confundirse, no puede pasar desapercibido. Se distingue por sus maneras, por su lenguaje, por sus gustos, por sus inclinaciones y hasta por su aspecto, y si no hubiera de acusársenos de exagerados, diríamos que se les conoce hasta en la sombra que proyectan.
¿No es esto verdad?
Serian dignos de compasion si no fuesen dichosos, porque á pesar de lo mucho que en ocasiones sufren, creen que representan un gran papel, sienten halagado su amor propio, y son así felices.
Los que no tienen talento, ni corazon, ni vergüenza, son dichosos; esto nadie lo ignora.
La criatura cursi tiene corazon, pero nada más, y el corazon, sin el compensador unas veces de la inteligencia, y otras de la dignidad ó de la voluntad, sin algunas virtudes; el corazon, repetimos, es como la barquilla sin timon, velas ni remos, que flota á merced del revuelto oleaje y concluye por sumergirse ó estrellarse en las rocas.
Vamos á concluir, porque ya hemos dicho bastante para advertencia ó aclaracion.
Particularmente la mujer de la clase que intentamos retratar, tiene un porvenir bien triste, pues por las condiciones de su carácter y por las circunstancias de su manera de vivir, se acerca, aunque lentamente, á un abismo, sin que de ello se aperciba hasta que está en el fondo de donde no puede salir. El niño que corre tras la mariposa, cree que un paso más no tiene importancia, y paso tras paso se aleja tanto, que cuando quiere volver á su hogar no encuentra el camino.
Así van, lo mismo el hombre que la mujer, hasta el último extremo de todos los extravíos, y hasta el crímen.
Y aquí principia nuestra historia.
Las nueve de la noche habian dado.
El mes de Julio principiaba.
En Madrid, en Julio y á las nueve de la noche, el calor sofoca bastante para que se comprenda cómo los que habitan cerca del Ecuador pasan la existencia en dulcísima ociosidad, y á trueque de no moverse se resignan á no comer.
Dicen que la ociosidad es madre de todos los vicios; pero nos parece que este refran no es aplicable con exactitud á todos los climas.
Permítasenos creer que en los países donde la temperatura es muy elevada, la ociosidad, en vez de ser madre de todos los vicios, es fuente de todas las delicias.
Salvo algunas calles, no más que algunas del centro de la Villa tres veces coronada, se veian en las demás muchas criaturas que se habian acomodado en las aceras para aspirar el ambiente, si no fresco, al ménos puro de la noche, y decimos puro, en cuanto es posible en una poblacion como Madrid, donde respiran y bullen sin cesar más de trescientas mil personas.
Abiertos estaban todos los balcones, y abiertas de par en par las puertas de los cafés y horchaterías.
Los afortunados que pueden ir en coche, recostábanse indolentemente sobre los blandos almohadones de sus vehículos, y los que no tienen otros medios de locomocion que sus piés, iban y venian flojamente, y de vez en cuando sacaban el pañuelo para limpiar el sudor que corria por sus rostros.
Ya estaba el Prado lleno de paseantes, jóvenes en su mayoría, exhibiendo las mujeres sus encantos y mirando á los hombres como si con los ojos dijesen:
—Cualquiera de esos me conviene para marido, pues lo que importa es casarse.
Por desgracia, son muchas las mujeres que no piensan de otra manera en el casamiento.
En cambio ellos, á la vez que se extasian contemplando tanta belleza, parece como que andan recelosos y sobrecogidos por el temor de que alguna de aquellas mujeres consiga lo que desea.
Tambien vagaban algunas personas por los jardines de Recoletos, y algunas parejas, buscando la soledad y la sombra, entregábanse á las delicias de un amor misterioso.
Todo esto y mucho más tendremos ocasion de examinarlo detenidamente; pero ahora es preciso que abandonemos las calles y paseos, para introducirnos en la vivienda de doña Robustiana del Peral, tipo que por ser raro es digno de nuestra atencion.
