Leon Leyson

El chico sobre la caja de madera


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hermano David, poco más de un año mayor que yo, fue mi compañero más cercano. Lo recuerdo contándome que, cuando yo era un bebé, él mecía mi cuna si me echaba a llorar. Casi siempre estábamos juntos. Aun así, uno de sus pasatiempos favoritos era fastidiarme. Sonreía con suficiencia cada vez que yo caía en una de sus bromas. A veces me frustraban tanto sus trucos, que mis ojos se llenaban de lágrimas. Cierta vez, los dos comíamos fideos y él me dijo que, en realidad, los fideos eran gusanos. Lo dijo tan seguro y durante tanto tiempo que me convenció. Sentí náuseas, y David aulló de risa. A pesar de esto, no pasó mucho tiempo antes de que los dos nos reconciliáramos… hasta que David encontró otra oportunidad para molestarme.

      En Narewka vivían aproximadamente mil judíos. Siempre ansiaba asistir a la sinagoga con mis abuelos maternos, con quienes me sentía muy a gusto. Me encantaba escuchar las plegarias que resonaban en todo el edificio. El rabino comenzaba el servicio religioso con su voz fuerte y vibrante, que luego se mezclaba con las voces de la congregación. Cada pocos minutos, su voz volvía a destacarse nuevamente cuando indicaba qué líneas del libro de plegarias debíamos seguir. Pero el resto del tiempo, los fieles estaban cada uno en su mundo. Yo sentía que todos éramos una unidad, pero a la vez, que cada cual se encontraba en su propio momento de comunión con Dios. Supongo que para alguien que no pertenece a nuestra colectividad esto suena extraño, pero para nosotros era un sentimiento totalmente normal. A veces, cuando un polaco cristiano intentaba describir un evento caótico, decía: “Es como una congregación judía”. En aquellos tiempos de paz, un comentario como aquel no tenía connotaciones hostiles; simplemente expresaba lo extraños que éramos para quienes practicaban religiones diferentes a la nuestra.

      La mayor parte del tiempo, cristianos y judíos convivíamos juntos en armonía en Narewka, aunque pronto aprendí que ponía a prueba mi suerte si caminaba por las calles con mi habitual despreocupación durante la Semana Santa, antes de las Pascuas cristianas. En esa época del año, nuestros vecinos cristianos nos trataban de manera diferente, como si de pronto los judíos nos hubiésemos convertido en sus enemigos. Incluso mis compañeros habituales de juegos se volvían agresivos. Me arrojaban piedras y me ponían apodos crueles e hirientes, como “Asesino de Cristo”. Eso no tenía sentido para mí, porque Jesús había vivido muchos siglos antes que yo. Pero mi identidad como persona pesaba para ellos menos que mi identidad judía; y para aquellos que nos detestaban, no tenía importancia dónde viviéramos: un judío era un judío, y cada uno de nosotros era culpable por la muerte de Jesús. Por fortuna, esta animosidad duraba solo unos días al año, y generalmente en Narewka judíos y cristianos convivían pacíficamente. Por supuesto, siempre había excepciones. La mujer que vivía frente a nuestra casa nos arrojaba piedras a mí y a mis amigos judíos solo por caminar en la acera frente a su puerta. Supongo que pensaba que la mera proximidad de un judío traía mala suerte. Aprendí a cruzar la calle cuando me aproximaba a su casa. Otros vecinos eran más agradables. La familia que vivía al lado nos invitaba todos los años para que viéramos su árbol de Navidad.

      Con todo, Narewka era un lugar idílico para crecer durante los años 30. Entre el anochecer del viernes y el del sábado, los judíos observábamos el Shabat. Me encantaba la quietud que se cernía sobre las tiendas y las oficinas cerradas, un bienvenido respiro después de las rutinas agitadas de la semana. Después del servicio en la sinagoga, la gente se sentaba en sus porches o portales, a conversar mascando semillas de calabaza. Solían pedirme que cantara cuando pasaba por allí, porque yo conocía muchas canciones y tenía una voz que todos elogiaban, cualidad que perdí cuando entré en la pubertad.

      Entre septiembre y mayo, asistía a la escuela pública por las mañanas y a la escuela judía o heder por las tardes. Allí nos enseñaban hebreo y estudiábamos la Biblia. Yo tenía cierta ventaja sobre mis compañeros porque había aprendido de mis hermanos, imitándolos cuando ellos hacían sus tareas de la escuela heder, aun cuando no entendiera bien qué estaban estudiando. Mis padres me inscribieron allí cuando tenía cinco años.

