Морган Райс

El Despertar de los Dragones


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punta noroeste de Escalon, no caía nieve. Las brisas templadas del océano a un día de distancia hacia el oeste garantizaban un clima cálido y permitían que florecieran hojas de todos colores. También le permitían a Merk peregrinar llevando sólo un manto, sin temer a vientos helados como lo hacían en muchas partes de Escalon. Todavía estaba acostumbrándose a la idea de llevar un manto en lugar de armadura, de portar un bastón en lugar de una espada, de romper hojas con su bastón en vez de atravesar enemigos con una daga. Todo era nuevo para él. Estaba tratando de ver lo que se sentía convertirse en esta nueva persona que tanto añoraba. Se sentía tranquilo, pero raro. Era como si pretendiera ser alguien que no era.

      Pues Merk no era ningún viajante o monje, y tampoco un hombre pacífico. Dentro de él, aún era un guerrero. Y no cualquier guerrero; era un hombre que peleaba bajo sus propias reglas y que nunca había perdido una pelea. Era un hombre que no temía llevar sus peleas de la línea de batalla a los callejones traseros de las tabernas que tanto frecuentaba. Era lo que muchas personas llamarían un mercenario. Un asesino. Una espada a sueldo. Tenía muchos calificativos, algunos menos halagadores, pero a Merk no le importaban las etiquetas o lo que pensaran otras personas. Todo lo que le importaba es que era uno de los mejores.

      Merk, como siguiendo esta tendencia, había tenido muchos nombres, cambiándolos a su capricho. No le gustaba el nombre que le había dado su padre—de hecho, tampoco le agradaba su padre—y él no iba a ir por la vida con el nombre que otra persona escogió para él. Merk era uno de los nombres más frecuentes, y por ahora le gustaba. No le importaba cómo otras personas lo llamaban. Sólo le importaban dos cosas en la vida: encontrar el lugar exacto para la punta de su daga, y que sus empleadores le pagaran con oro recién acuñado—y en grandes cantidades.

      Merk descubrió a temprana edad que tenía un don natural, que era superior a los demás en lo que hacía. Sus hermanos, al igual que su padre y todos sus afamados ancestros, eran orgullosos y nobles caballeros que portaban las mejores armaduras, llevaban el mejor acero, cabalgaban en sus caballos, agitaban sus banderas con su pelo florido y ganaban competencias mientras las mujeres arrojaban flores a sus pies. No podían enorgullecerse más de sí mismos.

      Pero a Merk le desagradaba ser el centro de atención. Todos esos caballeros parecían ser torpes para matar, altamente ineficientes, y Merk no los respetaba. Tampoco necesitaba el reconocimiento, las insignias, las banderas o los escudos de armas que los caballeros tanto ansían. Eso era para las personas a las que les faltaba lo más importante: la habilidad para quitarle la vida a un hombre de forma rápida, silenciosa y eficiente. Para él, no había nada más de qué hablar.

      Cuando era más joven y sus amigos muy pequeños para defenderse por sí solos siempre venían a él, pues ya era conocido como alguien excepcional con la espada y siempre recibía sus pagos por defenderlos. Sus abusivos nunca volvían a molestarlos ya que Merk se aseguraba de que así fuera. La voz se corrió rápido acerca de su destreza, y mientras Merk aceptaba más y más pagos, sus habilidades para matar progresaban.

      Merk pudo haber sido un caballero, un famoso guerrero como sus hermanos. Pero en lugar de eso decidió trabajar en las sombras. El ganar era lo que le interesaba, la eficiencia letal, y rápidamente se había dado cuenta de que los caballeros, debido a sus bellas armas y toscas armaduras, no podían matar ni la mitad de rápido o efectivo que él, un hombre solo con camisa de cuero y daga afilada.

      Mientras caminaba golpeando las hojas con su bastón, recordó una noche en la taberna con sus hermanos cuando desenvainaron espadas con caballeros rivales. Sus hermanos estaban rodeados y superados en número, y mientras los lujosos caballeros se detenían en ceremonia, Merk no dudó. Se lanzó a través del callejón con su daga y cortó todas sus gargantas antes de que los hombres pudieran sacar sus espadas.

      Sus hermanos debieron haberle agradecido por salvarlos—pero en vez de eso se distanciaron de él. Le temían y le asignaban mala reputación. Ese fue el agradecimiento que recibió, y la traición lo dolió a Merk más de lo que pudo confesar. Esto profundizó su distanciamiento con ellos, con toda nobleza y con toda caballería. Todo era hipocresía y egoísmo a sus ojos; podían pasearse con su brillante armadura y mirarlo como algo insignificante, pero si no hubiera sido por él y su daga todos aún yacerían muertos en ese callejón.

