Ramón Ortega y Frías

La Gente Cursi: Novela de Costumbres Ridículas


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con mujeres pobres? El verdadero amor no repara en estas pequeñeces. Yo soy jóven, bella y elegante, y esto es todo lo que necesito.

      Desde que estas reflexiones se hizo Paquita, triplicó el número de sus adornos, porque creyó que así su belleza seria más interesante, y algunos dias disminuyó considerablemente su alimento para poder comprarse una cinta ó cualquiera bagatela por el estilo.

      —La ropa se ve,—decia,—y lo que uno ha comido nadie lo sabe. En este pícaro mundo las apariencias lo hacen todo.

      No pensó Paquita que por el hilo se saca el ovillo, y que hay ciertas cosas que no pueden ocultarse á la mirada inteligente de los hombres que conocen el mundo.

      Alfredo creyó llegado el instante de hacer una prueba decisiva, y al dia siguiente del en que hemos asistido á la agradable reunion de los amigos de doña Robustiana, Paquita tuvo la satisfaccion de que el hombre rico la siguiese desde el Prado por la calle de Alcalá.

      —Mamá,—dijo la niña,—es preciso absolutamente hacer un sacrificio más, porque tal vez de este sacrificio depende mi porvenir.

      —Siempre me pedirás algo que cueste dinero.

      —Pero que hemos de disfrutar las dos.

      —¿Y qué deseas?

      —Entrar en el café.

      —¿Y no has pensado?...

      —He pensado en todo.

      —Ya veo que te sigue ese hombre.

      —Quiero hacer una prueba, mamá.

      —Y luego tu padre...

      —No hables tan alto, que todo el mundo te oye.

      —Iremos al café; pero habrás de contentarte con un chico de leche merengada.

      —Eso es muy ordinario, y cuando Alfredo lo vea...

      —Pues, hija, el sorbete cuesta dos reales, y si además te empeñas en tomar barquillos...

      —Pues es claro.

      —¿Sabes cuánto dinero llevo en el bolsillo?

      —Ni me importa saberlo,—replicó la jóven con aspereza.

      Y luego se volvió, desplegó una sonrisa, y lanzó al calavera una mirada que hubiera podido calcinar una piedra.

      Ya ves, lector, que somos justos, y reconocemos á Paquita el mérito de sus tentadores ojos.

      La madre seguia refunfuñando; pero entraron en el café del Iris.

      Con aire casi majestuoso atravesó Paquita el primer departamento.

      Todos los hombres la miraban, pero ella no miraba á ninguno, porque suponia que Alfredo la seguia y la observaba.

      Paquita llevó su severidad hasta el punto de hacer un gesto de desagrado cuando algun atrevido le decia que era bella ó que con sus ojos iba esclavizando corazones.

      A la madre le desagradaba mucho que los hombres fuesen tan audaces.

      Sentáronse.

      Pocos momentos despues, y junto á la mesa inmediata, se sentó Alfredo.

      Entonces fué cuando la madre de Paquita pudo examinar al pretendiente, y sin que ella supiese por qué, la desagradó mucho.

      ¿No era un hombre rico, segun ella misma ambicionaba para su hija, y además de buena educacion y distinguidas maneras?

      Esta pregunta se la hizo la buena señora; pero no fué bastante para que se tranquilizara.

      El instinto de madre le decia la verdad.

      En los ojos de Alfredo habia algo repulsivo para la madre de Paquita.

      Las miradas del seductor eran para la jóven halagüeñas hasta el último extremo: pero á la madre le producian el mismo efecto que la mirada fascinadora de la culebra.

      El mozo se acercó.

      Las dos mujeres pidieron helados, y mientras los saboreaban dijo la madre:

      —Ese hombre no me gusta.

      —¿Y por qué?—preguntó Paquita.

      —No acierto á explicarlo.

      —Basta que me guste á mí para que tú lo encuentres mal.

      —Si estuviese aquí tu padre...

      —Seria de tu opinion y de la mia, porque ya conoces su sistema.

      —Sí, lo conozco demasiado bien.

      —Déjame ahora, que necesito observar.

      La madre se resignó y calló.

      Entre Paquita y Alfredo cruzáronse miradas elocuentes, tan elocuentes que se entendieron sin necesidad de hablarse.

      Así pasaron más de una hora.

      Eran cerca de las diez, y determinaron volver á su casa, porque la jóven no queria mortificarse contemplando los vestidos y adornos de gran valor de doña Cecilia y Adela.

      Además, la visita no tenia ningun objeto de verdadero interés, pues desde que el nuevo pretendiente se habia presentado, para nada necesitaba Paquita los buenos oficios de doña Robustiana.

      Sin necesidad de esta, aquella tendria marido.

      Tambien se evitaria el disgusto de que la casamentera le hablase de las grandes ventajas que le ofrecia su union con Juanito.

      Aunque este contase con recursos para vivir desahogadamente, segun él decia, no era tan rico como Alfredo, ni pertenecia al gran mundo.

      ¡Brillar en el gran mundo!

      Esto era la suprema dicha.

      Mientras Paquita lanzaba miradas ardientes al seductor, hacia lo mismo que la lechera de la fábula, y ya le parecia verse en los salones de la alta sociedad, cubierta de seda y de joyas, siendo la envidia de las mujeres y la admiracion de los hombres, y mirando con desden á todos los tertulianos de doña Robustiana.

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