Leon Leyson

El chico sobre la caja de madera


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trabajaban en el campo. Hacía calor y las cubetas eran pesadas, pero igualmente esta tarea resultó ser una fortuna para ella… y para mí. Fue en aquellos campos donde mi madre vio por primera vez a quien sería su esposo.

      Aunque mi padre empezó a cortejarla enseguida, ambas familias debían acordar primero el matrimonio, o al menos debía parecer que lo hacían. Esa era la costumbre en la Europa oriental de aquel entonces. Afortunadamente, los padres de ambos estaban complacidos con el romance entre sus hijos. Pronto la pareja se casó; mi madre tenía dieciséis años y mi padre, Moshe, dieciocho.

      Para ella, la vida de casada era muy similar al modo en que había vivido con sus padres. Sus días transcurrían haciendo las tareas del hogar, cocinando y ocupándose de su familia, salvo que en vez de sus padres y hermanos, ahora cuidaba a su esposo y, muy pronto, a sus hijos.

      Al ser el menor de cinco hermanos, rara vez tenía a mi madre para mí solo, así que uno de mis momentos favoritos del día era cuando mis hermanos y mi hermana estaban en la escuela y nuestras vecinas venían de visita. Se sentaban alrededor de la chimenea, a tejer o confeccionar almohadas de plumas de ganso. Yo observaba a estas mujeres mientras juntaban las plumas y rellenaban las almohadas simplemente metiéndolas dentro de las fundas de tela y sacudiéndolas luego para que se distribuyeran en forma pareja. Inevitablemente, algunas plumas se salían y flotaban en el aire como copos de nieve. Mi tarea consistía en rescatarlas. Yo intentaba atraparlas, pero se alejaban flotando. De vez en cuando tenía suerte y capturaba un puñado; entonces, las mujeres recompensaban mi esfuerzo con risas y aplausos. Desplumar gansos era un trabajo duro, así que cada pequeña pluma era valiosa.

      Siempre anhelaba escuchar a mi madre intercambiar historias y a veces un poquito de chismorreo con sus amigas. Así, podía verla de un modo diferente, más pacífica y relajada.

      Aunque mi madre estaba muy ocupada, siempre tenía tiempo para demostrar su amor. Cantaba con nosotros y, por supuesto, se aseguraba de que hiciéramos nuestras tareas escolares. Cierta vez yo estaba sentado a la mesa, estudiando matemáticas, cuando escuché un crujido detrás de mí. Estaba tan concentrado en lo que estudiaba que no había notado que mi madre estaba allí y se había puesto a cocinar. No era la hora de comer, así que me sorprendió. Entonces, ella me sirvió un plato de huevos revueltos, que había hecho solo para mí, y me dijo: “Eres un chico tan bueno, que te mereces algo especial”. Todavía siento la satisfacción que brotó en mí en aquel momento. Había logrado que mi madre se sintiera orgullosa de mí.

      Mi padre siempre se dedicó a tratar de darnos una buena vida a todos. Veía más futuro en el trabajo industrial que en el tradicional oficio familiar de la herrería. Poco después de casarse, comenzó a trabajar como aprendiz de operario de una máquina en una pequeña fábrica de botellas de vidrio de diversos tamaños. Allí, mi padre aprendió a confeccionar los moldes para las botellas. Gracias a su esfuerzo, su habilidad y su determinación, recibía frecuentes ascensos en su puesto de trabajo. Cierta vez, el dueño de la fábrica lo eligió para tomar un curso avanzado de diseño de herramientas en la ciudad de Bialystok. Yo sabía que era una oportunidad importante, porque él se compró una chaqueta especialmente para aquella ocasión. Comprar ropa nueva no era algo muy frecuente en nuestra familia.

      La fábrica de vidrio progresó, y el dueño decidió ampliar su negocio mudándose a Cracovia, una ciudad próspera a 563 kilómetros al sudoeste de Narewka. Esta noticia nos entusiasmó mucho a todos en el pueblo. En aquellos días era raro que la gente, joven o de cualquier edad, abandonara su lugar natal. Mi padre fue uno de los pocos empleados que se mudaron junto con la fábrica. El plan fue que papá viajara primero. Cuando ganara dinero, nos llevaría a todos a Cracovia. Le tomó varios años ahorrar lo suficiente para encontrar un sitio adecuado donde pudiéramos vivir. Entretanto, viajaba cada seis meses para visitarnos.

