lo que atrae a los amantes de la bonne chére, o si queréis, bonne chair...
¿Habéis estado alguna vez, pasada la media noche, en casa de Maxin? Cito este lugar, por ser uno de los que más ha estado de moda en este último tiempo. Una muchedumbre de beldades caras se instala en las mesas, que no tardáis en ver coronadas del indispensable cordon-rouge o extrady. Caballeros de todos portes invaden el recinto y entablan la partida amorosa de la cena, mientras los tziganos, que casi siempre son españoles, italianos y franceses, martirizan los violines en un suplicio orféico que no cesa. Jovencitos adinerados y más que maduros marcheurs se disputan la primacía del halago a las mujeres, radiantes de joyas, maravillosamente vestidas, irresistibles de vicio. Hay sonrisas, charlas, risas, y no son raros los insultos. Allí están las varias Guerreros, estranguladas de perlas, repartiendo sus tentaciones españolas; allí varias yanquis, soberbias y duras, con las manos pesadas de brillantes; y las innumerables Fulanas de Tal Cosa, Perengana de Tal Otra, francesas con su falso apelativo nobiliario, graciosas, atrayentes, pálidas de noches blancas, a pesar de los afeites. Y se come y se bebe; y cuando llega la madrugada, ya las mesas se han apartado y el baile se inicia, y dale Valse bleue y demás músicas en boga. Por el lado del bar pasan los equívocos chasseurs que llevan mensajes; por otro circulan los mozos serviles, renovando la champañada. Y la quête de los músicos, completa los indispensables desembolsos. (¿Qué diríais al saber que los violineros del Café de París se han ganado en un año de propinas setenta y tantos mil francos?) Y las mozas se alegran más y más. Cada cual cuenta con su presa. Y el inadvertido mozalbete no consulta su cartera; y el animado gagá no halla qué hacer con su emperatriz de a tantos luises. Y hay entre ellas celos y recelos. La ninfa no esconde a veces a la verdulera, y la marquesita Watteau no oculta que sabe el vocabulario de su papá el cochero.
El triunfo está a la salida, cuando cada víctima se lleva a su compañera del brazo. No se cambiaría un caballero de éstos, en ese instante, por el mismo ex príncipe de Gales.
Allí he visto auténticos potentados asiáticos e inconfundibles majestades yanquis; conocidos lores, y, ¡qué honor para el continente! gran variedad de afortunados hispano-americanos.
Allí he visto—y ya comprenderéis que no he asistido como uno de tantos, pues no tengo inconveniente en manifestaros que no me llamo Vanderbildt, y que la buena mensualidad que me paga La Nación no me alcanzaría para dos noches;—allí he visto, con cierto pesar, a ricos argentinos, desparramar los billetes azules, esfumar los oros con prodigalidades que no dejaban mal puesta la bandera... Pero os juro que más de una vez he tenido la tentación de decir a uno de esos notables gozadores de la vida: «Señor, es una bella pasión la pasión de la belleza, y la grata compañía de estas princesas, envidiable desde todo punto de vista, de oído, de olfato, de tacto. Tenéis un capital que no palidece ante el de algunos de estos nababs cosmopolitas. No sería yo quien os aconsejara tomar la vida por su lado obscuro, cuando las estancias producen tanto y no gastáis sino los intereses de vuestro haber total. Pero permitidme que os haga esta pequeña observación. Con lo que gastáis en una semana de superfluos derroches, podría seguir por mucho tiempo sus estudios un joven pintor, músico, escultor, escritor, de los muchos que en vuestro país son pobres, y podrían más tarde dar honra y brillo a la patria. Con lo que gastáis en dos semanas podríais obsequiar al Museo nacional de Bellas Artes, una hermosa obra, que acrecentaría al naciente emporio artístico; con lo que gastáis en un año—y hablo de gastos absolutamente sin razón—¡calculad lo que podríais hacer!»
Pero, casi siempre, cuando voy a hablar esto, suenan los violines, se esparce la Valse bleu, se interponen los chasseurs, hace cuatro reverencias el sommelier...
¡Y esas damas...!
VI
O que se llama aquí la Gran Semana, es dedicada principalmente a «la más noble conquista del hombre»; «la más noble conquista del hombre» ya se sabe que es el caballo.
