por aquí por mi vecindad, en el Pont Neuf. «Se las oye entre ocho y nueve, las raras canciones del Pont Neuf. Su papel es menos blanco que un huevo, pero mi lacayo las encuentra bellas. Las canciones del Pont Neuf se unen a los raros libelos.» El espíritu popular ha florecido siempre en las canciones, en blancos amorosos, en rosados alegres, o en los rojos furiosos de las locas carmañolas. Charles Arzano nos renueva la historia de la canción callejera desde su aparición en ese Pont Neuf y sus alrededores,
...rendez-vous des charlatans,
Des chanteurs de chansons nouvelles.
Los cancionistas eran un poco bohemios, un poco prestidigitadores o maestros de animales sabios, perros o monos. Y sus cantos eran solos o acompañados de lamentables violas o violines. Un pobre diablo de poeta del tiempo de Saint Amand se llamaba el Perigourdin, andaba hecho una lástima, vendiendo sus composiciones o haciendo que las vendía. Luego hay otros, como el loco Guillaume, que divertía a Enrique IV y a Luis XIII. Las mazarinadas aparecieron. Scarron afilaba sus tijeras. La sátira de todos se encarnaba en volantes estrofas.
Un vent de fronde
A souflé ce matin:
Je crois qu'il gronde
Contre le Mazarin.
Las mujeres no faltan. Ya es la Mathurine compañera de Guillaume el bufón, ya la terrible verdulera «dame Anne» que andaba en el mercado y fuera de él esparciendo invectivas contra su regia tocaya de las bellas manos, Ana de Austria. Desfilan en la curiosa lista de la canción flotante, Phillipof el ciego, que
...a gueule ouverte et torse
A voix hautaine et de toute sa force
Se gorgiase a dire des chansons;
el cojo Guillaume de Limoges, el Apolo de la Grève, Mondor y Tabarin su criado, Bruscambille, Duchemin, y el gran charlatán barón de Grattelard. Bajo Luis XV, Minart y Leclerc, Valsiano y esa hermosa Fanchon, cantora atrevida, pródiga de su cuerpo, que llevaba encajes de Chantilly en su delantal. «Verdadera cancionista de las calles, a la Watteau, ningún souper fin digno de ese nombre se podía dar sin la presencia de la bella Fanchon, a quien se festejaba y se llamaba por todas partes.»
Bajo la Revolución no surge más figura que la de Angel Pitou, tan famoso en el mundo gracias a Dumas. Pero la canción callejera entonces va en coro, en grandes coros trágicos. Lleva el gorro frigio, rojo como la sangre, y en las puntas de las picas, cabezas. Después la canción ha degenerado. No aparecen figuras concretas y notables. Los caricaturistas, como Daumier y Gavarni, se ocupan de ella como una página de miseria al servicio de la filosofía de su lápiz.
Hoy los cantores ambulantes, como he dicho, son siempre camelots que venden canciones con ocasión de un suceso cualquiera, así como venden juguetes, grabados, tarjetas postales o abanicos. Y cantan ellos del mismo modo que pronuncian discursos o bonimenst. La primavera es un pretexto, Víctor Hugo otro, Boulanger otro, el 14 de Julio otro; y la venta aumenta con un hecho criminal de resonancia como el asesinato de Corancez:
Ecoutez le terrible drame
Qu'à tous ici je vais chanter,
Vous en s'rez tous épouvantés
Et pleurerez á chaudes larmes.
¡Faudrait qu'vous n'ayez rien dans l'âme
Si vous réfusez de me l'acheter!
Un père, un inmonde assassin
Dont le cœur n'était pas humain
Et quin n'est poín digne d'estime,
Commit les plus horribles crimes.
La colère guidant sa main,
Il assomma tout's ses victimes.
