequeña aldea en la que había crecido. Por primera vez desde la muerte de su familia, sentía cómo era empujado de nuevo a la vida. Este lugar era tan sorprendente, tan vivo, que era difícil entrar y no verse distraído. Sintió una nueva oleada de propósito al darse cuenta que, dentro de las puertas, había otros como él, amigos de Marco con la misma determinación de vengarse de Pandesia. Siguió mirando con admiración, gente de todas las apariencias y ropajes y razas, todos apurados en varias direcciones. Era una verdadera ciudad cosmopolita.
“Mantén tu cabeza baja,” le susurró Marco mientras pasaban por la puerta del este y entre el gentío.
Marco le dio un codazo.
“Ahí.” Marco señaló hacia un grupo de soldados Pandesianos. “Revisan rostros. Estoy seguro que buscan los nuestros.”
Alec reflexivamente tomó con más fuerza su daga y Marco le detuvo la muñeca con firmeza.
“Aquí no, mi amigo,” Marco le advirtió. “Esta no es una aldea en el campo sino una ciudad de guerra. Mata a dos Pandesianos en la puerta y le seguirá un ejército.”
Marco lo observó con intensidad.
“¿Prefieres matar a dos?” lo presionó. “¿O a dos mil?”
Alec, dándose cuenta de lo sabias que eran las palabras de su amigo, dejó de apretar su daga y utilizó toda su fuerza de voluntad para apagar su deseo de venganza.
“Habrá muchas oportunidades, mi amigo,” dijo Marco mientras pasaban por la multitud con las cabezas bajas. “Mis amigos están aquí, y la resistencia es fuerte.”
Se mezclaron con la multitud que pasaba por las puertas y Alec bajó los ojos para que los Pandesianos no los vieran.
“¡Oye tú!” gritó uno de los Pandesianos. Alec sintió cómo su corazón se aceleraba mientras mantenía su cabeza baja.
Avanzaron hacia él mientras este se preparaba apretando su daga. Pero detuvieron a un muchacho al lado de él tomándolo bruscamente y revisando su rostro. Alec respiró profundamente aliviado de ver que no era él y pasó por la puerta con rapidez sin ser detectado.
Finalmente entraron al centro de la ciudad y, mientras Alec se quitaba la capucha de la cabeza, se quedó pasmado con la imagen. Ahí, delante de él, se encontraba la magnificencia arquitectónica y bullicio de Ur. La ciudad parecía estar viva y pulsante, brillando bajo el sol y casi dando la apariencia de resplandecer. Al principio Alec no sabía por qué, hasta que se dio cuenta: el agua. Había agua en todas partes, la ciudad estaba llena de canales, el agua azul brillaba con el sol matutino y daba la apariencia de ser una con el mar. Los canales estaban llenos con todo tipo de naves—botes de remos, canoas, veleros—incluso elegantes buques de guerra negros ondeando las banderas azul y amarillo de Pandesia. Los canales estaban rodeados de calles empedradas, rocas antiguas y desgastadas que eran pisadas por personas en toda clase de atuendos. Alec vio caballeros, soldados, civiles, comerciantes, campesinos, mendigos, malabaristas, mercaderes,