en su pobre habitacion, cuyo miserable aspecto contrastaba con los volantes, puntillas y lazos que adornaban á la jóven.
El padre cachazudo, que se habia quedado en casa, dormia ya profundamente y con la tranquilidad de las almas justas.
Una jícara de chocolate sirvió de cena á la madre y á la hija.
Esta se desnudó, arregló su cama con un pobre colchon en el suelo, y se acostó para soñar con el dinero del capitalista buen mozo.
Despues de sueño tan agradable, la realidad debia ser bien triste, debia parecerle doblemente horrible.
Entre tanto, Adela y su madre habian devorado un trozo de jamon y dos chorizos, y se habian acostado en mullidos lechos, para roncar estrepitosamente.
Si Adela soñaba, veia al sublime Eduardo junto á una mesa y escribiendo sentidos versos.
En cuanto á la mesa, no se debia equivocar la sensible jóven, porque efectivamente, Eduardo se encontraba entonces junto á una mesa, entre una docena de tahures, viendo cómo los naipes caian sobre el tapete y esperando la ocasion de levantar un muerto, que le permitiese almorzar al otro dia.
El fingido calavera habia dicho que pensaba ir al casino y pasar allí jugando el resto de la noche; pero se fué á su pobre morada, desnudóse, se santiguó devotamente y se acostó, para poder levantarse al otro dia á la hora de ir á su trabajo.
La verdad es, que si Juanito se hubiese casado con Paquita, tal vez habrian sido dichosos; pero ella queria un hombre rico y él soñaba con novelescas aventuras, cuyo término fuese el amor de alguna ilustre dama.
Doña Robustiana cenó en compañía de su gato, y trazó su plan para que al ménos Adela consiguiese casarse con el sentimental Eduardo.
Todo esto, que parece poco, entrañaba mucho y debia producir las más graves consecuencias.
¿Qué suerte estaba reservada á las dos jóvenes en quienes particularmente hemos fijado la atencion?
Ambas estaban, como suele decirse, fuera de su centro, se habian empeñado en realizar un absurdo, y no debian esperar nada bueno.
En cuanto á Juanito, era tambien digno de compasion, porque sus estúpidas pretensiones debian producirle más de un sério disgusto.
CAPÍTULO III
La paloma y el gabilan.
El buen mozo de quien habia hablado Paquita, era efectivamente dueño de una gran fortuna, que habia heredado y que disfrutaba, ó más bien disipaba para sostener toda clase de vicios, para satisfacer todas sus pasiones.
Se habia educado, como por desgracia se educan en España muchos de los que nacen en la opulencia, acostumbrándose á la ociosidad y sin contrariarse una sola vez en su vida.
Pertenecia á una familia ilustre, estaba relacionado con lo que se llama el gran mundo, y representaba, en fin, un papel deslumbrador.
Todo esto significa que era uno de esos calaveras de buen tono, que por más que hayan llegado al último punto de la depravacion, como son ricos, son respetados por todo el mundo, y fácilmente consiguen, no sólo la indulgencia de la sociedad, sino el perdon absoluto de sus criminales extravíos.
Si el capricho de muchas mujeres le habia obligado á derramar el oro á manos llenas, los caprichos suyos habian hecho derramar muchas lágrimas á otras infelices.
—Así se compensa todo,—decia indiferentemente el aristocrático calavera,—pues lo que me cuestan las unas me lo pagan las otras, y si me acusan las que han sufrido por mí, yo tengo el derecho de acusar á las que me han explotado, y tal vez me arruinen algun dia.
No es menester decir más para dar á conocer con toda exactitud al opulento jóven.
Por lo demás, sus ideas eran las del más perfecto caballero del siglo XVI, y creia que el hombre no se deshonra sino uniéndose á una mujer de plebeyo orígen.
Estaba dotado de muy clara inteligencia, era fecundo su ingenio, y en cuanto á su valor lo habia probado muchas veces con la más fria serenidad, y ante el peligro de perder la existencia.
Batirse era para él una cosa muy sencilla, y la disputa de ménos importancia la hacia cuestion de honor.
¡Pobre Paquita!
¿Qué debia sucederle con un hombre así?
El calavera, hijo mimado de la fortuna, para que nada pudiese desear, estaba dotado de una belleza varonil nada comun, y que en ciertas situaciones debia ejercer grandísima influencia en las mujeres.
Jóven, hermoso, rico y valiente, ¿cómo habia de resistirle ninguna infeliz?
Tenia la guerra declarada á las mujeres de cierta clase, á esas que se empeñan en salir de su centro, en aparentar que son lo que ni siquiera pueden ser, y que están mal avenidas con la modestia, que las sublimaria si ellas tuviesen bastante entendimiento para hacer uso de la belleza de las virtudes.
Ya hemos dicho que á esas infelices se las conoce al primer golpe de vista. No hay más que verlas en la calle, examinar su atavío, fijar la atencion en sus gestos y en sus ademanes, y si esto no es suficiente, cualquier hombre hará la última prueba diciéndolas una galantería, quedándose detrás y observando cómo vuelven la cabeza, suben y bajan los hombros y se mueven como si estuviesen atacadas de una enfermedad nerviosa.
¿Pues y las sonrisas?
¿Y el abrir y cerrar los ojos y volverlos y revolverlos en sus órbitas como si estuviesen mal avenidos con encontrarse allí aprisionados?
Otra señal: nunca hablan en voz baja, apuran el diccionario de las palabras más cultas y su acento no se parece á ninguno.
Lo que todo el mundo conoce, claro es que habia de conocerlo el ilustre calavera.
Encontrábase este alguna vez en los corrillos que en sitios determinados de la córte y á ciertas horas forman los desocupados; pasaba una de esas mujeres tan dignas de compasion, y alguno de aquellos vagos decia:
—Una cursi.
Nuestro jóven la miraba con insolencia, la dirigia frases ingeniosas y agradables, y si estaba de buen humor la designaba como una de sus víctimas.
Paquita fué una mañana al Prado á ver una formacion de tropa, porque la tropa le encantaba, y para ella la música más agradable era la de los figles, los serpentones y las trompetas.
Iba y venia mirando á los soldados que por lo ménos tenian el empleo de capitan, y el calavera, que paseaba á caballo, dijo para sí:
—Es graciosa.
Más le hubiera valido á la desgraciada Paquita quedar allí muerta bajo la cureña de un cañon.
El calavera hizo que su cabalgadura se encabritase y caracolease, y cuando hubo llamado la atencion de la jóven, le dirigió una mirada ardiente, se alejó, entregó á su lacayo el hermoso cuadrúpedo, y volvió al sitio donde Paquita se encontraba.
La madre de esta tosia, y el calavera aprovechó aquellos momentos para decir á la morena blanqueada.
—Ahora comprendo que algunos hombres pierden el juicio por las mujeres.
Paquita bajó los ojos como si se avergonzase; pero bien pronto los levantó para mirar frente á frente al que por ella sentia trastornado el juicio.
¡Cómo palpitó el corazon de Paquita!
El calavera, que hemos olvidado decir que se llamaba Alfredo de Saavedra, averiguó fácilmente quién era la niña de los hermosos ojos.
Varias veces la encontró como por casualidad, la siguió