en toda Europa, mi abuelo materno, Jacob Meyer, alquilaba su granja a la Iglesia Ortodoxa Oriental. Soportó largas horas de duro trabajo físico para mantener a su familia. Él mismo labraba la tierra. Desenterraba las papas con una pala y cortaba el heno con una guadaña. Yo me sentía grandioso manejando su carreta cuando estaba llena con altos fardos de heno al finalizar la cosecha. Después que mi padre se fue a Cracovia, mi madre necesitó cada vez más la ayuda de sus padres. Mi abuelo venía con frecuencia a casa con papas y otros productos de su jardín para asegurarse de que su hija y sus nietos no pasaran hambre. De todos modos, aun con la ayuda de su familia, mi mamá estaba siempre muy ocupada, ya que por lo general estaba sola a cargo de un hogar lleno de niños. Solo alimentarnos, mantener nuestras ropas limpias y asegurarse de que tuviésemos todo lo necesario para la escuela era un enorme trabajo para ella. Nunca tenía tiempo para sí misma.
En Narewka todos conocíamos a nuestros vecinos y sabíamos a qué se dedicaban. Los hombres frecuentemente se identificaban según sus ocupaciones, más que por sus nombres. Mi abuelo paterno era conocido como “Jacob el herrero”, y nuestro vecino era “Lansman el sastre”. A la mujer siempre se la identificaba por el nombre de su esposo (por ejemplo, “la mujer de Jacob”), mientras que a los niños nos nombraban según quiénes eran nuestros padres o abuelos. La gente no pensaba en mí como Leib Lejzon. Ni siquiera como el hijo de Moshe y Chanah; en cambio, se referían a mí como el eynikl (nieto) de Jacob Meyer. Algo tan simple dice mucho acerca de cómo era el mundo en el que crecí. Era una sociedad patriarcal, en la cual se respetaba e incluso se reverenciaba a los mayores, en especial cuando su edad representaba, como en el caso de mi abuelo materno, toda una vida de trabajo duro, dedicación a la familia y devoción religiosa. Siempre me paraba más erguido y me sentía especial cuando la gente se refería a mí como “el eynikl de Jacob”.
Cada viernes por la noche y sábado por la mañana íbamos a los servicios religiosos en la sinagoga. Me paraba junto a mi abuelo, inclinaba mi cabeza cuando él lo hacía y seguía sus plegarias. Todavía me recuerdo mirándolo, desde mi corta estatura, y pensando en lo fuerte y alto que se veía, como un gigantesco árbol que me cobijaba. Siempre pasábamos la Pascua en la casa de mis abuelos maternos. Como yo era el nieto más pequeño, tenía el honor de hacer las cuatro preguntas tradicionales de la festividad, cosa que me ponía muy nervioso. Mientras recitaba las preguntas en hebreo, haciendo mi mejor esfuerzo para no equivocarme, podía sentir los ojos de mi abuelo fijos en mí, siguiéndome a medida que hablaba. Cuando concluía, yo soltaba un suspiro de alivio, sabiendo que había cumplido con sus expectativas. Me sentía afortunado de ser su nieto y siempre deseaba ganarme su aprobación y merecer su afecto. Disfrutaba especialmente pasar la noche con mis abuelos, solo ellos y yo. Dormía en su cama, feliz de no tener que compartirla con mis hermanos como sucedía en casa. ¡Cómo me gustaba ser el centro de la atención de mis abuelos!
Protegido por el amor y el apoyo de mi familia, poco sabía de las persecuciones que los judíos habían sufrido en Narewka y en otras aldeas a lo largo de los siglos, a manos de diversos gobernantes. Mis padres habían sobrevivido a estos ataques, llamados pogroms, en los primeros años del siglo XX. Luego de estos sucesos, muchos judíos de Narewka emigraron a América, entre ellos los hermanos de mi madre, Morris y Karl. Aunque no sabían nada de inglés, creían en la posibilidad de un futuro mejor en los Estados Unidos. Pocos años después Shaina, la hermana hermosa, también buscó una nueva vida en América.
Mis padres habían vivido también la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918. Antes de 1939 nadie se refería a esta guerra como la “Primera”, ya que no teníamos idea de que, apenas veinte años después, el mundo estallaría nuevamente en conflicto. Durante la Gran Guerra, los soldados alemanes que ocuparon Polonia eran bastante considerados con los polacos, sin importar su religión. Al mismo tiempo, en Narewka y en otros pueblos en todo el país, los hombres eran convocados para hacer trabajos forzosos. Mi padre trabajó para los alemanes en el ferrocarril de vía angosta que transportaba madera y otros suministros de nuestra tierra a Alemania. En 1918, cuando Alemania fue derrotada, las tropas invasoras se retiraron y regresaron a su país.
