Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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y se inclinaba sobre él. Cuando, momentos más tarde, despertó, sobresaltado, miró a su alrededor con desconfianza. Pero la puerta seguía sólidamente cerrada. Volvió a recostarse contra la pared, pensando que había sido un sueño, pero entonces vio que alguien lo había cubierto con una manta, para que no cogiese frío, y una cálida sensación lo recorrió por dentro. Sonrió, reprochándose a sí mismo el haber dudado de su amiga, y se puso en pie. Como todo seguía en silencio –Alsan debía de estar dormido–, Jack decidió subir a acostarse.

      Al pasar frente a la habitación de Victoria vio que la puerta estaba entreabierta, y no pudo evitar asomarse y echar un vistazo.

      Vio a la chica echada sobre la cama, dormida, los cabellos oscuros desparramados sobre la almohada, su pálido rostro iluminado por la luz de las estrellas que entraba por la ventana, sus dedos cerrados con fuerza en torno al amuleto que Shail le había regalado antes de morir, la noche de su cumpleaños. Jack movió la cabeza con tristeza y siguió avanzando hacia su habitación.

      En cuanto se retiró de la puerta, Victoria abrió los ojos. Con el corazón palpitándole con fuerza, aguardó un rato hasta que oyó cerrarse la puerta de la habitación de Jack. Entonces, se levantó, en silencio, cogió su báculo y se deslizó por los pasillos de Limbhad en dirección al sótano.

      Jack se despertó, sobresaltado, cuando un aullido de triunfo resonó por toda la casa. Se levantó de un salto y corrió al sótano, y se encontró con la puerta hecha pedazos y la habitación vacía. La sangre se le congeló en las venas por un breve instante. Recordó a Victoria dormida, y visualizó, por un momento, a la versión bestial de Alsan saltando sobre ella para devorarla.

      —¡Victoria! –gritó, y corrió de nuevo escaleras arriba, para salvar a su amiga.

      Pero no la encontró en su habitación. Desconcertado, se preguntó si habría salido al bosque para dormir bajo el sauce, como solía hacer, cuando sintió un estremecimiento, una especie de ondulación en el aire, y supo lo que acababa de suceder: alguien había abandonado Limbhad.

      E imaginó enseguida lo que estaba pasando.

      Corrió hacia la biblioteca, pero, mucho antes de llegar, mucho antes de abrir la puerta, ya sabía lo que iba a encontrar en ella.

      A Victoria, sola, de pie, junto a la esfera en la que se manifestaba el Alma.

      Y Jack comprendió que Alsan se había marchado para sufrir a solas su dolor y su desgracia, y que tal vez no volvería a verlo nunca más.

      Victoria se quedó en la puerta de la habitación, silenciosa, observando cómo Jack abría y cerraba cajones y armarios, cogiendo ropa y guardándola en la bolsa que había dejado abierta sobre la cama.

      —No creo que sea una buena idea –dijo por fin.

      Jack se volvió para mirarla, irritado, y no pudo evitar hablar con dureza:

      —No voy a quedarme de brazos cruzados. Si esa bola mágica no es capaz de encontrar a Alsan...

      —Pero se ha marchado voluntariamente, ¿no lo entiendes? Nos pidió que le dejáramos marchar. Y si el Alma no lo localiza es porque está muy cambiado y ya no es él mismo...

      —Me da igual –cortó Jack–. Yo mismo iré a buscarlo.

      —Pero, Jack, puede estar en cualquier parte y el mundo es muy grande...

      —No puedo quedarme aquí y simplemente esperar.

      —¿Por qué no?

      Jack se volvió para mirarla, y se sintió incómodo. Algo en la mirada de su amiga le suplicaba que no se fuera, que se quedara a su lado. Y Jack sintió un pánico horrible ante la simple idea de sentirse atado a alguien, a aquel lugar triste y vacío, lleno de recuerdos de los ausentes.

      Tenía que huir, tenía que marcharse de allí como fuera y encontrar a Alsan. Y Victoria no iba a lograr detenerlo.

