este lugar. Aún faltaban días para llegar a cualquier parte, y con la noche acercándose estaban vulnerables. Blanco, tan poderoso como era, no estaba en condiciones de pelear con nada, y Aidan, sin armas y heridos, no estaba mejor. Hacía horas que no pasaba un carro y nadie sospecharía hasta dentro de días.
Aidan pensó en su padre que estaba allá afuera y sintió que lo había decepcionado. Si iba a morir, Aidan por lo menos deseaba morir al lado de su padre en alguna parte, peleando por una gran causa o en su hogar en la comodidad de Volis; no aquí, en medio de la nada. Cada paso parecía acercarlo más a la muerte.
Aidan reflexionó en su corta vida y recordó a todas las personas que había conocido y amado, en su padre y hermanos y, más que nada, en su hermana Kyra. Se preguntó qué había pasado con ella y en dónde estaba en estos momentos, si había cruzado Escalon y si había sobrevivido el viaje a Ur. Se preguntaba si ella pensaba en él, si estaría orgullosa de él ahora mientras trataba de seguir sus pasos, tratando a su manera de cruzar Escalon y ayudar a su padre y a su causa. Se preguntaba si hubiera llegado a vivir para convertirse en un gran guerrero, y sintió una gran tristeza al saber que no volvería a verla.
Aidan sentía que se hundía con cada paso que daba y ya no quedaba mucho por hacer más que rendirse a sus heridas y cansancio. Yendo cada vez más lento, miró hacia Blanco y vio que arrastraba sus ojos también. Pronto tendrían que recostarse y descansar aquí en el camino sin importar lo que viniera. Era una proposición aterradora.
Aidan pensó escuchar algo, aunque muy débil al principio. Se detuvo y escuchó atentamente mientras Blanco se detenía también y lo miraba confundido. Aidan oraba. ¿Estaba escuchando cosas?
Entonces lo escuchó de nuevo. Esta vez estaba seguro. El rechinar de ruedas; rechinar de madera, de hierro. Un carro.
Aidan se dio la vuelta con el corazón acelerado y trató de ver entre la oscuridad. Al principio no vio nada. Pero lentamente alcanzó a distinguir algo. Un carro. Varios carros.
El corazón de Aidan subió hasta su garganta y apenas fue capaz de contener su emoción al sentir el ajetreo, escuchar los caballos, y ver la caravana que se dirigía hacia él. Pero entonces su excitación se calmó al pensar que podrían ser hostiles. Después de todo, ¿quién estaría pasando por este camino desierto tan alejado de cualquier parte? No podía pelear y Blanco, que gruñía débilmente, no podría dar mucho de sí tampoco. Se encontraban a la merced de cualquiera que se acercara. Era un pensamiento aterrador.
El sonido se volvió ensordecedor mientras los carros se acercaban y Aidan se paró valientemente en medio del camino sabiendo que no podría esconderse. Tenía que tomar sus probabilidades. Aidan pensó escuchar música mientras se acercaban y esto incrementó su curiosidad. Incrementaron la velocidad y por un momento se preguntó si lo arrollarían.
Entonces, de repente, toda la caravana bajó el paso y se detuvo delante de él mientras él bloqueaba el camino. Lo miraron mientras el polvo volvía a bajar. Eran un gran grupo, tal vez unos cincuenta, y Aidan los miró perplejo al ver que no eran soldados. También suspiró aliviado al ver que no parecían hostiles. Notó que los vagones estaban llenos de todas clases de personas, hombres y mujeres de diferentes edades. Uno parecía estar lleno de músicos que sostenían toda clase de instrumentos musicales; otro estaba lleno de hombres que parecían ser malabaristas o comediantes, con sus rostros pintados de brillantes colores y vistiendo túnicas y coloridas mallas; otro carro parecía estar lleno de actores, hombres sosteniendo pergaminos claramente ensayando escritos y vestidos con trajes dramáticos; otro más estaba lleno de mujeres apenas vestidas, con sus rostros pintados con mucho maquillaje.
Aidan se enrojeció y miró hacia otro lado sabiendo que era muy joven para ver este tipo de cosas.