Viéndolo a la distancia, mis padres y muchos otros cometieron un terrible error al pensar que los alemanes que llegaron a Narewka en la Segunda Guerra Mundial serían como los que estuvieron en la Primera. Pensaron que serían gente como ellos, hombres que hacían sus tareas militares ansiosos por regresar con sus mujeres y sus hijos, y que apreciarían su hospitalidad y amabilidad. Del mismo modo en que todos depositaban sus expectativas en mí en función de quién era mi abuelo, todos relacionamos a los alemanes que ocuparon Polonia en 1939 con los que habían llegado antes que ellos. No había razón para pensar de otra manera. Después de todo, ¿por qué no deberíamos confiar en nuestra experiencia previa?
Cuando pienso en el lugar en el que crecí, el pueblo que me brindó tantos recuerdos que atesoro, me acuerdo de una canción en idish que solía cantar con Lansman y sus hijos. Se titulaba “Oyn Pripetchik”, que significa “En el corazón”. Con una melodía lastimera, la letra cuenta acerca de un rabino que enseña el alfabeto hebreo a sus jóvenes alumnos, igual que como yo lo aprendía en la escuela heder. La canción concluye con las palabras ominosas con las que el rabino advierte:
Cuando sean grandes, niños,
entenderán
cuántas lágrimas encierran estas letras
y cuántos lamentos.
Por las noches, cuando cantaba esta canción junto a la familia Lansman, sus palabras me parecían historia antigua. Jamás se me hubiera ocurrido que anticiparían mi futuro inminente y aterrador.
Capítulo 2
Es difícil imaginar un mundo sin aviones o automóviles, un mundo en el que la gente pasaba la mayor parte de su vida en la misma región y rara vez viajaba más que unos pocos kilómetros desde su pueblo. Un mundo sin Internet e incluso sin teléfonos. Por otro lado, atesoro los recuerdos de aquel mundo pequeño en el que viví durante los primeros años de mi infancia. Era un mundo definido por el amor y la calidez de mi familia. Ese estilo de vida tan predecible hacía que las pocas sorpresas fueran especialmente memorables. Cuando pienso en aquella manera de vivir, hoy tan distante, me invade la nostalgia, en especial por mis abuelos, tías, tíos y primos.
Las historias de mi padre me brindaban una imagen brillante de la ciudad de Cracovia, a 563 kilómetros y a años luz de la vida que yo conocía en Narewka. Debe haber sido duro para papá dejarnos por tantos meses y dejar tanta responsabilidad en manos de mi madre. Pero ella entendía que él trabajaba para darnos una vida mejor, y que debíamos tener paciencia mientras ahorraba dinero para que nos reuniéramos con él. Finalmente, en la primavera de 1938, luego de cinco años de trabajo duro y ahorro, vino a buscarnos. Yo estaba encantado. Tenía ocho años y adoraba las aventuras. Sabía que la gran ciudad encerraría muchas, y el solo hecho de poder volver a estar con mi padre me parecía lo mejor que podía pasarme. Él había estado lejos de nosotros la mayor parte del tiempo, ¡desde que yo tenía tres años!. De modo que dije adiós con entusiasmo y sin una pizca de recelo a mis abuelos, tías, tíos y primos, listo para comenzar mi nueva vida. Daba por hecho que todos ellos, al igual que mis amigos, estarían allí para que yo los visitara cada vez que quisiera volver. Sin mirar atrás, con mi madre, mis hermanos y mi hermana, hice mi primer viaje en tren.
Jamás me había alejado más allá de las afueras de mi pueblo, mucho menos en tren. Todo lo relacionado con el viaje era fascinante: los sonidos, la velocidad, el paisaje que corría ante mis ojos. Me sentía listo (o eso creía) para lo que fuera que vendría a continuación.
No recuerdo exactamente cuánto duró el viaje; solo sé que fue largo, al menos varias horas. Sí recuerdo mi fascinación. Qué enorme me parecía el mundo, aun cuando apenas habíamos viajado unos pocos cientos de kilómetros. Cuando oscurecía, temía perderme de algo si no mantenía mis ojos fijos en la ventanilla. Pasadas las once de la noche, nuestro tren llegó a la estación de Cracovia. Papá nos esperaba allí, y corrimos a sus brazos. Apilamos nuestro equipaje