José María de Pereda

La Puchera


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(Quilino se levantó de repente, y se arrancó el sombrero de la cabeza.) ¡Si el pior mal consiste en que Pilara está jalando de la lengua á ese animal; y anque él se empeñe en callarse la boca, le ha de hacer ella que cante! (Al suelo el hongo.) Y como él no desea otra cosa... (patadas al sombrero) agarraráse al supuesto pa lograr lo que no puede de por sí sólo... (Más patadas.) ¡Collonazo! ¡Cobardón!... (Amenazas á la casa del Josco, con los puños cerrados.) De modo y manera que el verme yo con el Josco, séase en güeña paz, ó séase en guerra que nos destrompe á los dos, es lo mesmo que empiorar la cosa pa insécula sinfinito... (Recoge el sombrero.) Onde yo tengo que dir ¡recongrio! y va á ser ahora mesmo, es á verme con Pilara. Ella es quien debe decirme lo que pasó anoche allí; y por poco que me quede en limpio, quedaráme el consuelo (puñetazos al hongo) de desfogar la corajina cantándola á la oreja avangelios que la saquen las colores á la cara... ¡Ya verá si no hay más que dar á un hombre como yo con la puerta en los bocicos, como se corrió en la Arcillosa!... Y respetive al Josco... ¡nos veremos tamién en su hora y punto! (Se encasqueta el sombrero.) ¡Ay, recongrio!... ¡qué negro va á ser ese día en Robleces!

      Y con esta amenaza entre dientes, tomó Quilino á medio galope, varga arriba, el mismo sendero que acababa de recorrer varga abajo.

       Índice

      CUENTAS DE FAMILIA

      Quilino obró como un sabio cuando retrocedió desde el portillo de la sierra. Si llega á bajar á Las Pozas, no vuelve á su casa tan entero como de ella había salido. Estaba el Josco aquella madrugada, que metía miedo.

      —Cuenta, Pedro Juan,—le había dicho la noche antes su padre (que ya le esperaba con la torta cocida y la cena dispuesta) en cuanto le vió entrar, de vuelta de su viaje al barrio de la Iglesia.

      Pero el Josco, aunque se había sentado á la cabecera del banco que servía á los dos de mesa y de asiento á la vez, ni decía palabra ni probaba bocado. Le daba ira y vergüenza lo encogido y desatento que había estado con Pilara. Al cabo, y en fuerza de apretar el Lebrato, se habían enredado el hijo y el padre en la siguiente conversación, entre mojada de tortuca en la sartén, y pellizcos á la hebra de los mubles recién fritos en ella:

      —En primeramente la dí los peces.

      —¿Á quién?

      —Á ella.

      —¿Á Pilara?

      —Á Pilara.

      —¿Y qué?

      —Y que... ná.

      —¿Cómo que ná, hombre?

      —¡Coles!... que no me atreví tampoco. ¿Lo quiere más claro?

      —Pos ¿sabes lo que te digo yo á eso, Pedro Juan? Pos te digo que ¡lástima de peces! Y te digo más: te digo que ¡lástima de calzones que llevas puestos! Faldas de baeta te sentarían mejor. Las cosas claras.

