Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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era lo que debía hacer, y adónde debía dirigirme.

      Miró a Jack, sonriendo.

      —He pasado estos últimos meses en el Tíbet, en un monasterio budista.

      —¡Venga ya! –soltó Jack, riendo–. ¿Te rapaste el pelo?

      —No voy a contestar a eso –rió Alsan; se puso repentinamente serio–. He aprendido muchas cosas en todo este tiempo. Disciplina, autocontrol... pero, sobre todo, he encontrado la paz que necesitaba para mantener a raya a la bestia.

      —Entonces, lo has conseguido...

      —No del todo. No soy el mismo de antes, y ya nunca lo seré. Todavía me transformo a veces, cuando una fuerza superior a la mía controla mis instintos de lobo. Pero, al menos... puedo volver a ser un hombre la mayor parte del tiempo.

      Jack comprendió. Abrió la boca para preguntar algo, pero no se atrevió.

      —En cualquier caso –prosiguió su amigo–, he dejado de ser Alsan, príncipe de Vanissar. Eso se acabó para mí. Y, como mi nueva condición ya no me hace digno de seguir ostentando ese nombre y esa estirpe, he tenido que buscarme un nombre nuevo, un nombre de aquí, de la Tierra. Ahora... ahora me llamo Alexander.

      —Alexander –repitió Jack–. No suena mal, y, además, no sé por qué, te sienta bien. Te llamaré así, si lo prefieres, aunque no entiendo muy bien por qué crees que no eres digno de ser lo que eres.

      Alexander esbozó una sonrisa.

      —Porque ya no soy lo que era, Jack.

      Había amargura en sus palabras, y el muchacho decidió cambiar de tema.

      —Y... ¿cómo has conseguido encontrarme? –quiso saber.

      —Tuve un sueño... soñé contigo, soñé que estabas aquí, en Italia. Me di cuenta de que debía de ser una señal que me indicaba que ya estaba preparado para reencontrarme con vosotros otra vez. Así que vine a buscarte... y, una vez aquí, seguí mi instinto.

      —Ojalá me hubiera pasado a mí algo así mientras te buscaba –gruñó Jack, impresionado a su pesar–. Y... ¿qué piensas hacer ahora que me has encontrado?

      —Por lo pronto, reunir de nuevo a la Resistencia en Limbhad.

      —¿Para seguir buscando al dragón y al unicornio?

      ¿Cómo sabes que no es demasiado tarde?

      —Porque Kirtash sigue aquí, en la Tierra, y eso quiere decir que no los ha encontrado todavía.

      Los puños de Jack se crisparon ante la mención de su enemigo.

      —¿Cómo sabes eso?

      —Lo sé. Yo estoy preparado para volver a la acción, Jack. ¿Lo estás tú?

      Jack vaciló.

      —Eso pensaba, pero ahora ya no estoy tan seguro. Quiero decir... que antes teníamos más medios, estaba Shail, y mira cómo acabamos. ¿Qué crees que vamos a conseguir ahora? ¿Por qué piensas que será diferente?

      —Por muchos motivos. Primero, porque vamos a cambiar de estrategia. Segundo, porque, aunque hemos perdido a Shail, te hemos ganado a ti –lo miró con fijeza–, un nuevo guerrero para la causa, un guerrero que es capaz de empuñar una espada legendaria, que puede blandir a Domivat sin abrasarse en llamas, que ha triunfado donde cayeron otros más fuertes, más viejos y más hábiles.

      Jack enrojeció. No había tenido ocasión de hablar con su amigo sobre ello, pero era cierto: Domivat, la espada forjada con fuego de dragón que nadie había logrado empuñar hasta entonces, estaba ahora a su servicio, y, pensándolo bien, no entendía cómo ni por qué.

      —Y hay otra razón, Jack –prosiguió Alexander–. Sí, hemos perdido a Shail. Tú me contaste cómo sucedió mientras estaba encerrado en Limbhad. Y ahora te pregunto: ¿crees que debemos dejar las cosas así? Shail murió por rescatarme a mí y por salvar la vida de Victoria. Sería un insulto a su memoria que abandonáramos ahora.

