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y radotage. Yo estoy por los pneus, por los teuf-teufs, por los autos,—y los express son nuestras diligencias.» A lo cual otro le contesta que el automóvil no es para todo el mundo, pues hay que ser rico para pagarse las delicias de los 100 por hora. No ha llegado tampoco el tiempo en que el caballo sea únicamente un comestible en las carnicerías hipofágicas. «Creemos, dice el bravo defensor del animal poético que relincha en Job y galopa en Virgilio, creemos que los autos no reemplazarán jamás nuestra caballería armada, la cual, con las actuales máquinas de guerra y con las que nos prepara el porvenir, se hacen más y más indispensables. Esas solemnidades hípicas cuya ironía os parece risible, son, pues, más útiles y de un orden más elevado que nunca, y el día que anunciáis en que se abolirán las corridas de caballos, mientras el caballo volverá a las pampas; el día, en fin, en que «los coraceros cargarán en triciclos a petróleo»—no es broma, eso está en el artículo—ese día encontrará mejor su lugar en carnaval que aquel predicho por vos, en que «el caballo gordo, despacio, coronado de pámpano, mitológico y comestible», desfilará por el bulevar. El mismo Paul Adam ha preconizado la potencia destructora de los automóviles de guerra, y lo que se creía una imaginación suya se ha visto confirmado por la opinión de revistas técnicas y algún ensayo práctico en el ejército inglés. Pero nada le quitará al caballo su triunfo estatuario y su belleza lírica. No hay que olvidar que Pegaso es caballo.

      El ping-pong revoluciona las horas del salón, sin el encanto del aire libre del lawn-tennis. Pero vino de Inglaterra y vence. La pesca tiene sus aficionados, los de la paciencia inaudita con caña, y los de la red, a l'épervier en los ríos cercanos, sobre todo en el amable Marne; o en el mismo Sena, o en Lagny, Andresy, Chelles o Poissy. El caballo de silla tiene sus campeones y amadores, como ese pobre millonario, el joven Sterne, sobrino del pintor Carolus Durad, que acaba de matarse en un steeple. Hace poco se han efectuado los steeples militares en Verie-Saumur, donde hará un año se ejercitaba con lucimiento algún jinete argentino. Los concursos hípicos se verifican en Vichy, Limoges, Roubaix, Brest, Rouen, Nancy, Poitiers, Bologne-sur-Mer y Spa. Por lo general, son pruebas de obstáculos, saltos de fosos, de barreras y de ríos. Son famosos los Habits-Rouges de París. Y hay luego los tiradores de armas, desde los de la esgrima de sala hasta los aficionados al cañón, que van a probarse en Fontainebleau.

      El jockey es un personaje; el pelotari aún figura; el maestro de billar se hace nombrar; los entraîneurs tienen como los Watson, de las caballerizas Rotschild, sueldos de embajadores. Y aquellos hombrecitos que corren los caballos, monos de seda, ligeros y osados, con los colores tales o cuales, logran conquistas amorosas que tan solamente tuvieron un tiempo los tenores, y que hoy pudieran apenas disputarles los toreros. Dígalo ese muchacho yanqui, de diez y ocho años, Rieff...

      Los concursos ciclistas van uno tras otro, en donde se ponen en liza Meyers, Grogna, Ellegaard y cien más, cuando no negro prodigio, como Major Taylor.

      Los más a la antigua son los atletas. Desde la resurrección de los famosos juegos olímpicos, hay todos los años campeones que, como en la vieja Grecia, se disputan el lauro de la carrera, del disco, del salto. Los triunfadores, en imagen, son popularizados por la fotografía, como antes el bronce o el mármol en Pitia u Olimpia honraba a los corredores, gimnastas o pancraciastas. En los vasos de Volci o en la estatua de Mirón se admiran los antiguos cuerpos amacizados de ejercicio y en posturas nobles y gallardas, que, por más que hagan, no pueden igualar los gimnastas, luchadores y discóbolos de ahora. Antes que el maravilloso estadio que inmortalizan las helénicas antologías, lo que evocan, vencedores y todo, es la feria, el tablado de Neuilly, las barracas anuales de los bulevares exteriores.

