dos mujeres.
La una vieja y la otra jóven.
La primera flaca, consumida, asmática y de color bilioso.
La segunda tampoco tenia que deplorar el exceso de robustez; pero gracias á los algodones, crinolinas, aceros y ballenas, presentaba formas medianamente regulares de mujer.
Lo mismo que sus formas, era mentira su color, pues á la naturaleza le habia parecido bien hacerla morena, y ella se habia convertido en blanca.
Si la jóven no era lo que parecia, parecia algo bastante agradable, pues en realidad no carecia de belleza, y sobre todo de gracia, y tenia suficientes atractivos para hacer que en ella se fijasen las miradas de los hombres.
Sonreia constantemente, no sabemos si para hacerse agradable ó para lucir la blanca dentadura que le habia dado la naturaleza.
No era menester más que mirarla para comprender que era de carácter vivo y alegre.
Donde ella se encontrase, segun doña Robustiana y sus amigos decian, no era posible la tristeza.
Con tales condiciones, debia suponerse que encontraria pronto un marido, con tanta más razon, cuanto que la viuda se habia declarado sobre este punto su protectora.
Tenia además muchas habilidades, pues cantaba, aunque sin saber música, graciosas canciones del género andaluz, y con pretensiones de actriz recitaba los mejores trozos de las comedias sentimentales.
Además, ella tenia la pretension de vestir con mucho gusto, con mucha elegancia, y creia firmemente que por todas partes iba encendiendo corazones.
Sus padres habian tenido la desgraciada ocurrencia de bautizarla con el nombre de Francisca; pero todos la llamaban Paquita, y sólo así pudo ella resignarse con nombre tan vulgar.
Llevaba un vestido de una de esas telas que no tienen nombre, que son muy vistosas, que cuestan muy poco, y que en realidad valen mucho ménos de lo que cuestan.
No sabemos con cuántos volantes, rizados, lazos y otros adornos, iba cubierto el vestido.
Lo habia estrenado aquella tarde, lo habia lucido en el Prado, y luego en el café, y pensaba dar el último golpe de efecto en la tertulia. Para conseguirlo así se presentaba más tarde que de costumbre, suponiendo que encontraria ya reunidos á todos los amigos de la viuda.
Ya sabemos que Paquita se equivocaba y que tenia que sufrir un desengaño, puesto que no habia de encontrar más que á doña Robustiana y á su Morito.
La madre de Paquita, medio ahogada por haber subido la escalera, empezó á toser, y como si perdiese el equilibrio, extendió un brazo y se apoyó en uno de los hombros de su hija.
—¡Jesús, mamá!—exclamó esta, desviándose bruscamente.
—¿Qué te pasa?—preguntó la madre cuando pudo hablar.
—Pues no parece sino que yo sea un guardacanton... Mira cómo me has puesto la puntilla del fichú.
—Pues, hija mia, con los viejos hay que tener paciencia, y debes considerar que primero es tu madre que tus moños y pelendengues. Por tí sufro todo esto, pues yo estaria mejor en casa, aunque allí tampoco me falta que rabiar con la calma de tu padre.
—¿Piensas armarme una escena?
—Mira, niña, si has creido que voy á tolerar todas tus desvergüenzas...
—Pero, mamá, con tu genio nos pones en ridículo.
—Eso es, porque no dejo que me maltrates.
Este delicioso diálogo sostenian en el recibimiento y mientras se quitaban y colgaban en una percha las mantillas.
Juana, con una lamparilla en la mano, permanecia inmóvil, sonreia maliciosamente, y como no podia estar mucho tiempo callada, dijo á Paquita:
—Vamos, señorita, no se enfade usted con su mamá.
—Pues esto no es nada,—repuso la biliosa madre;—habia usted de verla en casa.
—Ahora puedes decir que soy una fúria, y con la buena fama que tú me des...
—La que mereces.
—¿Ha venido alguien?—preguntó Paquita á la sirviente.
—Nadie todavía.
Hizo la jóven un gesto de disgusto; pero como tenia la costumbre de decir siempre lo contrario de lo que sentia, murmuró:
—Me alegro.
Y haciendo crugir la pomposa falda y balanceando la cabeza, atravesó con paso firme y altivo continente algunas habitaciones, hasta llegar al gabinete donde se encontraba doña Robustiana con su amado Morito.
La madre siguió como mejor pudo á la hija.
—¡Ah!...—exclamó la viuda, poniéndose en pié.
El gato levantó la cabeza perezosamente, relamióse, cambió de postura, y volvió á dormirse.
Resonaron no sabemos cuántos besos, cruzáronse las palabras más cariñosas, y las tres amigas se sentaron.
Doña Robustiana, cumpliendo su deber, principió por dirigir mil alabanzas á Paquita, hablándole además del vestido nuevo, preguntándole cuántas varas de tela habia empleado y cuánto le habia costado:
Paquita respondió á todo, mintiendo segun su antigua costumbre.
La madre se quejó del calor, de los nervios y de la imperturbable calma de su marido, y como cosa que viene de molde, habló del genio insufrible de su hija.
A tal punto llegaban de la conversacion, cuando nuevamente resonó la campanilla.
—¿Quién será?—preguntó la madre de Paquita.
—Siento que nos interrumpan,—dijo doña Robustiana,—porque ahora iba á darles á ustedes una noticia de interés.
—Tendremos paciencia, y luego será.
Otras dos señoras se presentaron: otra madre con su hija, tipos opuestos á las que hemos dado á conocer.
La primera, que apenas tendria cincuenta años, era excesivamente robusta y con formas tambien excesivamente desarrolladas.
La cara, de color rojo amoratado, era más ancha que larga, y estrecha y deprimida su frente, grande su boca, y extremadamente gruesos los labios.
La nariz casi no merecia este nombre, pues más que nariz parecia un trozo de remolacha colocado sobre la boca.
Sus pequeños ojos, de color indefinible, carecian de pestañas.
Copioso sudor corria por sus megillas.
Apenas podia respirar, y muy trabajosamente agitaba el abanico de descomunal tamaño y de vivos colores.
A pesar de su fealdad, no era desagradable, pues sin cesar sonreia como pueden sonreir los querubines, y en su semblante se revelaba una candidez y una benevolencia sin igual.
Vestia lujosamente, pues toda su ropa y adornos eran de bastante valor; pero al mirarla era preciso acordarse de la fábula de la mona que se vistió de seda.
La segunda, es decir, la hija, se parecia mucho á la madre, era tambien rechoncha, prodigiosamente desarrollada y de abultadas formas, que es lo mismo que decir que era una mujer compuesta de diversos y grandes bultos, sin que el emballenado corsé pudiese apenas contener ó disimular tan colosales protuberancias.
Esto era una desgracia de gran consideracion, porque entre otros inconvenientes, presentaba el de que sólo con mucho trabajo podia mirarse los piés la jóven.
Tambien la candidez se pintaba en su semblante.
La robustez no tiene que ver nada con la sensibilidad, y por más que