con el producto de un modesto empleo; pero él aseguraba que recibia de sus parientes cantidades de consideracion, que se disipaban sobre el tapete verde y en otros excesos.
Llamábase Juan, y por su desgracia no tenia derecho al apellido de Tenorio, sino al de Gonzalez.
No era posible que el imberbe Juanito engañase al mundo, pues ninguna habilidad tenia para representar su papel.
Ni siquiera habia sospechado que al hacerse el calavera se ponia en ridículo, sino que, por el contrario, creia firmemente que todos lo miraban como puede mirarse á un verdadero don Juan.
A pesar de esto, escuchaba humildemente las órdenes que sus jefes le daban, no se atrevia á faltar á la oficina, y con la mayor prudencia evitaba cualquiera cuestion que pudiera tener un término desagradable.
A Juanito le sucedia lo que desgraciadamente le sucede á muchas criaturas, empeñándose en ser todo lo contrario de aquello para que han nacido, con lo cual resulta que no se llega á ser nada.
Los que tienen el buen talento de aprovechar sus disposiciones naturales, consiguen más ó ménos tarde hacer su fortuna.
El jóven era débil, y se empeñaba en ser fuerte; era tímido, y queria aparecer valeroso; tenia un corazon sensible, y se esforzaba para obrar como descorazonado.
¿Qué habia de conseguir en el mundo?
Empeñarse en ir contra la naturaleza, es una estupidez ó una locura.
Despues de Juanito fueron otras personas.
Casi todas ellas llevaban el bolsillo, vacío y la cabeza llena de tonterías.
El piano se abrió para que tocase un jóven que hacia sus estudios en el Conservatorio, y que tenia pretensiones de artista.
Despues de muchos ruegos se dignó Paquita cantar, moviendo mucho la cabeza y poniendo los ojos en blanco.
Eduardo habló con Adela.
Doña Cecilia se ocupó de la honradez de su difunto marido.
La madre de Paquita murmuró sin cesar, y por fin se decidió jugar á la lotería.
Esto les pareció muy bien á los unos y muy mal á los otros; pero todos se colocaron al rededor de la mesa, y sobre esta se extendieron los cartones.
No queremos describir con todos sus detalles esta escena.
Doña Robustiana los observaba á todos con disimulo y atencion profunda, no para coartar la libertad de nadie, sino para recoger datos que podian serle de mucha utilidad.
Más de una vez viéronse las mejillas de Adela rojas como si fuese á brotar la sangre.
Eduardo, como todo hombre pensador, se distraia muy á menudo y dejaba de apuntar, con perjuicio de sus intereses.
Paquita, excesivamente nerviosa, arrugaba con frecuencia el entrecejo, palidecia, hablaba con voz insegura, y habia momentos en que parecia que era presa de un malestar inexplicable.
El jóven que estaba á su lado se turbaba tambien.
Y doña Robustiana, que se habia puesto sus lentes, continuaba imperturbable sacando bolas y diciendo números.
Combináronse ambos y ternos, ganaron los unos y perdieron los otros, y como el calor era sofocante, todos acabaron por languidecer y el juego terminó.
Otra vez se abrió el piano.
Doña Robustiana aprovechó entonces la ocasion para hablar en voz baja con Eduardo, ponderando las cualidades de Adela.
A las doce de la noche se disolvió la reunion.
Al salir Eduardo dirigió á la criada picantes galanterías.
Cuando estuvieron en la calle, suspiró Adela y exclamó:
—¡Ay, mamá!
—¿Qué te sucede?—preguntó doña Cecilia.
—¿No le parece á usted que Eduardo es un hombre sublime?
—Sí; pero habla de una manera que no lo entiendo.
—Su elocuencia no puede estar al alcance de usted.
—Ya ves, hija mia, yo me he criado entre otra clase de gente.
—Es preciso que olvide usted eso, mamá.
—Tú has pasado bien la noche, y esto es lo que me importa.
—Sí, muy bien... ¡Qué noche!... No la olvidaré jamás.
Y Adela suspiró, no suavemente, sino pon toda la fuerza de sus vigorosos pulmones.
Entre tanto, Paquita y su madre sostenian un diálogo de muy distinto género.
—Te advierto,—decia esta con tono de muy mal humor,—que no quiero que te distraigas cuando juegas.
—No sé si me he distraido.
—¿Y qué te decia el señor de Montalban cuando temblabas?
—Mamá, yo no he temblado.
—Paca, hay ciertas cosas...
—Déjame en paz.
—Tendré paciencia como siempre.
—Yo tambien necesito mucha.
—¿De qué puedes quejarte?
—De mi pícara suerte, porque paso el dia trabajando y sufriendo tu genio, y cuando llega la hora del descanso se me presenta esa tonta de Adela cargada de joyas para recordarme mi pobreza; pero poco he de poder, ó tomaré venganza.
—Si tienes esperanza en la lotería lo mismo que tu padre...
—La tengo en mi talento.
—Entiendo, Paca, entiendo: lo dices por ese buen mozo que antes nos ha seguido.
—No ha sido esta noche la primera vez.
—¿Pero quién es ese hombre?
—Un capitalista.
—¡Un capitalista!
—Y Dios mediante, no se me escapará.
—Siempre estás soñando con el dinero.
—¿Quieres que me resigne á vivir como vivo?
—Me parece que tienes que comer, que te presentas decentemente...
—Sí, con un vestido de relumbron, con algunos lazos que no valen una peseta...
—Pero...
—Y poco ménos que sin camisa, pues ya sabes que no me queda más que una, y para lavarla tengo que pasar una noche sin dormir.
—Más vale pobreza con honra, que riquezas con deshonra.
—No me parece deshonra el casarse con un hombre rico.
—Si lo consiguieras...
—Allá veremos.
—Por de pronto tenemos que pensar...
—Sí, en el casero, que no nos deja vivir; en el carbonero, que se desvergüenza cada dia, y en el aguador, que armará veinte escándalos.
—La culpa la tiene tu padre con su cachaza. Como á él nadie le molesta...
—La culpa la tiene la pobreza con honra que á tí te parece tan bella.
—Cuidado, Paca...
—Antes que seguir representando el papel que represento, prefiero la muerte.
Paca y su madre llegaron á su casa.
Abrieron, encendieron un fósforo y subieron hasta el