Pero de un modo o de otro, París, en medio de su gloria, en medio de la alegre agitación de sus pecados amables y terribles; en medio de la avalancha de oro que un solo soplo de sus labios hace rodar al abismo; en medio de tantas músicas y canciones que no hacen oir las quejas de los de abajo, de los que están, como los muertos, en sus negras catacumbas, miseria y hambre; en medio de una primavera que presenta incesantemente sus flores y un otoño continuo que da sus frutos a los paladares favorecidos de la suerte; en medio de un paraíso de locura en que la mujer en su sentido más carnal y animal, es la reina invencible y la devoradora todopoderosa, ha olvidado que hay algo inevitable y tremendo, sobre los besos, sobre los senos, sobre la alegría, sobre la música, sobre el capital, sobre la lujuria, sobre la risa, sobre la primavera y sobre el otoño; y este algo es sencillamente la Muerte; la Muerte, a la cual se olvida, o se ofende, o se burla.
No hay que meter periódicos en el cráneo de los muertos, como el mozo del hospital Saint-Antoine. Se pueden poner al tanto de lo que pasa.
No hay que dar conciertos en las catacumbas. Se puede despertar la Muerte; y ponerse a bailar, como en la Edad Media...
Ese sería el desquite de la Muerte...
V
N distinguido asesino inglés, o al menos apellidado Smith, ha intentado, con mal éxito, degollar a una vieja cortesana retirada, ya sin cotización en plaza, pero que tiene automóvil. Las señoritas de Pougy y otras Oteros, se han estremecido ante sus diamantes. En Maxim's la noticia del suceso hizo palidecer muchas caras bonitas. El hecho del día ha sido la preocupación de esas damas, que por mucho tiempo tendrán que pensar en los inconvenientes de su lucrativa carrera. Han parado mientes en que, en Babilonia y en el mundo ou l'on s'amuse, bajo una buena levita se oculta un buen estrangulador, y en que Smith es uno más en la lista de los Pranzinis, Prados y compañía.
¡Ah! estas graciosas desplumadoras de pichones y gallos viejos, encuentran de repente la garra de la bestia bruta que por quitarlas el collar les quiebra el lindo cuello, o les pega una puñalada, o les ahoga, o emplea las armas principio de siglo del héroe de ahora: la pelota de plomo en la cáscara de la mandarina, y el anillo atado a la fina cuerda. Y no será quien las mate el hambriento desesperado de los suburbios o el marlou de gorra y blusa. Será uno de esos desechos humanos, uno de esos intrusos de todas partes, caballeros de industria, «rastas» empobrecidos y sin oficio, rondadores de mesas de juego, componedores de amor ajeno a tanto la pieza, parásitos de hetairas y candidatos a la momentánea o larga celebridad que ofrece el aparato de M. Deibler.
En los cafés de mujeres elegantes y venales, habéis visto esos extraños tipos, de nacionalidades dudosas, valacos, griegos, levantinos, americanos del norte y también del sur, rubios u obscuros, elegantemente vestidos, con prendedores hirientes, bigotes tziganos, conocidos de muchos sin que ninguno sepa a punto fijo quiénes son, amigos confianzudos de las más señaladas Emilianas y Margaritas, y que levantan a su paso vagas interrogaciones: «¿De qué vive éste? ¿Cómo gasta, cómo derrocha?» Vive, casi siempre, de los calaveras que le prestan y de las mujeres que le dan. Pero de repente, una noticia circula al son de los valses húngaros, por las mesas envanecidas de champaña: «¡Sabes! Fulano, preso. Una estafa. O un robo.» Cuando el aventurero es de hígados negros, la campanada anuncia un asesinato. ¿Cuántos de esos van por el bosque, haciendo el rico, en equipajes ajenos? ¿Cuántos se sientan a jugar en los casinos al lado de títulos y personajes, hasta que un día se les agarra en la engañifa, se les echa a puntapiés, o se les desenmascara?
Mas, es cerca de «esas damas» donde ellos aprovechan con más frecuencia, pseudo protectores, «señores de compañía» como el grotesco tipo que acaba de presentar Coolus, secretarios, o perros de presa. Por ese camino se llega a todo. El dinero a que están acostumbrados les hace falta de pronto, y hay que buscarlo de cualquier manera. Tienen muchas amigas de las carreras, del aperitivo, de la cena, del teatro, conocen sus joyeros, sus habitaciones, sus hábitos. Y así, de cuando en cuando, una pobre pecadora muere de sangrienta y trágica muerte.