“¡Tú, muchacho!” dijo una voz. Era un hombre con una gran barba roja brillante que bajaba hasta su cintura, un hombre peculiar con sonrisa amigable.
“¿Es esta tu vereda?” le preguntó en broma.
Empezaron a reírse en todos los carros y Aidan enrojeció.
“¿Quiénes son ustedes?” Aidan preguntó confundido.
“Creo que una mejor pregunta,” respondió, “es ¿quién eres tú?” Todos miraron con temor a Blanco mientras gruñía. “¿Y qué diablos haces con un Perro del Bosque? ¿No sabes que puede matarte?” le preguntaron con miedo en sus voces.
“Este no,” respondió Aidan. “¿Son ustedes…cirqueros?” les preguntó con curiosidad pensando qué estarían haciendo aquí.
“¡Si lo quieres decir de forma amable!” dijo uno desde un carro echándose a reír.
“¡Somos actores y jugadores y malabaristas y apostadores y músicos y payasos!” gritó otro hombre.
“¡Y embusteros y sinvergüenzas y rameras!” gritó una mujer mientras todos se reían de nuevo.
Uno de ellos tocó su arpa mientras las risas se incrementaban y Aidan enrojeció. Recordó que en una ocasión había conocido personas como estas, cuando era más joven y viviendo en Andros. Recordó ver a los cirqueros llegar a la capital para entretener al Rey; recordó sus rostros con colores brillantes; sus malabares con cuchillos; un hombre comiendo pieles; una mujer cantando canciones; y un bardo recitando poemas de memoria que pareció durar por horas. Recordó sentirse confundido de por qué alguien elegiría ese tipo de vida en lugar de ser un gran guerrero.
Sus ojos se iluminaron al darse cuenta de repente.
“¡Andros!” Aidan gritó. “¡Ustedes van hacia Andros!”
Un hombre saltó de uno de los carros y se le acercó. Era un hombre alto en sus cuarentas y con una gran barriga, barba café descuidada, cabello rebelde que combinaba, y una sonrisa cálida y amigable. Caminó hacia Aidan y puso un brazo de forma cariñosa en su hombro.
“Eres muy joven para estar aquí afuera,” dijo el hombre. “Diría que estás perdido; pero por las heridas tuyas y de tu perro diría que es algo más. Parece que te metiste en algún tipo de lío del cual no pudiste salir tan bien. Y supongo,” concluyó examinando a Blanco con cuidado, “que tuvo que ver contigo ayudando a esta bestia.”
Aidan se quedó callado sin saber qué tanto decir mientras Blanco se acercaba y lamía la mano del hombre para sorpresa de Aidan.
“Me hago llamar Motley,” añadió el hombre extendiendo una mano.
Aidan lo miró con cautela, sin tomar su mano pero asintiendo con la cabeza.
“Aidan es mi nombre,” respondió.
“Ustedes dos pueden quedarse aquí y morirse de hambre,” continuó Motley, “pero esa no es una manera muy divertida de morir. Yo personalmente preferiría tener una buena comida antes y entonces morir de alguna otra manera.”
El grupo se echó a reír mientras Motley mantenía su mano extendida y lo miraba con amabilidad y compasión.
“Supongo que ustedes dos, heridos como están, necesitan una mano,” añadió.
Aidan se quedó de pie con orgullo sin querer mostrar debilidad tal y como su padre le había enseñado.
“Estábamos muy bien antes de que llegaran,” dijo Aidan.
Motley guio al grupo en una nueva ronda de risas.
“Por supuesto que lo estaban,” respondió.
Aidan miró con sospecha a la mano del hombre.
“Voy de camino a Andros,” dijo Aidan.
Motley sonrió.
“Igual que nosotros,” respondió. “Y por suerte, la ciudad es suficientemente grande para que llevemos a más personas.”
Aidan dudó.
“Nos estarías haciendo un favor,” añadió Motley. “Podemos usar peso extra.”
“¡Y una boca más que alimentar!” dijo uno de los payasos riéndose.
Aidan lo miró con cautela muy orgulloso para aceptar, salvando apariencias.
“Bueno….”