Leon Leyson

El chico sobre la caja de madera


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del plan de Hitler consistía en marginar a todos los judíos, convertirnos en “los otros”. Nos culpaba de todos los problemas, pasados y presentes, que sufría Alemania, desde la derrota en la Gran Guerra hasta la crisis económica.

      Cuando Alemania anexó Austria en marzo de 1938 y ocupó la región montañosa de los Sudetes en Checoslovaquia seis meses después, la discriminación hacia los judíos se incrementó. La vida en esas regiones se volvió cada vez más precaria, debido a las numerosas restricciones.

      Antes de que pudiéramos absorber todas aquellas novedades, fuimos golpeados por otras aún peores: por orden de Hitler, miles de judíos polacos, tal vez hasta 17.000, habían sido expulsados de Alemania. El gobierno nazi decidió que ya no eran bienvenidos y que no merecían vivir en suelo alemán. El gobierno polaco se mostró tan antisemita como los nazis y no permitió que los judíos expulsados pudieran retornar a su tierra. Nos llegaban noticias de que esos judíos languidecían en la frontera, en improvisados campamentos que eran una especie de “tierra de nadie”. Ocasionalmente algunos lograban sobornar a los guardias, cruzaban la frontera y se las ingeniaban para llegar a Cracovia o a otras ciudades.

      En mi presencia, mis padres seguían minimizando la gravedad de la situación. “Hemos tenido antes los pogroms en el este”, decía mi padre con aparente indiferencia. “Ahora hay problemas en el oeste. Pero todo se arreglará, ya verán.” No sé si eso era lo que realmente pensaba, o si trataba de convencerse a sí mismo y a mi madre al igual que a mí. Después de todo, ¿adónde podíamos ir? ¿Qué podíamos hacer?

      Después, llegó la peor noticia: en Alemania y Austria, en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, las sinagogas y los rollos de la Torá que ellas albergaban fueron incendiados, y todas las propiedades judías fueron destruidas. Los judíos fueron ferozmente golpeados y cerca de un centenar murieron asesinados. Me parecía inconcebible que la gente se hiciera a un lado mientras sucedía algo tan terrible. La propaganda nazi difundió lo sucedido aquella noche como una demostración espontánea contra los judíos, en represalia por el asesinato de un diplomático alemán en París a manos de un joven judío llamado Herschel Grynszpan. Pronto nos dimos cuenta de que eso era solo la excusa que los nazis necesitaban. Usaron ese crimen para organizar una noche de violencia en todo el país. Más tarde, recibió el nombre de “la Noche de los Cristales Rotos”, en alusión a las miles de ventanas destrozadas en sinagogas, hogares y tiendas judías. De hecho, aquella noche se destruyó mucho más que unos cuantos cristales.

      Deseábamos fervientemente que de algún modo los nazis tomaran conciencia y las persecuciones cesaran. Pero aun cuando mi padre trataba de convencerme de que estábamos seguros y que la situación se calmaría, por primera vez sentí miedo.

      La posibilidad de una guerra se incrementó. Escuchaba hablar de ello en la escuela, en las calles, dondequiera que iba. Las noticias informaban que los representantes del gobierno polaco habían viajado a Alemania para reunirse con sus autoridades a fin de impedir una guerra. No importaba cuánto se esforzaran mis padres por protegerme del miedo creciente ante la proximidad de una guerra con Alemania; no había modo de que me lo ocultaran.

      Cierta vez fui a la plaza principal de Cracovia a escuchar el discurso de un famoso general polaco, cuyo nombre ya no recuerdo. Se dedicó a alabar al ejército de nuestra nación, con extravagante orgullo. Destacó su valentía y prometió que, si había guerra, los soldados polacos no les darían a los alemanes que se atrevieran a invadirnos “ni un botón de sus uniformes”. Todos deseábamos creer que el valor de nuestros soldados podría de algún modo derrotar a los alemanes que llegaran con sus aviones y tanques. Estoy seguro de que mis padres y muchos otros tenían serias dudas al respecto, pero nadie quería parecer poco patriota ni sembrar alarma.

      Durante el verano de 1939, toda Cracovia se preparó seriamente para la guerra. Cubrimos las ventanas de nuestro apartamento y yo ayudé a mis padres a sujetar los cristales con cinta para que no estallaran. Tratamos de acumular alimentos enlatados. Algunas familias se apresuraron a transformar sus sótanos o bodegas en refugios antibombardeos. Empecé a sentirme más ansioso que asustado durante todos estos preparativos y planes de emergencia. A diferencia de mis padres, no tenía idea de lo que era realmente una guerra.

