Laura Gallego

Memorias de Idhún. Saga


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expresión de ella se endureció.

      —Yo siempre voy en serio.

      —Ya, pues, ¿sabes una cosa? Yo, no. Y llevo ya tiempo entrenando contigo y nunca te había visto con tanta mala leche, Victoria.

      Ella se relajó.

      —Sí. Sí, tienes razón. Lo siento.

      Iba a añadir algo más, pero en aquel momento la profesora señaló el final de la clase.

      Victoria no tardó ni diez minutos en salir del vestuario, ya duchada y vestida con ropa de calle. Alexander la esperaba fuera del gimnasio. La chica se reunió con él, y ambos caminaron en silencio durante unos minutos.

      —¿Qué te ha parecido? –preguntó ella al cabo de un rato.

      —Es una curiosa forma de pelear. Con los pies. No lo había visto nunca. ¿Cómo dices que se llama?

      —Taekwondo. También nos entrenan para dar golpes con las manos, pero los utilizamos menos. ¿Sabes por qué elegí esta disciplina? Por el báculo. No puedo pelear con las manos si he de sostener el báculo.

      —Tiene sentido –asintió Alexander.

      —También hice el verano pasado un curso intensivo de kendo. Te enseñan a luchar con una espada de madera, y pensé que sería útil aprender a manejar el báculo como si fuera un arma, para parar golpes y estocadas. Antes lo hacía un poco por instinto, pero ahora ya tengo una técnica.

      —Lo que más me gusta de todo esto –comentó Alexander–, es que has estado entrenando, eres más fuerte, más rápida, más resistente. Independientemente de que vayas a utilizar la magia del báculo para luchar, es bueno que seas capaz de correr rápido y golpear fuerte, si es necesario.

      —Lo sé –asintió Victoria; hizo una pausa antes de continuar, en voz baja–: Ahora que Shail no está para enseñarme a perfeccionar mi magia, tengo que aprender otra manera de defenderme.

      —Haces bien.

      Nuevo silencio. Entonces, Alexander dijo:

      —Quiero preguntarte algo, Victoria. ¿Has vuelto a saber algo de Kirtash en todo este tiempo?

      El nombre atravesó el alma de Victoria como un soplo de aire frío. Todavía recordaba con total claridad la mirada del joven asesino, sus palabras, el contacto de su piel cuando le había tomado la mano. Sabía que él había explorado su mente y que ya debía de estar al tanto de quién era ella y dónde vivía. Pero no había vuelto a verlo.

      Y, sin embargo, sabía que él andaba cerca. A veces había sentido ese estremecimiento, como si una corriente de aire helado recorriese su nuca, había percibido la mirada de hielo de Kirtash desde las sombras, pero, al volverse, no lo había visto por ninguna parte. En una ocasión lo había sentido vigilándola desde la oscuridad cuando atravesaba un parque solitario y sombrío, y se había dado la vuelta y le había gritado a la noche:

      —¡Basta ya! ¡Déjate ver y pelea de una vez!

      Pero solo había obtenido el silencio por respuesta.

      Ignoraba por qué él se comportaba de aquella forma, y muchas veces había llegado a dudar de su percepción, pensando que aquellas intuiciones eran solo fruto de su imaginación. A veces temía que Kirtash se cansase de aquel juego y decidiese que había llegado el momento de matarla, y se estremecía de miedo. En otras ocasiones, soñaba con que llegara aquel encuentro, para plantar cara y pelear, y matarle o morir luchando. Y otras veces, muchas más de las que habría admitido, ni siquiera ante sí misma, deseaba que él regresara para tenderle la mano otra vez y volviera a susurrarle: «Ven conmigo...»

      Eran sentimientos confusos y contradictorios y, por tal motivo, a Victoria no le gustaba pensar en Kirtash. Sacudió la cabeza.

      —No he vuelto a verlo –dijo–. Pero él debe de saber ya dónde vivo yo, Alexander. Si no ha venido por mí es porque no ha querido. Pero... –lo miró–, aunque haya decidido dejarme en paz, eso no os excluye a vosotros de sus planes. Quizá sería mejor que ni Jack ni tú volvierais a aparecer por aquí.

