Морган Райс

El Despertar de los Dragones


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hacerca de los Observadores, una orden secreta de monjes/caballeros mitad hombre y mitad algo más cuyo trabajo era residir en las dos torres—la Torre de Ur en el noroeste y la Torre de Kos en el sudeste—y cuidar de la reliquia más valiosa del Reino: la Espada de Fuego. La leyenda decía que era la Espada de Fuego lo que le daba vida a Las Flamas. Nadie sabía con certeza en cual de las torres estaba, ya que era un secreto muy cuidado que sólo conocían los más antiguos Observadores. Si algún día era movida o robada, Las Flamas se perderían para siempre—y Escalon quedaría vulnerable a un ataque.

      Se decía que velar por las torres era un gran llamado, un trabajo sagrado y honorable—si eras aceptado por los Observadores. Merk siempre soñaba con los Observadores cuando era niño, yendo a la cama de noche preguntándose cómo sería el unirse a sus filas. Quería perderse a sí mismo en la soledad, en el servicio, en reflexión, y sabía que no había mejor manera que convertirse en Observador. Merk se sentía listo. Había cambiado su cota de malla por cuero, su espada por un bastón y, por primera vez en su vida, había pasado toda una luna sin matar o cazar un alma. Empezaba a sentirse bien.

      Mientras Merk pasaba una pequeña colina, levantó la vista esperanzado al igual que lo había hecho por días esperando que por fin se revelara la Torre de Ur en el horizonte. Pero aún no encontraba nada—nada más que bosque hasta donde se podía observar. Pero aun así sabía que se estaba acercando—después de tantos días de caminar, la torre no podía estar muy lejos.

      Merk continuó bajando por la vereda con el bosque volviéndose cada vez más denso hasta que, en el fondo, se topó con un gran árbol caído que bloqueaba el camino. Se detuvo y lo observó admirando su tamaño, debatiendo cómo poder pasarlo.

      “Yo diría que ya has ido lo suficientemente lejos,” dijo una voz siniestra.

      Merk de inmediato reconoció las intenciones oscuras de la voz, algo en lo que ya era experto, y ni siquiera necesitó voltear para saber lo que se avecinaba. Escuchó hojas crujiendo todo alrededor, y del bosque salieron rostros que encajaban con la voz: degolladores, cada uno más desesperado que el anterior. Eran los rostros de hombres que mataban sin razón. Los rostros de ladrones comunes y asesinos que cazaban a los débiles con violencia sin sentido. A los ojos de Merk, eran lo más bajo que existía.

      Merk vio que estaba rodeado y sabía que había caminado en una trampa. Observó a su alrededor rápidamente sin que se dieran cuenta, con su viejos instintos activándose, y contó a ocho de ellos. Todos llevaban dagas y estaban vestidos en garras, con rostros, manos y uñas sucias, sin afeitar, todos con una mirada desesperada que decía que no habían comido en muchos días. Y que estaban aburridos.

      Merk se tensó mientras el jefe de los bandidos se acercaba, pero no porque le temiera; Merk podía matarlo—matarlos a todos—en un parpadeo si lo deseaba. Lo que lo puso tenso fue la posibilidad de verse obligado a la violencia. Estaba determinado a mantener su voto sin importar el costo.

      “¿Y qué tenemos aquí?” preguntó uno de ellos, acercándose y rodeando a Merk.

      “Parece un monje,” dijo otro con voz burlona. “Pero sus botas son diferentes.”

      “Tal vez es un monje que se cree soldado,” se rio otro.

      Todos se echaron a reír y uno de ellos, un zoquete de hombre en sus cuarentas al que le faltaba un diente, se acercó con su mal aliento y tocó a Merk en el hombro. El viejo Merk habría matado a cualquier hombre que se hubiera acercado la mitad de eso.

      Pero el nuevo Merk estaba determinado a ser un mejor hombre, a levantarse por encima de la violencia incluso si esta parecía buscarlo. Cerró los ojos y respiró profundo, obligándose a mantener la calma.

      No sucumbas a la violencia, se decía una y otra vez.