      En aquellos tiempos tumultuosos me acerqué más a mi hermano Tsalig. Como electricista autodidacta, era muy requerido por nuestros vecinos para que instalara redes de electricidad en sus sótanos. Creo que él sabía que yo necesitaba el consuelo de su presencia, porque a veces me dejaba acompañarlo y llevar sus herramientas. Yo quería ser como él y me gustaba cuando alguien nos miraba y comentaba lo mucho que nos parecíamos, incluso al caminar. Cuando alineábamos nuestros zapatos antes de acostarnos podía ver, por el modo en que se deformaban a la altura de los dedos, que en verdad caminábamos igual.

      Algunos judíos se prepararon para la guerra abandonando Cracovia. Su razonamiento era que el este del país, más cerca de la Unión Soviética, sería más seguro que el oeste, tan próximo a Alemania. Una familia de nuestro edificio viajó en una barcaza por el río Vístula hasta Varsovia, más de 240 kilómetros al noreste. Antes de irse, el padre de esa familia le confió a mi papá la llave de su apartamento, seguro de que pronto regresarían. Nunca volvimos a verlos.

      A medida que la tensión crecía día a día, mi mamá extrañaba cada vez más su pueblo y el apoyo de su familia. Después de todo, al seguir a mi papá, había dejado atrás a sus padres, tías, tíos, primos y parientes políticos en Narewka. Había hecho nuevas amistades, con mujeres cuyos esposos trabajaban con mi padre, pero estas relaciones no significaban para ella tanto como su familia. Yo amaba la vida en la ciudad, pero para mi madre había sido difícil acostumbrarse. Solo quería volver a su hogar. Sin embargo, jamás hubiera considerado irse sin el consentimiento de mi padre. Y él no podía imaginar dejar la vida que tanto le había costado construir para nosotros en Cracovia.

      Poco antes del amanecer del 1º de septiembre de 1939, una alarma antiaérea me arrancó del sueño. Corrí desde mi cama a la otra habitación y encontré a mis padres allí, escuchando la radio. En tono sombrío, un reportero informaba los pocos detalles que se conocían hasta ese momento. Varios tanques alemanes habían cruzado la frontera e ingresado a Polonia; la Luftwaffe, la Fuerza Aérea alemana, había atacado un pueblo polaco en la frontera. La invasión comenzaba.

      Mientras las sirenas antiaéreas sonaban con estridencia, mis padres, Tsalig, Pesza, David y yo nos apresuramos a bajar en fila por las escaleras hacia el sótano, donde nos reunimos con nuestros vecinos. En cuestión de minutos, escuchamos los aviones sobrevolándonos. Esperábamos que les siguiera el sonido de bombas explotando, pero curiosamente eso no sucedió. Cuando empezó a sonar la señal de que todo había terminado, volvimos a subir a nuestro apartamento. Espié por la ventana y solté un suspiro de alivio al ver que no había soldados alemanes cerca, solo una calma espeluznante que llenaba las calles. Cuando nos enteramos, dos días más tarde, de que Francia e Inglaterra habían declarado la guerra a Alemania, me sentí esperanzado. Seguro vendrían pronto a defendernos, pensaba. Pero no llegó ninguna ayuda en los días que siguieron.

      El ejército polaco, a pesar de su valentía, no fue capaz de detener el flujo de soldados alemanes, que rápidamente avanzaron sobre Polonia hacia el este. Fue un colapso total, el fin de la vida que habíamos tenido en Cracovia.

      En los primeros días luego del comienzo de la guerra, muchos hombres adultos, tanto judíos como no judíos, huyeron hacia el este, lejos del frente de batalla. Basándose en la experiencia previa de la Gran Guerra, todos daban por sentado que las mujeres y los niños estarían a salvo, pero que los hombres que estuvieran físicamente en condiciones serían capturados por el ejército alemán para realizar trabajos forzados. Mi padre y Hershel eran posibles candidatos a ser prisioneros, de modo que ambos decidieron unirse al éxodo y refugiarse en Narewka. Pero como el viaje sería más peligroso a medida que los alemanes avanzaran, y debido a que Tsalig, David y yo éramos aún demasiado jóvenes (o al menos lo parecíamos) para ser capturados, nos quedamos en Cracovia con mamá. Una mañana, precipitadamente, papá y Hershel se vistieron, empacaron algo de comida y, sin prolongar la despedida, se fueron. Hubo lágrimas, pero solo de quienes nos quedábamos. Me recuerdo mirando fijamente la puerta luego de que se cerrara, preguntándome cuándo volvería a verlos, o incluso