¿No habeis visto nunca personas que se complacen en que se casen sus amigos, y trabajan sin descanso para conseguirlo así?
De seguro habreis visto alguna, y si habeis sospechado que algun mezquino interés las movia, os equivocásteis.
Hay personas, particularmente mujeres, que no teniendo otra cosa que hacer, se ocupan en arreglar casamientos, y cada vez que arreglan uno, gozan y se consideran felices.
Como no se ocupan de otro asunto, como á todas horas piensan en lo mismo, acaban por ser maestros consumados, tienen habilidad prodigiosa para vencer todos los inconvenientes, y rara vez sufren una derrota.
Doña Robustiana era el tipo perfecto de las casamenteras, y ocupaba la posicion social que casi todas las casamenteras ocupan.
Tenia cincuenta y ocho años, era viuda, y no habia conseguido encontrar segundo esposo.
Parece que despechada debió complacerse en que ninguna mujer se casase; pero le sucedió todo lo contrario y se hizo casamentera, obteniendo grandes triunfos, á pesar de que habia tenido que luchar con hombres opuestos al matrimonio hasta por instinto.
Disfrutaba la viuda una pension de seis mil reales, y era dueña además de algunos bienes, con lo cual podia vivir cómoda y decorosamente, y así vivia, y su fortuna era por muchos envidiada.
Aseguraban todos los amigos de doña Robustiana, que el trato de esta era el más agradable del mundo.
La verdad es que ella tenia para todos palabras muy benévolas, y ponia todo su cuidado en prodigar alabanzas á cuantas personas conocia.
Estaba algo envanecida con lo que ella llamaba su talento, con su posicion, y sobre todo con sus antecedentes, de que hablaba con frecuencia.
Tenia doña Robustiana una hija, á quien no hay que decir que habia conseguido casar; pero la hija se encontraba en el archipiélago Filipino, adonde habia ido con un regular empleo su esposo.
De vez en cuando suspiraba tristemente la viuda, y se lamentaba de su soledad; pero se consolaba con sus muchos amigos.
Como se habia propuesto pasar la vida todo lo más agradablemente posible, en vez de frecuentar los teatros y los paseos, habia hecho todo lo posible para que su casa fuese el punto de reunion de unas cuantas familias.
Allí pasaban estas el tiempo sin sentir, segun decian, entregándose unas veces á la inocente distraccion de los juegos de prendas, otras á la lotería, y tambien á las delicias de la música, pues doña Robustiana, entre otras cosas de sus buenos tiempos y de sus pasadas glorias, conservaba un piano.
El armonioso instrumento contaba una respetable antigüedad; estaba desafinado casi siempre, pero bueno era para las manos que habian de mover sus teclas.
Con este sistema de vida, la viuda tenia muchas ocasiones para entregarse á su goce favorito de hacer casamientos.
Esto, más que nada, era un atractivo para las jóvenes que aspiraban al lazo del matrimonio, y atractivo tambien para las madres que á toda costa querian casar á sus hijas, aunque fuese con el moro Muza y sólo por el placer de poder decir que habian tenido bastante habilidad para casarlas.
Despues tocaban los inconvenientes; pero ¿qué importaba esto? Las habian casado, y si el matrimonio constituia la desgracia de los dos cónyuges, arreglábase todo muy bien con lamentarse, sin que la madre quisiese aceptar la responsabilidad de la desgracia de la hija, sino que, por el contrario, decia:
—No es mia la culpa, pues nunca me agradó que se casase con semejante hombre; pero ella se empeñó, y consentí para evitar escándalos y que la justicia tuviese que intervenir para que el resultado fuese el mismo.
Tampoco esto menguaba el crédito de la casamentera, pues de todos modos quedaba probado que en aquella casa se hacian casamientos, y esto era lo más interesante para las que á toda costa querian marido.
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