Esas damas...
¡Preciosas estatuas de carne, pulidas y lustradas como dijes, como joyas, flores, o animales encantadores, estuches de placer, maestras de caricias, dignas de una corona de emperatriz, ducales, angelicales, y tan brutas, tan ignorantes, tan plebeyas en su mayoría!
Cuando más os deleitan un gesto atávico, un modal hereditario, os revelan la antigua granja, el gallinero, el lavadero o la cocina maternales. Todas las aguas de Lubín, todas las invenciones de Lenteric no bastarán a quitar la original mancha nativa; todos los roces con Gales, con Borbón o con Sagán no las suavizarán la aspereza de generaciones de servidumbre y vulgaridad, y cuando el carácter exalta o se agria brotan de los más bellos labios palabras y hacen los más blancos brazos gestos, que piden la portería o el mercado.
Ésta nació en un pueblecito de provincia; vino a París no se sabe cómo; quiso trabajar y no pudo; le cayó del cielo de un lecho casual una liga medianamente favorable. Abandonada, fué soubrett, y de criada de señora alegre, fué arrebatada por tal viejo vicioso que la lanzó, es el término. Tuvo suerte, y hoy posee una mediana educación, un hotelito, caballos, y su nombre figura en las crónicas del Gil Blas.
Esa otra es gallega. Sirvió en Madrid en una casa de huéspedes. Todos los estudiantes supieron en su pensión de a dos pesetas lo que era el amor de la sirvientita, cuya cara primaveral era un plantío de sonrisas, y cuya generosidad no tuvo límites. ¿Quién le enseñó a bailar el vito y el fandango? ¿Quién la levantó de tan bajo como había caído? ¿Qué ángel le mostró el camino de París, y quién la hizo descaderarse ante un concurso de periodistas? Es el hecho que triunfó en un instante, y sus castañuelas hicieron llover luises. Los jóvenes vivos y los viejos bobos la llenaron de diamantes. ¡Qué de diamantes! Sus diamantes fueron tan célebres como sus conquistas. Torpe como un pato, tiene en su época la celebridad de una Aspasia. Tiene hotel, casas que alquila, todavía más diamantes, y mil trompetas que anuncian al mundo el reinado de su belleza.
Aquélla, tuvo por cuna un montón de coles, se corrompió casi en la niñez, circuló por los barrios parisienses, en noches de frío, en busca del paseante trasnochador. La casualidad la hizo hallar su suerte buena en un desconocido. Ascendió. Ganó. Acaparó. Juega a los caballos. Su llegada a Niza y Monte-Carlo causa siempre sensación.
Aquella otra, ¿se acordará del pobre pintor que fué su amor primero en un cuartucho del barrio Latino? ¿Se acordará de las noches danzantes de Bullier? ¿De la escasa cena a la madrugada, en los mercados? Quizá, porque se la suele ver en ocasiones pasear sus trajes de Doucet por cafetines del Boul' Mich y saludar a sus antiguos conocimientos.
Las obreritas miran con envidia a estas desdichadas con fortuna, cuyas faldas, cuyos sombreros, valen un año de trabajo en un taller matador. El lujo las fascina, ese lujo gritón y exhibicionista; y el ver a las ilustres pelanduscas en compañía del lord, del conde y del millonario. Y no sospechan los lados duros y trágicos de esos aparatos de placeres, a quienes el placer mismo martiriza.
Algunas empiezan ya a guardar dinero, a poner en el Banco economías, y suelen ser menos frecuentes los fines de fiesta a lo Cora Peral. Pero la riqueza no es segura y un crecido tanto por ciento va siempre a los hospitales y a la miseria degradada, cuando un ímpetu salvador no lleva la vieja carne inútil al Sena. Las que logran asegurar los años últimos, ya se sabe en lo que paran. Como el diablo viejo, en fraile; la diablesa gastada, en devota.
Hay sus raros ejemplos de afición a la literatura, y sobre todo a las tablas. Lo primero no deja de ser una especie de réclame,