      Otros son los del remo, como los que tuvieron también su celebración de campeonato el día mismo en que se concluía la carrera automovílica París-Viena y se verificaba la fiesta del Grand Prix de Paris Cycliste. El Rowing Club proclamó a Roche y d'Helley campeones de Francia en doble-scull; a Hiser campeón de los juniors en skiff, y a Prével campeón de Francia en skiff. No hay la locura seria de los oxfordianos y cambridgianos; los aficionados se ejercitan con pasión, pero no con la decidida convicción patriótica que los colegas de ultra Mancha.

      ¡Ah! y esa carrera París-Viena, ¡lo que ha dado que hablar! No hay carrera de esas en que no haya su muerto, o cuando menos su herido. Como los que tienen automóvil son gentes de fortuna, nobles o burgueses, sucede que los anarquistas tienen en la máquina violenta una colaboradora de más de la marca. Ya van varios millonarios muertos por la pasión de la velocidad. Aquí sí que confunden precipitación con velocidad; y así un Cahan d'Anvers fué lanzado por su auto a la otra vida; y Vanderbilt estuvo el otro día en gran peligro de perder la suya; y muchos otros eminentes automovilistas, aun testas coronadas como el rey de Italia, han pasado por ciertos peligros que el modesto y elegante caballo, y aun mejor el vehículo de San Francisco, no ofrecen a quienes se dedican a ellos.

      No niego que hay su belleza en el automóvil, y que una vez puesto uno en la silla, se va ensanchando Castilla delante del armatoste formidable y no se acuerda uno más de los aplastados, desde el momento en que se siente aplastador. La gloria de ir como en un vuelo fabuloso, dominando el espacio en un monstruo casi mitológico o bíblico, puesto que ha habido quien crea que Eliseo al dejar su manto lo hizo yéndose en un automóvil avant la lettre; el placer físico de la ligereza, de sentirse liviano como el aire mismo, son cosas innegables, pese a los que, como yo, no pueden ver pasar una máquina de esas sin cierta sublevación de ánimo. Pero, tal como se usa, es un placer inestético y sucio. Inestético, porque jamás la mejor dion o mercedes, o deschamps, equivaldrá en gracia y elegancia a un soberbio carruaje tirado por tronco más soberbio aún de brillantes caballos; y porque para hacer esas vertiginosas caminatas hay que vestirse de máscara, con inusitados balandranes o capas esquimalescas; y sucio, porque mientras no se rieguen con petróleo todos los caminos del mundo, el que se atreva a correr parejas con el huracán resultará lleno de polvo, negro de tierra, incómodo y feo. Y luego, es un sport para privilegiados. La más barata máquina cuesta cuatro mil, seis mil, y ocho mil francos. Las hay de cincuenta mil, de cien mil, y no sé si de doscientos mil. Y no todos somos el cha.

      Todo sport tiene su encanto, su placer relativo; natación, caza, pesca, remo, duelos a primera sangre, billar, turf, teuf-teuf y compañía El placer está en no llegar a la exageración, en no romperse el alma por hacer 101 kilómetros; el no ahogarse por querer pasar el Canal de la Mancha; el no pescar una insolación antes que una trucha, caña en mano. El ejercicio y la distracción hacen más amable la vida con tal de que ésta no se exponga inútilmente.

      Si el perilustre Mr. Vanderbilt, conocido del payo Roqué, me dijese.—«Voy a regalar a usted un automóvil, y va usted a hacer 103 por hora», yo le contestaría:—«Muchas gracias, Mr. Vanderbilt, J'aime mieux ma mie ô gue! J'aime mieux ma mie!»

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