      El catolicismo era la religión predominante en Polonia, y en la escuela pública ocupaba un rol bastante destacado. Cuando mis compañeros católicos rezaban sus plegarias, nosotros, los judíos, debíamos quedarnos de pie en silencio. Esto era algo fácil de decir, pero no de hacer; muchas veces nos reprendían por cuchichear a hurtadillas o por jugar a empujarnos cuando se suponía que debíamos estar parados como estatuas. Era riesgoso portarse mal, aunque fuera un poco, ya que nuestro maestro estaba siempre muy dispuesto a informar a nuestros padres. ¡A veces, mi madre sabía que me había metido en problemas aun antes de que yo llegara a casa por la tarde! Mamá nunca me castigaba físicamente, pero tenía su manera de hacerme saber cuando mi conducta la disgustaba. No me agradaba sentir eso, de modo que la mayoría de las veces trataba de portarme bien.

      Cierta vez, mi primo Yossel preguntó a su maestro si podía cambiar su nombre por Józef, en honor a Józef Pilsudski, un héroe nacional polaco. El maestro le dijo que un judío no tenía derecho a tener un nombre polaco. Yo no podía imaginar por qué mi primo querría cambiar su nombre idish (que equivale a José en español) por su versión polaca, pero el rechazo del maestro no me sorprendió. Simplemente, la vida era así.

      Mi segundo hogar era el de mi vecino Lansman, el sastre. Me fascinaba cómo dirigía finas salpicaduras de agua desde su boca hasta las prendas cuando las planchaba. Me gustaba visitarlos a él, a su esposa y a sus cuatro hijos, todos ellos hábiles sastres. Cantaban mientras trabajaban, y por las noches se reunían para tocar música con sus instrumentos y seguir cantando. Me sentí desconcertado cuando el más joven de los hijos, que era sionista, decidió dejar su hogar e irse a la lejana Palestina. ¿Por qué se alejaría tanto de su familia, abandonando su trabajo y sus encuentros musicales? Ahora comprendo que su decisión le salvó la vida. Su madre, su padre y sus tres hermanos murieron en el Holocausto.

      Narewka carecía de todo lo que hoy consideramos necesario. Las calles eran de grava, sin pavimentar; muchos edificios estaban hechos de madera y no tenían más que un piso; la gente caminaba, o bien se trasladaba a caballo o en carretas. Aún recuerdo cuando la maravilla de la electricidad llegó a nuestro pueblo en 1935. Yo tenía seis años. Cada hogar debía decidir si deseaba o no tener su instalación eléctrica. Luego de muchas deliberaciones, mis padres decidieron tener el nuevo invento en casa. Un solo cable conducía a un agujero en el centro de nuestro cielorraso. Era increíble que, en vez de la lámpara de queroseno, ahora tuviésemos una bombilla de vidrio sobre nuestras cabezas, que nos iluminaba para poder leer por las noches. Solo teníamos que jalar un cordel para encenderla o apagarla. Cuando mis padres no me estaban viendo, me trepaba a una silla y jalaba la cuerda para ver cómo la luz aparecía y desaparecía como por arte de magia. Asombroso.

      Pero a pesar de la maravilla de la electricidad, en muchos otros aspectos Narewka permanecía igual desde hacía siglos. No había tuberías de agua en los interiores de las casas y en el amargo invierno el trayecto hasta el retrete, que estaba afuera, era algo que yo trataba de demorar lo más posible. Nuestro hogar tenía una habitación grande que servía de cocina, comedor y sala de estar, y un solo dormitorio. La privacidad tal como la conocemos hoy era algo ajeno para nosotros. Había una sola cama, que compartíamos mis padres, mis hermanos, mi hermana y yo.

      Sacábamos el agua de un pozo en nuestro patio; arrojábamos dentro una cubeta hasta que la escuchábamos caer, y luego la subíamos llena. El desafío era no perder demasiado contenido a medida que llevábamos la cubeta desde el pozo hasta la casa. Juntar toda el agua que necesitábamos nos llevaba varios viajes al día, así que íbamos y veníamos muchas veces. Yo también recolectaba huevos, apilaba la leña que cortaba Tsalig, secaba los platos que lavaba Pesza y hacía compras para mi madre. A menudo, además, iba al granero de mi abuelo a buscar una jarra de leche de su vaca.

      Nuestro pueblo en la frontera del bosque de Bialowieza estaba habitado principalmente por granjeros y herreros, carniceros y sastres, maestros y comerciantes. Éramos gente campesina, sencilla y trabajadora, tanto los judíos como los católicos, y nuestras vidas giraban en torno a nuestra familia, nuestras festividades religiosas y las temporadas de siembra y cosecha.

      Los judíos hablábamos idish en casa, polaco en público y hebreo en la escuela religiosa o en la sinagoga. También aprendí algo de alemán de mis padres. Resultó que saber alemán fue más útil