del apartamento para echar un vistazo. Quería ser quien llevara a mi familia la buena noticia de que ya no estábamos en peligro y que pronto volveríamos a reunirnos.
En medio de un silencio premonitorio, seguí mi recorrido habitual hacia el río. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Por qué la gente no estaba en las calles, aplaudiendo y celebrando a los soldados que venían a defendernos? Cuando me acerqué al puente Powstancow y avisté a los soldados, aflojé el paso. Mi corazón pareció hundirse. Por las insignias de sus cascos, supe que esos soldados no eran franceses ni ingleses. Eran alemanes. Era el 6 de septiembre de 1939. Menos de una semana después de haber cruzado la frontera polaca, los alemanes estaban en Cracovia. Aunque aún no lo sabíamos, nuestros días en el infierno comenzaban.
Capítulo 3
Una persona empapada y cubierta de lodo subió despacio por los escalones de entrada de nuestro edificio y apareció ante la puerta de nuestro apartamento. Mi padre había cambiado tanto en el transcurso de las pocas semanas que había estado lejos de casa, que no lo reconocí hasta que entró y se desplomó sobre una silla. Mi madre, mi hermana, mis hermanos y yo lo abrazamos, pero nuestra alegría duró solo un momento. La siguió el temor por lo que pudiera haberle sucedido a Hershel. Papá nos aseguró que estaba a salvo, aunque sospecho que él tenía dudas y que las compartió secretamente solo con mi madre. Papá nos relató que él y Hershel se habían unido a una larga columna de refugiados que se dirigían al norte y al este. Decididos a mantenerse por delante de los tanques y las tropas alemanas, habían caminado juntos huyendo de los soldados invasores, desde el amanecer hasta la noche, durmiendo unas pocas horas en campos en los que encontraban su único alimento: mazorcas de maíz que arrancaban de las plantas y comían crudas. Cada vez que se aproximaban a un pueblo, corría entre ellos el rumor de que los alemanes ya estaban allí. Con una velocidad alarmante, los invasores ya habían tomado toda la región occidental de Polonia y avanzaban hacia el este.
Hershel era joven y fuerte, y podía trasladarse más rápidamente que mi padre. Al mismo tiempo, papá estaba reconsiderando su impulsiva decisión de dejar a su esposa y sus otros hijos. Así que resolvieron que Hershel continuaría solo hasta Narewka y mi padre regresaría a Cracovia y arriesgaría su suerte con las tropas invasoras. El viaje fue peligroso y lento, pero finalmente llegó a casa sano y salvo. Yo estaba entusiasmado por tenerlo nuevamente con nosotros.
A medida que los alemanes cerraban el cerco sobre Cracovia, los judíos eran objeto de toda clase de caricaturas insultantes. Había carteles humillantes en polaco y en alemán, mostrándonos como criaturas grotescas y asquerosas de narices largas y torcidas. Nada de lo que decían aquellos carteles tenía sentido para mí. En mi familia no teníamos mucha ropa, pero mi madre trabajaba duramente para mantener nuestras prendas en condiciones y nunca se veían sucias. Hasta me dediqué a examinar nuestras narices. Ninguna era particularmente grande. No podía entender por qué los alemanes querían hacer que nos viéramos distintos de como éramos.
Las restricciones se multiplicaron rápidamente. Parecía que, para los judíos, casi nada estaba permitido. No podíamos sentarnos en las bancas de los parques. Después, directamente se nos prohibió estar allí. En los tranvías, había cuerdas que separaban los asientos para los polacos no judíos, en el frente de los vehículos, y los de los judíos, en el fondo. Al principio, esta restricción me irritaba, pues me impedía continuar con mi juego de esquivar a los guardias con mis amigos. Pronto, no tuve ni siquiera la posibilidad de seguir jugando, pues se nos prohibió a los judíos usar cualquier tipo de transporte público. Poco a poco, los chicos con los que había compartido tantas aventuras, a quienes nunca les había importado que yo fuera judío, empezaron a ignorarme; después, a murmurar palabras desagradables cuando estaba cerca de ellos; y, finalmente, el más cruel de mis hasta entonces amigos me dijo que nunca más jugarían con un judío.
Mi décimo cumpleaños, el 15 de septiembre de 1939, pasó inadvertido en medio de la confusión y la incertidumbre de aquellas primeras semanas de ocupación alemana. Afortunadamente, Cracovia no había sufrido los bombardeos destructivos que sí habían alcanzado a Varsovia y otras ciudades; pero aun sin esa amenaza, el terror invadía las calles. Los soldados alemanes actuaban con total impunidad. Nunca se sabía lo que harían. Desvalijaban las tiendas judías. Desalojaban a los judíos de sus apartamentos y se instalaban en ellos, confiscando todas sus pertenencias. Los hombres ortodoxos eran su blanco preferido. Los soldados los capturaban en las calles, los golpeaban y les cortaban sus barbas y sus coletas tradicionales, llamadas payot, solo por deporte, o lo que ellos consideraban deporte. Algunos polacos no judíos descubrieron nuevas oportunidades. Una mañana, varios irrumpieron en nuestro edificio para saquear el apartamento de arriba, donde vivía la familia que había huido a Varsovia. Golpearon nuestra puerta. Cuando mi padre se rehusó a entregarles la llave que los vecinos le habían confiado, los intrusos simplemente corrieron escaleras arriba, entraron y desvalijaron el lugar.
Poco después, algunos empresarios nazis llegaron con la idea de hacer fortuna con la miseria de los industriales judíos, a quienes ya no se les permitía ser propietarios de negocios. La fábrica de vidrio en la que trabajaba mi padre fue una de las elegidas. El empresario nazi que se hizo cargo de la empresa despidió de inmediato a todos los trabajadores judíos, excepto a mi padre. Él se salvó porque hablaba alemán. El nuevo dueño lo convirtió en el intermediario (una especie de traductor) entre él y los polacos cristianos a los que aún se les permitía trabajar allí. Por primera vez en meses, vi a mi padre un poco más seguro de sí mismo. Insistía en que la guerra no duraría mucho, y que, como tenía un empleo, estaría a salvo. Predecía que para el año siguiente, o quizá para el final de ese mismo año, todo habría terminado. Así como los alemanes se habían ido tras el fin de la Gran Guerra, también se irían en esta ocasión. Sospecho que en toda Cracovia había muchos padres judíos que transmitían el mismo mensaje a sus hijos, no solo para reconfortarlos sino también para autoconvencerse. Mi padre cometía el mismo error que muchos: creer que los alemanes con los que ahora lidiábamos eran como los que habían conocido antes. No tenía idea, nadie podría haberla tenido, de la falta de humanidad y de la maldad ilimitada de este nuevo enemigo.
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