      Yo era demasiado pequeño para recordar con precisión el día en que mi padre dejó Narewka aquella primera vez, pero sí recuerdo cuando regresó para pasar unos días con nosotros. Cuando llegó, todo el pueblo se enteró. Él era un hombre alto y atractivo, que siempre se mostraba orgulloso de su apariencia. Le gustaba la vestimenta más formal que usaban los hombres en Cracovia, y gradualmente fue adquiriendo algunas prendas elegantes. Cada vez que venía de visita usaba un hermoso traje, camisa de vestir y corbata. Eso provocaba sensación en el pueblo, cuyos habitantes estaban acostumbrados a las ropas simples y holgadas de estilo campesino. Yo no podía adivinar que aquellos mismos trajes nos ayudarían a salvar nuestras vidas en los terribles años que vendrían.

      Las visitas de mi padre eran siempre una fiesta. Todo era diferente cuando él estaba en casa. La mayoría de las veces, teniendo en cuenta lo atareada que estaba siempre mi madre cuidando de mis cuatro hermanos y de mí, las comidas solían ser bastante informales. Pero esto cambiaba cuando mi padre estaba allí. Nos sentábamos a la mesa, donde toda la vajilla estaba cuidadosamente dispuesta ante nosotros. Siempre había algunos huevos más para el desayuno y un poco más de carne para la cena. Escuchábamos las historias que él nos contaba sobre su vida en la ciudad, cautivados con sus comentarios acerca de las comodidades modernas, tales como los servicios sanitarios interiores y los tranvías, cosas que nosotros apenas podíamos imaginar. Los cuatro hermanos varones, Hershel, Tsalig, David y yo, nos portábamos mejor que nunca y rivalizábamos por atraer la atención de nuestro padre, pero sabíamos que su favorita era Pesza, nuestra hermana. No era de extrañar, ya que era la única niña en nuestra familia de chicos revoltosos. Cada vez que discutíamos por algo, recuerdo que nunca culpaban a Pesza, aun cuando tal vez sí tuviera la culpa. Si la molestábamos mucho, papá intervenía y nos reprendía. Pesza tenía el cabello largo y rubio, que mi madre peinaba en gruesas trenzas. Ayudaba en las tareas de la casa y era callada y obediente. Puedo entender por qué la prefería mi padre.

      Con frecuencia, papá nos traía regalos de la ciudad. Las cajas de dulces tenían imágenes de algunos de los edificios históricos y los bulevares de Cracovia. Solía mirar esas fotos largo rato, tratando de imaginar cómo se sentiría vivir en un sitio tan glamoroso.

      Al ser el menor, yo siempre heredaba mis cosas: camisas, zapatos, pantalones y juguetes. En una de sus visitas papá trajo de regalo pequeños maletines. Vi los de mis hermanos y pensé que, una vez más, tendría que esperar a que alguno de ellos me diera el suyo. Me parecía injusto. Pero esta vez ocurrió una sorpresa: dentro de uno de los maletines había otro, aún más pequeño, especial para mí. ¡Me sentí tan feliz!

      Aunque sus visitas duraban unos pocos días, mi padre siempre se reservaba tiempo para mí. Nada me entusiasmaba más que ir con él hasta la casa de sus padres, mientras sus amigos lo saludaban por el camino. Siempre me llevaba de la mano y jugaba con mis dedos. Era como un gesto secreto entre nosotros para expresar lo mucho que me amaba a mí, su hijo menor.

      Mi hermano Hershel era el mayor; le seguía Betzalel, apodado Tsalig; mi hermana, Pesza; mi hermano David, y por último yo. Hershel me parecía una especie de héroe, como Sansón. Era grande, fuerte y combativo. Mis padres solían decir que era un chico difícil. En su adolescencia, se rebeló y se negó a ir a la escuela. Quería hacer algo más “útil”. Por aquel entonces, mi padre trabajaba en Cracovia, así que mi madre y él decidieron que Hershel se fuera con él. Mis sentimientos al respecto eran contradictorios. Lamentaba que mi hermano mayor se fuera, pero también sentía alivio. Su actitud preocupaba mucho a mi madre y, aunque yo era muy pequeño, sabía que era mejor para Hershel que estuviera con mi padre. Él prefería la vida en la ciudad, y rara vez venía con papá cuando él nos visitaba.

      Así como Hershel era fuerte y obstinado, mi otro hermano, Tsalig, era en muchos aspectos su opuesto. Tsalig era gentil y amable. Aunque tenía seis años más que yo y muchos motivos para mostrarse superior a mí, nunca lo hizo. De hecho, no recuerdo que me tratara ni una vez con fastidio. Incluso me dejaba seguirlo a todas partes en sus excursiones por el pueblo. Tsalig, un mago de la tecnología, era un superhéroe para mí. No había nada que no supiera hacer, o al menos eso parecía. Una vez fabricó una radio usando cristales en vez de electricidad, para captar emisoras de Varsovia y Bialystock, e incluso de Cracovia. Construyó él mismo el artefacto completo, incluida la caja que contenía los circuitos, y se las ingenió para armar una antena, hecha con un alambre largo, para conseguir buena recepción. Para mí, era magia pura cuando me ponía