Ramón Ortega y Frías

La Gente Cursi: Novela de Costumbres Ridículas


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propio, se evitarian muchas desgracias; pero á los veinticinco años, y particularmente á los treinta, muchas mujeres se casan con cualquier hombre, sólo por casarse, para probar que ha habido quien fije en ellas la atencion, para no representar, en fin, el papel de solteras rancias, papel que les hace sufrir más que todas las desgracias, más que todos los tormentos.

      Si no para todas, para algunas mujeres el celibato á cierta edad es mil veces peor y más horrible que la deshonra, ó de otro modo, es para ellas una deshonra de cierto género, deshonra que pueden sufrir, pero que no aceptan y con la que jamás se resignan.

      A cierta edad, dice una mujer:

      «Soy casada, soy viuda.»

      Pero decir que es soltera, tener que pronunciar esta palabra terrible, le cuesta más trabajo que hubiese podido costarle á Luis XIV decir que se habia equivocado.

      Por supuesto, que todas ellas aseguran que no se han casado porque no han querido, y que les parece preferible su estado honesto, la pícara doncellez que las agobia como una montaña de plomo.

      Esto dicen, porque la boca ha de servir para algo, siquiera para mentir.

      Consiste todo esto en que muchas mujeres no han comprendido que pueden representar un gran papel sin casarse, porque en este mundo hay algo más que hacer que entregarse á las dulzuras y amarguras del matrimonio.

      No es la culpa de ellas solamente, sino tambien de la sociedad, que ha querido echar sobre la mujer la carga de todos los deberes, sin reconocerle ningun derecho.

      Debemos ser justos y reconocer que es bien triste la suerte de la mujer.

      Esta tiene inteligencia y sobrado corazon; pero ¿de qué le sirve?

      Dadme dinero y prohibidme que lo gaste, y como si no me lo diéseis.

      A la mujer todo le está prohibido, absolutamente todo. No se la permite más que casarse, y aun esto cuando la solicitan, y por consiguiente no puede pensar en otra cosa, á nada más aspira, y es capaz de cometer todo género de locuras para ver realizada su única aspiracion.

      No, no escribimos contra vosotras, pobres mujeres, sino contra la sociedad, que es la verdadera responsable de casi todas vuestras faltas, vuestras debilidades ó extravíos; pero si en ciertas cuestiones llegais á la exageracion, si en momentos de ceguedad sacrificais vuestra dignidad á vuestro amor propio, si descendeis desde la sublimidad de vuestros delicados sentimientos á la triste realidad de todas las vulgaridades, de todas las pequeñeces, de todas las necedades, entonces cumplimos nuestro deber y os advertimos que os extraviais, por más que la advertencia os desagrade.

      Habeis nacido para representar un gran papel, para ejercer en los destinos del hombre una gran influencia, y nos duele mucho que no aprovecheis vuestra ventajosa situacion, pues no parece sino que en muchas ocasiones se empeña en ser esclava la que ha nacido para señora absoluta.

      Hemos dicho que doña Robustiana del Peral tenia cincuenta y ocho años, y si más tenia, ella no confesaba más.

      Ahora completaremos su retrato, pues no lo hemos hecho más que de la parte moral, y es preciso que lo hagamos tambien de la física.

      De escasa estatura era doña Robustiana; pero en compensacion era excesivamente gruesa, y el exceso de robustez, ayudando al tiempo en sus naturales estragos, habia hecho que desapareciesen las primitivas formas de la viuda.

      Entre sus abultadas megillas desaparecia casi completamente su nariz, corta, ancha y aplastada, y escondíanse sus ojos, muy pequeños, redondos y, que ya habian perdido el brillo del fuego de la juventud.

      Escasísima era la cabellera, en otro tiempo de color castaña, de la viuda; pero todo se arregla en este mundo, y con un añadido en la parte posterior de la cabeza y algunos otros mechones convenientemente colocados, quedaba la viuda peinada admirablemente por mano de su peinadora.

