Ramón Ortega y Frías

La Gente Cursi: Novela de Costumbres Ridículas


Скачать книгу

escucharse con indiferencia sus tiernos suspiros.

      Impresionable y tímida hasta el último grado de la timidez, era muy fácil producir en ella un trastorno, y más de una vez se la habia visto desfallecer como la mujer más delicada.

      Habia leido muchas novelas del género romántico, y queria á toda costa ser una mujer sublime.

      Al oirla suspirar, al ver cómo languidecia, se hubiera creido que, á pesar de su temperamento sanguíneo, era una de esas criaturas de organizacion débil, en que los nervios representan el principal papel.

      No hay que decir que en su envidiable organizacion sucedia todo lo contrario.

      Comia poco, muy poco, segun ella aseguraba; pero la verdad Dios la sabia.

      Era desgraciada, y su desgracia consistia en la ruda franqueza de su madre, que aunque con la mejor buena fe del mundo queria complacer á su hija y representar la comedia, olvidábase con frecuencia de su papel y hablaba de los tiempos en que vivia su esposo y ella bajaba al obrador y vigilaba para que los trabajadores cumpliesen su deber.

      Cuando la madre decia esto ó cosas por el estilo, su hija, que no se separaba de ella un instante, le tiraba del vestido á guisa de advertencia y le dirigia miradas angustiosas.

      Llamábase la madre Cecilia, y á la hija le habian puesto el sublime nombre de Adela.

      El padre de esta, que ya no existia, habia tenido un gran taller de cerrajería, y habia conseguido hacer una respetable fortuna.

      La viuda y la hija del cerrajero podian, por consiguiente, gastar mucho y presentarse con verdadero lujo.

      Aspiraba la niña á casarse con un gran señor, ó por lo ménos con un hombre que algo tuviese de aristócrata, y algo tambien de romántico, borrando ella así sus plebeyos antecedentes.

      En los paseos, en los teatros, en los cafés y en todos los sitios públicos, veíase siempre á la sensible Adela en compañía de su madre; pero hasta entonces no habia conseguido su objeto, si bien abrigaba la esperanza de conseguirlo, porque habia fijado en ella sus miradas cierto caballero de ilustre cuna, que la semana anterior habia sido presentado á doña Robustiana del Peral, y que ya formaba parte de la tertulia.

      Como se ve, Adela y Paquita eran dos tipos opuestos. La primera aspiraba á la realizacion de sublimidades, y la segunda queria á toda costa un esposo rico, que pudiera gastar mucho dinero, engalanarla, llevarla en coche, emprender viajes los veranos y otras cosas por el estilo.

      Cruzáronse nuevos saludos, y otra vez cambió el gato de postura, y se entabló conversacion sobre los baños, lo cual dió á doña Cecilia ocasion para decir:

      —Cuando vivia mi Mateo, las costumbres eran distintas. Todas las tardes bajábamos al rio...

      Interrumpióse, porque sintió que Adela le tiraba del vestido.

      —¡El rio!—exclamó Paquita con acento de repugnancia.—¡Jesús!

      —Papá era caprichoso,—dijo entonces la jóven mofletuda.

      —Sí, mucho debia serlo.

      —Pero era un hombre muy honrado,—replicó doña Cecilia.

      —¿Y quién ha puesto en duda su honradez?—dijo la escuálida madre de Paquita con su natural acritud.

      Doña Robustiana creyó conveniente tomar parte en la conversacion, y dirigiéndose á la sensible Adela, le dijo:

      —Creo que esta noche no se olvidará de nosotras Eduardo.

      Púsose Adela colorada como un tomate, y exhaló un lánguido suspiro.

      Paquita desplegó una sonrisa burlona.

      Por tercera vez sonó la campanilla.

      Pocos momentos despues se presentó un hombre sencillamente vestido, y cuya raida levita revelaba una situacion demasiado triste.

      Era alto, muy delgado, moreno y de mirada viva y penetrante; pero al entrar dió á su rostro una expresion melancólica muy profunda.

      Era el que poco antes habia sido nombrado por doña Robustiana.

      No se le conocian á Eduardo bienes de fortuna, ni habia seguido ninguna carrera ni aprendido ningun oficio.

      Aseguraba él que vivia con el escaso producto de algunos bienes que habia heredado de sus padres, y se resignaba con su pobreza, aunque esta debia tener un término, pues un tio suyo, ricachon avaro que vegetaba en las montañas de Galicia, tenia otorgado testamento legando toda su fortuna á su sobrino.

      Si esto era verdad, Dios lo sabia.

      Eduardo habia leido mucho, decia que era un hombre de corazon, miraba con desprecio los bienes mundanos, no habia tenido más amor que el de las musas, y sabia suspirar tan lánguidamente como Adela.

      A esta le habia dedicado algunos versos, donde se hablaba del espíritu, del corazon, de las regiones etéreas, del aroma de las flores, de los resplandores de la luna, de los pensiles, de las suaves auras de la noche y de la eternidad.

      Eduardo era, pues, un hombre sublime, espíritu puro, que apenas se concebia cómo podia vivir en el inmundo lodazal de pasiones y ruindades de este valle de lágrimas.

      Y si no era así, por lo ménos así lo habia creido Adela.

      La verdad la sabemos nosotros. Eduardo era un bribon consumado, que vivia de las farsas y que sabia representar admirablemente todos los papeles.

      Comprendió que Adela era una mina de oro, y se propuso explotarla.

      Si para conseguirlo era preciso casarse, se casaria, pues nada le importan los lazos y compromisos al que no tiene intencion de respetarlos.

      Si lo hubiésemos visto cinco minutos antes, no lo habríamos reconocido.

      Saludó cortésmente, y pareció turbarse cuando estrechó la robusta mano de Adela.

      Ella se estremeció, y no hay que decir que los estremecimientos no puede disimularlos una criatura de las formas de la romántica niña que nos ocupa.

      Eduardo dijo que estaba sofocado, que era insoportable la atmósfera de Madrid y que no deseaba ser rico más que para vivir largas temporadas en el campo, en la callada soledad, á la sombra de los frondosos árboles, á orillas de los murmuradores arroyos, contemplando el puro horizonte, escuchando los armoniosos cantares de los inocentes pajarillos, y amando y siendo amado, y pudiendo así olvidar al mundo egoista con todas sus pasiones y debilidades.

      Suspiró Adela.

      —Pues, hijo,—replicó doña Cecilia,—yo estoy acostumbrada á la animacion, y no podria vivir así.

      —Hay almas que nacen para la soledad, para el misterioso silencio.

      —Es verdad,—repuso tímidamente la mofletuda niña.

      —Está usted muy sublime esta noche,—dijo Paquita.

      —Hay criaturas que mueren sin que el mundo las haya comprendido,—murmuró tristemente Eduardo.

      Y dirigió una mirada elocuente á la sensible Adela.

      Esta se ruborizó y bajó los ojos.

      Doña Robustiana creyó la ocasion oportuna, y le dijo al truhan.

      —Eduardo, tenemos que hablar, y lo haremos en la primera ocasion.

      Presentóse otro tertuliano.

      Era un jóven imberbe, pálido y enteco, que apenas se atrevia á moverse por temor de que se estropease su ropa.

      Llevaba corbata de vivos colores, grandes botones en la camisa, guantes amarillos y un baston muy delgado con puño reluciente y que sin cesar le servia de entretenimiento.

      No queria este aparecer sublime, ni pobre, ni tímido; sino