      “¿Qué está haciendo este monje?” preguntó uno de ellos. “¿Ora?”

      Todos volvieron a reír.

      “¡Tu dios no te va a salvar ahora chico!” exclamó otro.

      Merk abrió los ojos y le regresó la mirada al cretino.

      “No deseo hacerte daño,” dijo con calma.

      Las risas se volvieron más fuertes que antes, y Merk se dio cuenta que mantenerse calmado y no reaccionar con violencia era lo más difícil que jamás había hecho.

      “¡Tenemos suerte entonces!” respondió otro.

      Todos volvieron a reír y después guardaron silencio mientras el líder se acercaba cara a cara a Merk.

      “Pero tal vez,” dijo con voz seria, tan cerca que Merk podía oler su mal aliento, “nosotros queremos dañarte a ti.”

      Un hombre se acercó detrás de Merk, lo tomó por el cuello con su brazo y empezó a apretar. Merk jadeó cuando sintió que lo ahogaban con un apretón lo suficientemente fuerte para causarle dolor pero no para cortar todo el aire. Su reflejo inmediato fue voltearse y matar al hombre. Sería muy sencillo; conocía el punto de presión perfecto en el antebrazo para hacer que lo soltara. Pero se obligó a no hacerlo.

      Déjalos pasar, se dijo a sí mismo. El camino a la humillación debe empezar en algún lado.

      Merk se encaró al líder.

      “Tomen lo que quieran,” dijo Merk jadeando. “Tómenlo y sigan su camino.”

      “¿Y qué hay si lo tomamos y nos quedamos aquí?” respondió el líder.

      “Nadie te está preguntando lo que podemos o no podemos tomar chico,” dijo otro.

      Uno de ellos se adelantó y saqueó la cintura de Merk, pasando sus manos ambiciosas por las pocas cosas que le quedaban en el mundo. Merk se obligó a mantener la calma mientras las manos pasaban por todo lo que tenía. Por último sacaron su gastada daga de plata, su arma favorita, y aun así Merk, a pesar de lo doloroso que era, no reaccionó.

      Deja que pase, se dijo.

      “¿Qué es esto?” preguntó uno. “¿Una daga?”

      Observó a Merk.

      “¿Qué hace un elegante monje como tú cargando una daga?” preguntó otro.

      “¿Qué estás haciendo chico, tallando árboles?” dijo otro.

      Todos se rieron y Mark apretó los dientes, preguntándose qué tanto más podría resistir.

      El hombre que tomó la daga se detuvo, observó a la muñeca de Merk y le subió la manga. Merk se preparó, dándose cuenta de que lo habían encontrado.

      “¿Qué es esto?” preguntó el ladrón tomando y levantando su muñeca, examinándola.

      “Se parece a un zorro,” dijo uno.

      “¿Por qué tiene un monje un tatuaje de zorro?” preguntó otro.

      Uno más se acercó, un hombre alto y delgado con cabello rojo y tomó su muñeca examinándola de cerca. La soltó y miró a Merk con ojos precavidos.

      “No es un zorro, idiota,” les dijo a sus hombres. “Es un lobo. Es la marca de un hombre del Rey—un mercenario.”

      Merk sintió su rostro enrojecerse al darse cuenta de que miraban su tatuaje. No quería ser descubierto.

      Los ladrones se quedaron todos en silencio, observándolo, y por primera vez, Merk sintió duda en sus rostros.

      “Es de la orden de los asesinos,” dijo uno volteando la vista hacia él. “¿Cómo obtuviste esa marca, chico?”

      “Probablemente se la puso él mismo,” respondió otro. “Hace que el camino sea seguro.”

      El líder le hizo una señal a su hombre quien dejó de tomar a Merk del cuello, y Merk respiró profundo sintiéndose aliviado. Pero entonces el líder se acercó y puso un cuchillo en el cuello de Merk y Merk se preguntó si moriría hoy en ese mismo lugar. Se preguntaba si este era un castigo por toda la matanza que había hecho. Se preguntó si estaba listo para morir.

      “Respóndele,” gruñó el líder. “¿Te lo pusiste tú mismo, chico?