Rubén Darío

La Caravana Pasa


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por anfiteatro el del hospital Saint-Antoine, y en la cual unos estudiantes de buen humor rellenaron de periódicos el cráneo de un ex gendarme—simbólica ocurrencia,—multiplicaron su hígado y desparramaron sus demás miembros, se ha hablado y escrito mucho en París. He oído la opinión de los de la célula, y no encuentran de particular en el hecho sino la mala administración del hospital; los del caballo blanco, por el contrario, me han prometido para dentro de muy poco tiempo, la destrucción del mundo por el fuego del cielo. No sé qué dirá la «Camarde» de la sabia tranquilidad de los unos y de las bíblicas seguridades de los otros; pero algo debe preparar después de tantas ofensas, olvidos y burlas ante los cuales ese cómico descuartizamiento de un difunto agente de orden público, es poca cosa. La verdad es que No hay que jugar con la muerte, y París está jugando con ella, sin mirar que desde lo obscuro de su abismo, horrible como en el fresco del campo-santo pisano, esa flaca fatal ve mucho más allá de sus ausentes narices.

      Desde luego el olvido. ¿Quién recuerda, en el bullicio de esta vida de continuos placeres en la lucha incesante por el dinero, por la posición o por la fama—que todo en el fondo es uno,—quién recuerda que tiene que morir? Es el perpetuo ejercicio de los sentidos, y la fatiga consiguiente. Cuando llega la hora, todo el mundo está desprevenido. Si se es algo, la noticia irá en las secciones de crónica social de los periódicos, y a nadie se le ocurrirá que tal cosa pueda acontecerle. Las ofensas son más. La frecuencia del duelo es una de tantas manifestaciones. Otra, la destrucción de la vida en su germen, los fraudes del amor, las connivencias de M. y Mme Saturno. La estadística enseña resultados increíbles, y la simple conversación con un portero instruye como un libro. Las «hacedoras de ángeles» han ocupado tanto a la justicia, como la cirugía galante que abelardizó una crecida clientela de damas ultraprudentes, partidarias de la despoblación francesa. Estos terribles menoscabos a la vida, son otros tantos insultos a la Muerte, que se ve privada de gran parte de su cosecha y suplantada en sus futuras funciones.

      La burla es peor. Existe en Montmartre un cabaret, que puede ser considerado como uno de los templos en que mayor culto recibe la estupidez y la grosería humanas. Se llama el cabaret du Néant, y es una de las «curiosidades» que el recién llegado a París se ve obligado a visitar, inducido por el cicerone, por el amigo bromista, por la guía o por haber oído hablar del obscuro rincón en que se toma a la muerte como un inconcebible pretexto de bufonería. Atenas no habría consentido ese infecto bebedero, y en otra capital que no se llamase París no habría ni policía ni público para la siniestra farsa. La fachada del cabaret está pintada de negro y una lámpara verdosa ilumina la entrada. Ya en lo interior, os reciben unos cuantos croquemorts con saludos fúnebres, y os llaman la atención las decoraciones absolutamente mortuorias. Calaveras, tibias, esqueletos, inscripciones tumbales hieren la vista en las paredes; y las mesitas para los consumos, están substituídas por ataúdes. El croquemort que hace de mozo, al servir lo que se le pide, no deja de acompañarlo con comentarios escatológicos, y de evocar ideas de carroña y de inmundicia; las provocaciones al asco suelen ir acompañadas de insultos grotescos, y todo esto, por lo general, es recibido por un público singular, con risas aprobativas:

      Luego se pasa a una especie de teatrito, en donde, por un juego óptico, se presencia la descomposición de un cadáver. Y he encontrado un típico personaje en ese antro: una infeliz muchacha, que cuando el lúgubre barnum pregunta al público: «¿No hay quien quiera hacer de muerto? y no surge de los asistentes el mozo ocurrente, o la joven lista, se presta—dos francos la noche—a la macabra apariencia. Se ve entrar a la persona en el ataúd, y se va advirtiendo poco a poco la lividez, la podredumbre, la cuasi liquefacción y el esqueleto. El resultado es un ¡uff! de desahogo, al salir de tan abyecta cueva. ¡Cuán lejos, en el camino de lo infinito, el fresco de Lorenzetti!»