      Multitud de imágenes cruzaron por la mente de Jack; imágenes de Shail, el joven mago de la Resistencia, siempre agradable y jovial, siempre dispuesto a aprender cosas nuevas y a echar una mano donde hiciera falta. Shail, que había liderado el rescate de Alsan en Alemania y que había muerto protegiendo a Victoria en aquella desastrosa expedición. Y el fuego de la venganza, que se había debilitado en aquellos meses, ardió de nuevo con fuerza en su corazón.

      —Sí –dijo en voz baja–. Sería un insulto a su memoria.

      Alexander asintió.

      —Entonces, recoge tus cosas. Saldremos para Madrid en cuanto estés listo.

      El corazón de Jack se aceleró.

      —¿Vamos a ir a ver a Victoria?

      —Por supuesto.

      —Pero yo no sé dónde vive –objetó el chico–, ni cómo contactar con ella.

      Alexander le dirigió una breve mirada.

      —Me he dado cuenta –dijo–. Espero por tu bien que la encontremos sana y salva, porque te recuerdo que Kirtash tenía una ligera idea de dónde vivía, su casa no era del todo segura y a ti no se te ocurrió otra cosa que dejarla sola para venir a buscarme.

      El sentimiento de culpa se hizo aún más intenso. Por un momento, Jack imaginó a Kirtash encontrando a Victoria, Kirtash secuestrando a Victoria, Kirtash... haciéndole daño a Victoria. El chico sintió que le hervía la sangre en las venas.

      Alexander malinterpretó su gesto sombrío.

      —En fin, hablaremos de ello en otro momento. Por suerte para ti, yo sí sé dónde vive Victoria. Hasta ahora yo no he estado en condiciones de ir a buscarla pero, ahora que vuelvo a ser humano la mayor parte del tiempo, no voy a perder un minuto más. Y te arrastraré de la oreja si es necesario para que vayas a disculparte.

      —No hará falta ser tan agresivo, tranquilo –replicó Jack, molesto–. Sabré disculparme yo solo.

      En el fondo, llevaba mucho tiempo deseando hacerlo.

      El timbre sonó, como todas las tardes, indicando el final de las clases. Hubo revuelo en las aulas, mientras las alumnas recogían sus cosas y salían de las clases con las mochilas al hombro.

      Victoria salió sola, como de costumbre. Cuando franqueó la puerta del edificio y cruzó el patio hacia la salida, se detuvo un momento y dejó que el sol acariciara su rostro. Era un sol suave, de mediados de septiembre, y su moribunda calidez era muy agradable. Pero a Victoria no le gustaba ver cómo, un año más, acababa el verano y llegaba el otoño... y, con él, el aniversario de la muerte de Shail.

      Sacudió la cabeza para apartar de ella aquellos pensamientos, y se agachó cerca de la salida para atarse el cordón del zapato. Próximas a ella, un grupo de chicas de su clase hablaban en susurros y soltaban risitas mal disimuladas.

      —¿Lo has visto?

      —Sí, tía, tienes razón, ¡está como un queso!

      —¿A quién esperará?

      —No lo sé, pero, desde luego, esa tiene una suerte... Victoria no les prestó atención. Los chicos no eran algo que le quitara el sueño. Tenía cosas más importantes en qué pensar, mucho trabajo por hacer y, ante todo, una misión que cumplir.

      Por eso, cuando se incorporó y cruzó el portón del colegio, estuvo a punto de pasar de largo ante el muchacho que la esperaba, un chico rubio que vestía vaqueros y una camisa a cuadros, por fuera de los pantalones, y que aguardaba en actitud despreocupada, con las manos en los bolsillos y la espalda apoyada en un árbol, sin ser consciente de los cuchicheos, las miradas mal disimuladas y las risitas que provocaba su presencia allí.

      Victoria habría pasado de largo, de no ser porque, por alguna razón, el corazón le dio un vuelco, y no pudo evitar volverse para mirarlo. El muchacho