      Merk camino y camino, suspirando, tratando de olvidar el pasado. Mientras reflexionaba, se dio cuenta de que en realidad no entendía la fuente de su talento. Tal vez era porque era rápido y ágil; tal vez era que tenía manos y muñecas veloces; tal vez es porque tenía un talento especial para encontrar los puntos vitales de los hombres; tal vez porque nunca dudaba en dar ese paso extra, en dar esa estocada final en la que otros hombres se detenían; tal vez era que nunca tenía que atacar dos veces; o tal vez era porque sabía improvisar, matar con cualquier arma a su alcance—una púa, un martillo, un viejo leño. Él era más listo que los demás, más adaptable y rápido en los pies—una combinación mortal.

      Mientras crecía, todos esos orgullosos caballeros se habían distanciado de él y hasta se habían burlado de él a sus espaldas (pues nadie se atrevía a hacerlo en su cara). Pero ahora que habían pasado los años, ahora que se veían débiles y su fama se había extendido, él era el que era solicitado por reyes mientras los otros estaban olvidados. Porque lo que sus hermanos nunca habían entendido es que la caballerosidad no hacía a los reyes reyes. Era la violencia desagradable y brutal, el miedo, la eliminación de tus enemigos uno a uno, la horrible matanza que nadie más quería hacer lo que los hacía reyes. Y era a él a quien todos acudían cuando querían que el verdadero trabajo de rey se realizara.

      Con cada golpe de su bastón, Merk recordaba a una de sus víctimas. Había matado a los peores enemigos del Rey—sin usar veneno—, para eso trajeron a los pequeños asesinos, los boticarios, las seductoras. A los peores por lo regular querían que los mataran mandando un mensaje, y para esto lo necesitaban a él. Algo horrible, algo público: una daga en el ojo; un cuerpo destrozado en la plaza, colgando de una ventana para que todos lo vieran al siguiente día, para que todos pensaran quién se había atrevido a oponerse al Rey.

      Cuando el viejo Rey Tarnis entregó el reino abriéndole las puertas a Pandesia, Merk se sintió decepcionado, sin propósito por primera vez en su vida. Sin un Rey a quien servir se sentía a la deriva. Algo que había estado creciendo dentro de él había salido a la superficie, y por una razón que no pudo entender comenzó a pensar sobre la vida. Toda su vida había estado obsesionado con la muerte, con matar, con quitar vidas. Se había vuelto muy fácil. Pero ahora, algo dentro de él estaba cambiando; era como si apenas pudiera sentir el suelo estable bajo sus pies. Siempre había sabido de primera mano lo frágil que era la vida, lo fácil que era quitarla, pero ahora se preguntaba cómo preservarla. La vida era muy frágil, ¿no era el preservarla un desafío más grande que quitarla?

      Y a pesar de sí mismo, empezó a preguntarse: ¿qué era eso que le estaba quitando a otros?

      Merk no sabía qué había empezado toda esta reflexión, pero esto lo puso muy incómodo. Algo había surgido dentro de él, un gran mareo, y ahora le desagradaba el matar—ahora su desagrado por hacerlo era tan grande como solía agradarle con anterioridad. Deseaba poder descubrir qué era lo que estaba desencadenando todo esto—tal vez el haber matado a una persona en particular—pero no podía. Simplemente había aparecido sin causa. Y eso era lo que más le perturbaba.

      A diferencia de otros mercenarios, Merk sólo tomaba causas en las que creía. Fue hasta después en su vida, cuando se volvió muy bueno en lo que hacía, cuando los pagos se volvieron muy grandes, con personas muy importantes solicitándolo, que empezó a saltarse algunas líneas aceptando pagos por matar a personas que no tenían tanta culpa; o tal vez ninguna. Y esto era lo que lo estaba molestando.

      Merk desarrolló una pasión igual de fuerte por deshacer todo lo que había hecho, por probarles a los demás que podía cambiar. Quería borrar su pasado, borrar todo lo que había hecho, hacer penitencia. Había hecho un voto solemne consigo mismo de nunca volver a matar; de nunca levantar un dedo contra otra persona; de pasar el resto de sus días buscando el perdón de Dios; de dedicarse a ayudar a otros; de convertirse en mejor persona. Y era esto lo que lo había llevado hasta esta vereda del bosque por la que pasaba con cada golpe de us bastón.

      Merk