todas partes. “Ya casi llegamos”, nos dijo mientras cruzábamos el río Vístula, que corre sinuoso atravesando la ciudad. A medida que los cascos del caballo golpeaban contra las calles adoquinadas, finalmente me rendí al sueño. Ya había absorbido todo lo posible por ese día.
Minutos más tarde llegamos a nuestro destino. El nuevo hogar se encontraba en un edificio de apartamentos en la calle Przemyslowa número 13, al sur del río. El edificio alojaba a los empleados de la fábrica de vidrio en la que trabajaba mi padre. Nuestro apartamento estaba en la planta baja. Al igual que nuestra casa en Narewka, tenía solo dos habitaciones, pero la que servía de sala de estar era más grande que la de allí. Lo que más me entusiasmaba era el sistema de tuberías sanitarias. Antes de que nos derrumbáramos en la cama, papá nos condujo al corredor para mostrarnos el baño, que compartiríamos con otras tres familias. Jaló una cadena encima del retrete y pude ver, con los ojos muy abiertos de asombro, cómo corría el agua. Hasta ese momento había creído que la bombilla eléctrica era el mejor invento, pero ahora que me daba cuenta de que ya no tendría que hacer más viajes de noche a una letrina ubicada fuera de la casa, decidí que la electricidad quedaba en segundo lugar después del retrete y las tuberías. Mientras jalaba la cadena y observaba salir el agua y salpicar contra los costados de la taza, pensaba que era un invento extraordinario. Era la culminación de un día lleno de maravillas.
A la mañana siguiente, David y yo salimos a explorar los alrededores. Poco a poco, nos aventuramos más lejos de nuestro edificio, primero a lo largo de la calle, luego alrededor de nuestra manzana y finalmente hacia el río, donde el puente Powstankow Slaskich conectaba nuestra zona con las principales atracciones de Cracovia: el barrio judío de Kazimierz, el distrito histórico o Ciudad Vieja y el castillo Wawel, residencia real cuando Cracovia era la capital de Polonia en la Edad Media. Muy pronto me sentí lo suficientemente valiente como para atreverme a explorar solo. Todos los paisajes que había admirado en las fotos de las cajas de dulces se veían aún más impactantes en la realidad. Me sentí especialmente atraído hacia los grandes parques y edificios históricos, como la Vieja Sinagoga, que databa del siglo XV, y la Basílica de Santa María, una majestuosa iglesia gótica del siglo XIV que se elevaba sobre la plaza principal. Desde esa iglesia, cada mediodía, sonaba la trompeta que yo escuchaba en la radio que Tsalig había construido.
Cada día era una nueva aventura, y no podía esperar para descubrir lo que me aguardaba a la vuelta de cada esquina. A veces apoyaba mi mano en algún edificio, solo para asegurarme de que no estaba soñando. El ajetreo en las calles daba la impresión de que todos tenían algo muy importante que hacer. A veces trataba de seguir los pasos de gente con piernas mucho más largas que las mías, solo para ver adónde iban. Era divertido observar los diferentes tipos de zapatos que usaban las personas, y luego mirar hacia arriba para ver sus caras. De vez en cuando me detenía para observar el escaparate de alguna tienda, repleto de una abundante exhibición de mercancías, desde ropa y joyas hasta accesorios. Nunca había visto nada semejante. Era como estar en un escenario de película o en un parque de diversiones, aunque en aquel entonces yo no tenía idea de que estos existieran.
Nuestro apartamento se encontraba en un barrio industrial de clase trabajadora, a pocas calles de la fábrica en la que trabajaba mi padre, en la calle Lipowa. Había muchos chicos de mi edad. A veces se burlaban de mí porque yo me quedaba boquiabierto antes cosas que para ellos eran normales. Les gustaba mostrarse como chicos sofisticados que podían explicarle al ingenuo campesino cómo funcionaba todo en la gran ciudad. Sin embargo, en ocasiones se detenían conmigo a observar alguna maravilla que mis ojos captaban.
No pasó mucho tiempo hasta que hice amistades, y nos gustaba mucho inventar juegos. Uno de nuestros favoritos consistía en subirnos a los tranvías que recorrían la ciudad. Como mis nuevos amigos y yo no teníamos dinero, ideamos lo que considerábamos un modo extraordinariamente ingenioso de viajar gratis. Saltábamos al tranvía por el extremo opuesto a aquel en el que se encontraba el guardia. A medida que él se acercaba, recolectando y marcando los boletos de los pasajeros, al sector donde estábamos nosotros, nos preparábamos para escapar. Saltábamos del tranvía justo cuando el guardia nos alcanzaba, y luego nos precipitábamos hacia el otro extremo para repetir la travesura, al menos por algunas paradas más, hasta que nos pescaban. Nunca me cansaba de este truco.