La canción, editada generalmente en el Faubourg Saint-Denis o en la calle du Croissant, lleva su ilustración, su grabado espeluznante, o amoroso, o patriótico. Así la canción en la calle va presentada por la pintura, por la música y por la poesía. No podrá quejarse el aficionado. Los temas cambian como la actualidad, y de este modo la profesión no tiene tiempo perdido, y la ganancia es segura. Vale más que asaltar, robar o hacer el oficio de los célebres, por ahora, Leca y Manda, dueños que fueron de la innominable Casque d'or.
Eugenie Buffet logró gran fama, hace algunos años, saliendo a cantar para los pobres; y en las calles de París recogió muy buenas cantidades, ayudada por su agradable figura, su buena voz y su buen talento. La vi en tiempo de la Exposición, en el París viejo, en el Cabaret de la pomme de pin. Y la he vuelto a ver en otro cabaret que ha hecho ruido al fundarse en Montmartre, pues no se podía conseguir el permiso para su fundación: La Purée. En esos cabarets montmartreses y en algunos del barrio Latino, se refugia la canción que guarda las tradiciones y las preeminencias de antaño, aunque muy venida a menos. Los poetas cancionistas de esos lugares son casi todos comerciantes al pormenor de talentos sin salida o sin colocación. Esos artistas que tanto han dicho y dicen de la burguesía, son servidores de ella, histriones de ella. El renombrado Fursy tiene como clientela la flor mundana y demi-mundana. Los poetas de su boîte divierten a las cortesanas y a las gentes de dinero, diciendo sátiras más o menos graciosas contra personalidades conocidas, y formando, por así decir, una gaceta lírica con todos los sucesos que llaman la atención pública. El cabaret de Fursy es caro como un teatro de primer orden, y se va a él después de comer en casa de Paillard... Esa no es la canción en la calle. Es la canción del tiempo en que vivimos.
¡Ah! las ilusiones de tantos jóvenes americanos cuyas cartas recibo, en que me hablan como de un soñado paraíso intelectual de esos centros en que ellos juzgan triunfantes a la bella Poesía y al Arte adorado.
Hay, en esos centros, unos cuantos hombres de bastante talento, aquí donde todo el mundo tiene talento, que le saben sacar su provecho al oficio de rimar; y unos cuantos pobres diablos que cantan por unos pocos francos la romanza sentimental o la canción de faits divers. Y entre los concurrentes, gentes de todo pelaje, mujercitas fáciles, botticellis que se dicen eterómanas, poetastros, viejos ratés, o muchachos con fortuna que van a pasar el rato con su amiga. Por una hermosa poesía, muchas mediocres, escatológicas, o tontamente obscenas. Por una manifestación de arte, o de sentimiento, un sinnúmero de bufonadas sin sal ni gracia. No faltan exóticos y rastacueros que aparentan gozar con todo lo que allí se ve y oye, dando por un hecho que, para ser parisiense, hay que gustar de ello.
La época actual ha bastardeado las cosas del espíritu y del entendimiento y corazón. El utilitarismo y la poca fe han mermado el soñar y el sentir. La vieja lira se ha vuelto un instrumento que hay que poseer a escondidas, en catimini, como dicen por acá.
Las rimas en Francia están de baja. A pesar de ser Hugo divinizado, los libros de versos no tienen salida en las librerías, ni los poetas nuevos logran romper el hielo general. No debe ser esto signo de progreso, porque en Inglaterra y en los Estados Unidos no hay familia que no tenga su poeta favorito junto a la biblioteca del hogar.
Los poetas oficiales son como M. Rostand o como M. Sully Prudhomme... Ni unos ni otros llenan el vacío ideal. Los otros se van cada cual por su camino, mientras las sombras de Verlaine y Mallarmé desaparecen entre los cipreses obscuros de una hermosa leyenda. La canción se echa a la calle...
Prefiero oir el organillo, el «orgue de Barbarie»...
II
A habido en estos días dos exposiciones que han atraído la atención parisiense, sobre todo la