      En la forma del peinado veíanse lo que pudiéramos llamar reminiscencias de pasadas y olvidadas modas; pues doña Robustiana no transigia fácilmente con todo lo moderno.

      Aún conservaba algunos vestidos de los últimos años de su matrimonio, y aunque reformados, tenian el sello inequívoco de la antigüedad, resultando, que cuando la viuda queria vestirse bien en los dias de fiesta, ó ciertas noches para recibir á sus amigos, presentaba una figura bien extraña por cierto, extravagante, casi grotesca, y pudiera decirse que sin más trabajo que retratarla con toda exactitud, se hubiera tenido una caricatura.

      Era muy aficionada á cargarse de adornos, y se los ponia de todas clases. La cofia ó toquilla, ó como quiera llamarse, que cubria su cabeza, estaba cubierta de encajes y lazos de vivos colores.

      Adornaban su cuello y su pecho, cintas y relumbrantes cadenas, grandes medallones y el reloj de repeticion que le habia regalado su difunto esposo durante la luna de miel.

      Así ataviada, sentábase la viuda en un ancho sillon, y mientras que con la mano derecha agitaba un abanico, con la izquierda acariciaba el ancho lomo de un gatazo rubio, que se le colocaba en el regazo, durmiendo allí y contagiando con su sueño á su señora.

      El gato no servia para cazar ratones; pero doña Robustiana lo tenia en gran estimacion, siquiera porque el invierno al acostarse lo colocaba en su cama para que le calentase los piés.

      Los muebles eran tan antiguos como la ropa y como las costumbres de doña Robustiana, pues esta, sin querer transigir con lo moderno, almorzaba, lo mismo que habian hecho sus padres, antes de las ocho de la mañana, comia á las dos de la tarde y cenaba apenas anochecia.

      Lo único moderno que habia en aquella casa era la sirviente, que no tenia más de veinte años, y era bonita, alegre, demasiado alegre quizá, viva, habladora, aficionada á toda clase de enredos y embustera hasta lo inconcebible.

      Si estas cualidades hubieran podido ser apreciadas por la viuda, la sirviente habria tenido que buscar nuevo acomodo; pero esta era muy hábil para fingir, y aquella no pudo comprender la verdad.

      Juana, que así se llamaba la sirviente, tenia un novio, del que nos ocuparemos oportunamente, y aspiraba á casarse, aunque para conseguirlo así no llevaba el mejor camino.

      Cuando el ama y la criada estaban solas, no se oia en la casa más ruido que el de la voz fresca y aguda de la sirviente, que cantaba con envidiable alegría y como quien es completamente feliz.

      No falta decir sino que la casa en que habitaba la viuda estaba en la calle del Ave-María.

      Recordaremos que habian dado las nueve y que el calor era sofocante.

       Los amigos de doña Robustiana.

       Índice

      Encontrábase la señora del Peral en un gabinete y sentada junto al balcon, agitando su abanico, sudando y contemplando el puro horizonte cuajado de estrellas.

      Apoyaba los piés en un pequeño taburete, y allí habia hecho que se colocase su amado Morito, ó lo que es igual, el gatazo rubio, porque en la falda le daba demasiado calor.

      En el centro de la habitacion habia una mesa con cubierta de paño verde, y sobre la mesa un quinqué con pantalla bastante grande y de color oscuro.

      Debajo de aquella mesa, y en las noches de invierno, colocábase el brasero, los tertulianos de doña Robustiana introducian las piernas por debajo del luengo tapete, apoyaban los brazos en la mesa y jugaban á la lotería, cuando no se tocaba el piano ó no habia quien propusiese algun juego de prendas.

      En el verano hacian lo mismo, aunque no tenian que buscar el calor del brasero.

      Doña Robustiana habia cenado, es decir, estaba bien preparada para toda la noche, y aguardaba con impaciencia á sus amigos.

      Una campanilla resonó.

      Juana,