El hecho de que yo fuera judío y mis nuevos amigos no, no parecía importarles. Solo importaba que compartiéramos nuestra osadía y la travesura.
Cracovia no era solo una ciudad histórica sino también cosmopolita y con gran actividad cultural, llena de cafés, teatros (incluyendo uno dedicado a la ópera) y salones de baile. Los ingresos modestos de mi padre no nos permitían acceder a ninguno de aquellos entretenimientos. Lo más cerca que estuve de la vida nocturna de Cracovia fue cuando llevaba y traía mensajes de un hombre en un cabaret a una mujer que vivía en el apartamento al lado del nuestro. La vecina me daba dinero para el boleto de tranvía, pero yo prefería caminar. Cuando llegaba al cabaret, le dejaba la nota al portero. Mientras esperaba la respuesta, espiaba dentro del local, esperando ver qué era lo que atraía a la gente allí noche tras noche. Nunca alcancé a ver demasiado, aunque sí escuchaba música típica polaca. Luego de un rato regresaba a casa y le daba a mi madre el dinero, ya que aun antes de la guerra escaseaba en mi hogar.
Mi papá estaba feliz de tener a su familia con él. Nos mostró orgulloso los alrededores de la fábrica, y David y yo siempre éramos bienvenidos cuando lo visitábamos en su trabajo. Si estaba muy ocupado, nos asignaba una tarea que nos llevara tiempo, como serruchar un tronco grueso por la mitad. El trabajo que nos daba no servía de nada, pero papá nos llenaba de elogios cuando las dos mitades caían al suelo. Él era un fabricante de herramientas y moldes muy hábil, y elaboraba repuestos para las máquinas que se dañaban y moldes para las botellas de vidrio que producía la fábrica. Era muy requerido por otros fabricantes de la zona por su habilidad. El orgullo que él sentía por su trabajo inundaba también nuestra casa, donde él era claramente el amo y señor del castillo, aun cuando el “castillo” fuera solo un apartamento modesto. Mi mamá trataba de satisfacerlo en todo; nosotros, los niños, estábamos en el segundo lugar de prioridad.
En los años en que estuvimos separados, mi hermano mayor, Hershel, había madurado al estar en compañía de papá. Bajo su tutela había sentado cabeza, conseguido trabajo y empezado a ahorrar dinero. Ahora Hershel era considerado y responsable, no problemático. Además tenía novia, así que, aunque había vuelto a compartir la vida diaria con nosotros, rara vez lo veíamos.
Nos acostumbramos rápidamente a la nueva vida en Cracovia. Nos concentramos en instalarnos y sentirnos a gusto juntos. Cuando comenzamos a enterarnos de la violencia y los disturbios en Alemania, fue preocupante; pero estábamos demasiado ocupados en nuestra vida cotidiana, y no teníamos tiempo para pensar en nada más. En septiembre de 1938 celebramos Rosh Hashaná, el Año Nuevo judío y Iom Kipur, el Día del Perdón, en una hermosa sinagoga, una de las más de cien que había en toda la ciudad. En Cracovia vivían alrededor de 60.000 judíos, aproximadamente un cuarto del total de la población. A mí me parecía que estábamos totalmente integrados a la vida de la ciudad. Ahora, a la distancia, me doy cuenta de que ya entonces había señales de los tiempos difíciles que llegarían.
En mi nueva escuela, un edificio enorme que albergaba a cientos de niños de mi vecindario, mi maestro de cuarto grado me señaló un día. Me llamó “Mosiek”, el diminutivo de Moshe. Primero me causó gran impresión: pensé que ese hombre debía conocer a mi padre, Moshe, y sabía que yo era su hijo. Me sentí orgulloso de que papá fuera tan conocido. Pero después me enteré de que el maestro no sabía quién era él, y que el apodo “Mosiek”, “Pequeño Moisés”, era un insulto destinado a cualquier niño judío, fuera quien fuera su padre. Me sentí tonto por haber sido tan crédulo.
A pesar de esto, mi vida continuaba absorbida por la escuela, los juegos, correr a la panadería para comprar una hogaza de pan o al zapatero para recoger nuestros zapatos recién remendados. Pero cada vez resultaba más difícil ignorar las graves noticias que llegaban sobre lo que estaba ocurriendo en Alemania.
El mes de octubre de 1938 comenzó con novedades preocupantes. Los periódicos, las emisoras de radio y las conversaciones en toda la ciudad solo se referían a Alemania y a su líder Adolf Hitler, el Führer.