      Tengo gran estimación por los médicos y gran devoción por la medicina, entre otras cosas, porque Esculapio es hijo de Apolo. Por esto mismo he sentido correr frío por mis venas cuando he oído a varios estudiantes de medicina ciertos informes y juicios. «Yo, señor, me dijo uno, voy a recibir mi título dentro de poco, pero ni ejerceré mi profesión, ni me pondré jamás en manos de un colega.» ¿Me habla usted del desprecio de la muerte, de los chistes cadavéricos, de bromas de carabin? Aún hay algo peor en los internados. ¿Qué diría usted si le dijese que suelen verse y no con rara frecuencia, casos de absurdas necrofilias, e inconcebibles profanaciones por inicuos farsantes? Pues bien, el desprecio de la vida, la burla de la vida, es algo que da escalofríos. ¿Ha leído usted Les Morticoles, de León Daudet? ¿Le han narrado casos curiosos? Yo le diré de uno observado por mí.

      Llega un infeliz, el profesor diagnostica: apendicitis. Ya sabe usted la enfermedad que estuvo hace poco de moda. Va uno a operar. Se le abre el vientre al pobre paciente, se ve, y se encuentra que no tiene en absoluto tal apendicitis. El profesor, muy tranquilo: «¡Está bien, cósanle!» ¿No es esta la peor de las vivisecciones y la más horrible de las infamias?

      Otro caso. Un marido, recién casado, va a consultar a un médico, acompañado de su señora. Era un asunto ginecológico. El matrimonio, rico. El doctor asegura al marido que hay que hacer una operación, una operación muy ligera, cosa de cortos instantes, «mientras usted se fuma un cigarrillo». Y el marido enciende el suyo, y se queda, no sin cierto temor, esperando los resultados de la carnicería, en la antesala. Yo, me dice mi amigo, tenía el cloroformo y otro ayudante el pulso; el doctor comenzó a operar, y a poco vi un chorro de sangre que se elevaba casi hasta el techo. No hubo remedio posible.

      El médico, asustado, dijo: ¡Ça y est! Unos instantes después la mujer era cadáver; el ayudante tuvo que salir a dar la noticia al marido, pues el doctor tenía, y con razón, miedo de que le matara. Y como éste, otros tantos casos. Naturalmente, esto no lo dicen los Doyen, los Albarrán, los Mauclair. Otros me narran historias que serían hoffmanescas si no fuesen netamente repugnantes, de las horas inútiles del internado. Cuando el reciente hombre descuartizado, que es todavía incógnita para la policía, se supuso una broma de estudiantes. ¡Ah, las bromas! hay imbéciles que para asustar al profano, se lanzan hasta hacer sospechar, con ambiguas reticencias, ocurrentes antropofagias. Ante esta clase de internos, futuros doctores, me complazco en recordar a buenos amigos míos, del hospital San Roque de Buenos Aires, excelentes muchachos que cuando las fatigas de la obligación y del estudio concluían, pasaban sus horas libres hablando de arte, dibujando o interpretando en el armonium a Wagner, a Beethoven, a Grieg.

      ¿Y los vagos rumores de enfermedades sostenidas, de monstruosos abortos, de verdaderos asesinatos en favor de impertérritos herederos, de esos que han tenido su comentario mejor en una popularísima caricatura de Caran D'Ache, y los encierros de gentes en su sana razón en manicomios y casas de salud? Cierto; esto sucede en todas partes, y entre vosotros podéis señalar algunos ejemplos que la prensa ha hecho visibles y resonantes; pero en esta vastísima capital del placer, del oro, del amor, los hechos son muchos.

      Los camelots venden juguetes macabros, el esqueleto se prodiga en dijes y pisapapeles. En una ocasión no lejana se dió un concierto en las catacumbas y se flirtó al amor de una sensación nueva. La poesía de Rollinat, que hoy ya nadie recuerda, tuvo muchos aficionados, y Mademoiselle Squelette muchos intérpretes. La Gran Histrionisa genial Sarah Bernhardt, hizo famoso su féretro-lecho. La duquesa de Pomar, tocada de teosofía, daba bailes en donde aparecía, según se dice, el espectro de María Stuart; y el de Esseintes de Huysmans, cuyo modelo en carne y hueso es el conde Robert de Montesquieu Fezensac, ofrecía comidas negras, a las que no hubiera tenido inconveniente en sentarse la sombra del Comendador.

      Hay una literatura faisandée, que huele mucho a cadaverina con su poco de cantárida; a ella pertenecen, para señalar un ejemplo, ciertos cuentos de M. Jean Lorrain, caro a lectores reblandecidos.

      La guillotina ha sido llamada por un escritor «el espectáculo nacional», como los toros de España; y hay gentes, sobre todo en un especial medio femenino, que buscan esos sangrientos pimientos eróticos, para condimentar deseos insaciados y animar ensueños viciosos.

      Claro, que no es todo París, hay que fijarse bien y claramente, no es todo París, sin excepción; pues hay un París que trabaja y es inmenso ese París, y hay un París que reza, inmenso también,