      —No es una buena idea que nos sorprenda, eso es cierto. Pero no porque debamos seguir escondiéndonos de él, sino porque, en esta ocasión, vamos a golpear nosotros primero. Y seremos más efectivos si no nos ve venir.

      Victoria lo miró sin comprender.

      —Llévame a Limbhad –pidió él–. Esta noche tendremos reunión.

      Jack salió de la ducha silbando, de buen humor. Aquella tarde, Alexander había ido a ver a Victoria a su entrenamiento de taekwondo pero, al regresar, los dos jóvenes habían estado practicando esgrima, como en los viejos tiempos. Habituado a blandir a Domivat, la espada de entrenamiento le pareció mucho más fácil de manejar, y sus propios movimientos eran más rápidos y ligeros. Con todo, llevaba demasiado tiempo entrenando solo, y le costaría volver a acostumbrarse a reaccionar ante los movimientos del rival, y, sobre todo, a anticiparse a ellos.

      Había disfrutado con la práctica. De nuevo en Limbhad, como antes. Alexander ya no era el Alsan que había conocido, eso era cierto, pero lo había recuperado de todas formas.

      Pasó por delante de la habitación de Victoria y recordó de pronto que ella no volvería a ver a Shail. Se detuvo, indeciso, sintiéndose un poco culpable por estar tan contento cuando sabía que a Victoria le faltaba algo.

      La puerta estaba cerrada. Al otro lado sonaba una música que a Jack le pareció desagradable, sin saber por qué. O tal vez no era la música, sino la voz del cantante... en cualquier caso, no le gustaba.

      Suspiró, y llamó a la puerta con suavidad.

      —Pasa –dijo Victoria desde dentro.

      Jack entró. La muchacha estaba sentada ante su escritorio, forrando sus libros de texto sin mucho interés. Había una huella de profunda nostalgia y melancolía en su mirada, que trató de borrar cuando alzó la cabeza para saludarlo con una sonrisa.

      —Hola. ¿Qué tal tu entrenamiento?

      —He perdido algo de práctica, pero no tardaré en ponerme al día. ¿Y tú? Me ha dicho Alexander que peleas muy bien.

      Ella se encogió de hombros.

      —Hago lo que puedo.

      Jack miró a su alrededor. El cuarto de Victoria había cambiado un poco en todo aquel tiempo. La novedad más destacable eran los unicornios. Había unicornios por todas partes: las paredes estaban forradas de pósters que mostraban imágenes de unicornios, las estanterías estaban salpicadas de figurillas de unicornios y los títulos de los libros que había tras ellas eran significativos: Leyendas del unicornio, El último unicornio, De historia et veritate unicornis...

      Jack no hizo ningún comentario. La búsqueda del unicornio, de Lunnaris, en concreto, había sido la misión vital de Shail, y parecía claro que Victoria estaba dispuesta a continuarla.

      Sobre una de las estanterías reposaba un largo cuerno en forma de espiral. Jack lo contempló con respeto.

      —No será un cuerno de unicornio, ¿verdad?

      —No, qué cosas dices –replicó ella, horrorizada–. Es un colmillo de narval, un tipo de ballena que tiene un diente como ese. En la Edad Media la gente comerciaba con ellos, los vendían haciéndolos pasar por cuernos de unicornio auténticos.

      —¿Y de dónde lo has sacado?

      Victoria no contestó enseguida.

      —Era de Shail –dijo por fin, en voz baja.

      Jack no insistió. Siguió mirando a su alrededor y le llamó la atención un mapamundi que colgaba de una de las paredes, pinchado con múltiples chinchetas de colores.

      —¿Y eso? –preguntó, señalándolo con la cabeza. Victoria tardó un poco en reaccionar. Jack se dio cuenta de que sus ojos tenían un brillo nostálgico, y su rostro mostraba una extraña expresión