      —Alsan es mi amigo –dijo con frialdad–, me ha enseñado muchas cosas, me ha salvado la vida y le debo mucho. Ahora, esté donde esté, me necesita.

      —Jack, se ha marchado voluntariamente. Quiere estar solo, quiere alejarse de nosotros para no ponernos en peligro...

      —¡Pero piensa en lo que harán con él en nuestro mundo! Ya no es del todo humano, Victoria. Lo matarán. No deberías haber dejado que se fuera. No tienes ni idea de lo que has hecho.

      Victoria no dijo nada.

      Jack guardó a Domivat en la bolsa de viaje; el arma tenía una vaina hecha de un material especial que resistía el calor que despedía su filo, por lo que el chico podía estar seguro de que su ropa no se quemaría, a pesar de estar en contacto con la Espada Ardiente. Cerró la bolsa y se la cargó al hombro. Volvió a mirar a su amiga y algo se ablandó en su interior. No, no podía dejarla así. Eran demasiadas las cosas que los unían, los momentos importantes que habían vivido juntos. Y, sin embargo...

      —Tienes que comprenderme –insistió–. Él es como un hermano para mí. No puedo dejarlo marchar, así, sin más. No puedo darle la espalda.

      —¿Y a mí sí puedes darme la espalda? Jack respiró hondo.

      —Victoria, no me obligues a elegir. Él tiene problemas, y me necesita. Y tú no –la miró fijamente–. ¿O sí... me necesitas?

      Victoria vaciló. ¿Qué iba a decirle? ¿Que sí lo necesitaba, desesperadamente? Supo enseguida que, a pesar de lo que sentía, no iba a confesárselo o, al menos, no en aquel momento. La vergüenza y el orgullo le impedían mirarlo a los ojos y decirle a Jack lo importante que era para ella. Y, por otra parte, intuía que, aunque lograra convencerlo de que no se marchara, el chico se arrepentiría una y mil veces de haber abandonado a Alsan a su suerte.

      No, Victoria no podía pedirle que se quedara con ella, no podía condenarlo a la soledad de Limbhad, y menos teniendo en cuenta que había sido ella la que había dejado marchar a Alsan.

      De manera que alzó la mirada y dijo:

      —No, tienes razón. No te necesito.

      Victoria creyó apreciar en los ojos de Jack una sombra de dolor y decepción; pero la voz de él sonó fría e indiferente cuando dijo:

      —Bien. Entonces, no hay más que hablar.

      Ella se sintió muy triste de pronto. Erguido, con el equipaje a cuestas y aquella expresión resuelta en el rostro, Jack parecía mayor de lo que era. Pero estaba dispuesto a marcharse, y Victoria supo que había perdido la oportunidad de retenerlo a su lado.

      El muchacho avanzó hacia la puerta y Victoria se apartó para dejarlo pasar. Sus cuerpos se rozaron y sus miradas se encontraron un breve instante. Los dos vacilaron. El tiempo pareció congelarse.

      «No debería marcharme», pensó él.

      «Le suplicaré que se quede», se dijo ella.

      Pero Jack cruzó la puerta y se separó de Victoria, y siguió andando pasillo abajo, y ella no lo llamó.

      Llegó enseguida a la biblioteca y entonces se dio cuenta de que necesitaría la ayuda de Victoria para marcharse de Limbhad. Se volvió hacia la entrada y la vio allí, silenciosa. Llevaba el báculo entre las manos.

      —Adelante –dijo ella–. Decide tu destino y acércate a la esfera. El Alma y yo haremos el resto.

      Jack vio entonces que sobre la mesa había aparecido misteriosamente la esfera de colores cambiantes en la que se mostraba el Alma de Limbhad. Titubeó. Nunca había realizado aquel viaje solo, y tampoco había decidido aún por dónde empezar a buscar a Alsan. Como había dicho Victoria, el mundo era grande.

      Jack avanzó un paso, vaciló y se volvió hacia ella.

      —Volveré con Alsan –prometió–. Y la Resistencia...

      —La Resistencia ya no existe, Jack –cortó ella–. Hazte a la idea.

      —Nunca