Ya fué la fiesta de Auteuil, en donde, con la complacencia de un día amoroso y dorado, se vió un brillante ejército de mujeres deliciosas, vestidas con el arte de encantamiento que los costureros saben; irrupción de rostros sonrientes, trajes de primavera, sombreros y sombrillas que alegran de armoniosos colores el espectáculo: un ir y venir de gentes elegantes; en las tribunas una aglomeración de notas encantadoras; y cerca, los lagos, los carruajes ostentosos, también con su carga de belleza y de riqueza; ya Chantilly, con su Derby que hace competencia y vence en Epsom, Chantilly, lugar aristocrático y deleitoso; ya Longchamps, adornado de lujo e hirviente de mundo; al Gran Prix, con sus pompas y ruido.
El entusiasmo que hay en París por las carreras, sólo puede compararse al que hay en España por los toros. Se juega mucho, se juega demasiado. El sport actual no ve la mejora de la raza caballar sino en la ganancia. El cuadro estético interesa poco. La equitación, atacada por la bicicleta y el automóvil, está en decadencia. Saxon, Jocely, Chéri son aclamados, más que como «violentos hipógrifos», como fuentes de entradas, de francos o de luises. Los que pierden, ciertamente, no aclaman al cuadrúpedo triunfante. Pero por el momento los nombres de los ganadores van hasta las constelaciones. Desde 1873, una larga lista señala triunfos sucesivos—tal una enumeración de papas, de reyes o de generales: The Ranger, Vermont, Gladiateur, Ceylan, Férvacques, The Earl, Glaneur, Sornette, Cremome, Boïard, Trent, Salvator, Kisber, Si-Cristope, Thurio, Nubienne, Robert-Devil, Foxhall, Bruce, Frontín, Little Duhk, Paradox, Mintin, Tenebreuse, Stuart, Vasistas, Fitz, Roya, Clamart, Rueil, Ragotski, Dolman Baghtche, Andree Arreau, Doge, Le Roi Soleil, Pert, Semandria, hasta el glorioso bruto de ahora, Chéri, cuyo propietario, Caillaut, no cabe en su orgullo. Calígula no andaba muy errado. Las publicaciones sportivas son numerosísimas y el público las compra como el periódico noticioso, el diario preferido. Los principales cafés y bars tienen un servicio de información inmediata para las carreras; las gentes del alto mundo, tanto como las del bajo, tienen su animal favorito y apuestan. Los suicidios a consecuencia de pérdidas en los hipódromos no son escasos. Hay quienes opinan que las carreras son útiles y de alta moralidad política. Las ha llamado alguien «pararrayos de las revoluciones», exactamente como Huysmans llama pararrayos de las tempestades diurnas a los conventos. El pueblo se divierte, dicen, y así no hay temor de que se subleve. Panem et circenses. Mas no se fijan que las carreras sin el pan, no contentan a los proletarios; y lo que se está preparando en lo nebuloso del porvenir, por obra del fermento popular, y de la miseria negra que contrasta con la insolencia de la riqueza exhibicionista, no es la caída de un ministerio más o menos Waldeck, o de una república más o menos radical o clerical; es algo que soñó demasiado hermoso Hugo y que previó demasiado rojo Heine; algo que le va a quitar el automóvil al príncipe D'Arenberg y las caballerizas a M. Edmond Blanc. Eso no lo sabe tanto orgulloso satisfecho de los que tienen por Homero a Jean Lorrain y por gráfico retratista al mordiente Sem.
Grandes sportwomen hay, que se apasionan por el juego elegante, y otras que son dueñas de haras. Por mucho tiempo la vizcondesa d'Harcourt hizo lucir sus caballos, con sus jockeys blanco y oro. Hoy se ve siempre en la tribuna a la duquesa d'Uzés, a la de Noailles, a muchas duquesas; a las condesas de Roederer, de Le Marois, de Saint-Phallier, de Portales, a la princesa Murat, y cien otras nobles más, y señoras de propietarios de écurie, y mundanas en profusión tanto como semi-mundanas... Y es desde luego una parada de elegancias, una exposición de trajes y joyas, en competencia; visión de sedas y encajes sutiles, visión de flores y de sombreros, de sonrisas, de gestos graciosos. Del lado de los hombres, el todo d'Hozier, la banca, los negocios, los clubs. Entre las barbas blancas, la del duque de Chartres y del rey Leopoldo, y las patillas que enmarcan la cara dura del barón Alfonso de Rothschild.