      —Respetive á este punto, padre, lo mesmo digo yo de mí mesmo. Vergüenza me da ser tan hombre como soy, y portame como me porto con Pilara... ¡Y si dijiéramos que ella!... Pero ¡coles! ¡si es una dulzura conmigo! ¡Si ella mesma me abre la boca y me pone la palabra en los labios! No me queda ya más trabajo que echarla haza juera... ¡Pos ni eso, coles! ¡ni eso poquitín puedo hacer de por mí solo!... Allí estaba Quilino cuando llegué yo al goterial. Apartóse ella de él, y vínose conmigo hecha unas pascuas en cuanto me vió. ¡Gloria me daba el mirarla, tan arrogantona y tan!... Quilino escapó enestonces ajumando de iras... «Pos voy á dala los peces ahora, díjeme pa mí solo, y pué que así me atriva mejor...» Y la dí los peces; pero por más que los emponderó ella, yo ná, padre, ¡lo mesmo que si me hubiera metío otros tantos en el guandate!... Pude haber roto á hablar si aquello dura, porque era mucho lo que yo me empeñaba en ello; pero antojósele á Pilara enseñar los peces á la gente del portal, llamáronme aentro, dióme vergüenza entrar... y escapéme. Avergonzóme esto más entoavía, y golví... Llamé á Pilara, salió de contao, díjome que me atriviera á decirlo cuanti más luégo... y ¡coles! ¡ni por esas me atreví!... y escapéme otra vez, sin parar hasta la casa de ese hombre. Al golver de ella, Pilara esperándome á la ventana de la cocina; y yo ¡recoles! tapándome las orejas por no oirla tusir de mentirucas, y apretando á correr calleja abajo, como si los demonios me llevaran... y creo que es la pura verdá... Y no hay más que esto, padre... Ahora, déme cuatro mascás, que, por cobardón y baldragas, bien merecías las tengo, ¡recoles!

      —No es de ese modo, Pedro Juan, como hay que curarte esa cobardía que paece cuento en un mozo de tantas agallas como tú pa otros particulares de mayor compromiso. La cura esa, bien dicho te tengo cómo se ha de hacer, y así hay que hacerla; y así se hará sin tardar mucho, porque pué llegar el caso, Pedro Juan, y te hablo con la experencia de los años, de que pierdas la güena estima en que la moza te tiene, por esa falta que nunca pega bien en los mozos casaderos. Mal paece un hombre que en tales casos peca de atrevido, y mucho le agobia esa mala fama; pero que te libre Dios de dar en tierra por menosprecio de mujer por lo contrario: no te güelves á levantar en toa tu vida.

      —Pos esa es la que me quema á mí tamién, padre, que por demás la conozco.

      —Si la conocieras bien y te quemara mucho, otros jueran tus arranques por no caer como lo temo.

      —¡Le digo, padre, que me abrasa!... Porque, á más á más de cabeme esos recelos, cá vez estoy más alampao por ella.

      —Vamos á cuentas claras, Pedro Juan; y que sean éstas las últimas que echemos sobre el caso. Á la vista está, y bien de veces hemos convenío en ello, que aquí hace falta una mujer, porque el desgubierno en la casa nos come la metá de lo que agenciamos fuera de ella: esa es la ley y lo será siempre en la hacienda de los pobres. Pilara es hacendosa; Pilara es honrá; Pilara es la rebustez y la limpieza andando; Pilara te tiene á tí hasta en más de lo que por mi cuenta mereces, con merecer no poco; Pilara, con su por qué pa el día de mañana, supiendo la probeza y los ahogos de tu padre, güelve las espaldas á más de tres mozos bien pudientes pa darte la cara á tí; en su casa no hay quien no la alabe el gusto; saben que si tu llegas á entrar allí como marido de ella, ha de ser pa traétela á Las Pozas, y con too y con ello te abren las puertas de par en par y te hacen, como el otro que dice, la puente de plata.

      No quiero meter en la cuenta, pa el respetive, la güena ley que dende mozos nos tuvimos su padre y yo, por lo que siempre fueron esta casa y la suya como la uña y la carne; pero séase lo que se juere, por unas ó por otras, por lo de acá ó por lo de allá, ó mírese por arriba ó por abajo, Pilara caería aquí como de los mismos cielos de Dios... Y ahora te digo que ha de caer; y pa que caiga, ya que tú no sabes amañarte, me amañaré yo hablando por tí...

      —¡Coles, que me da mucha vergüenza eso!

      —Más vergüenza debía darte lo otro... Hablará don Alejo si no...

      —Tampoco, ¡recoles! Pior que pior.

      —Pos no hay otro remedio pa curar los tus males, y con él he de curátelos, Pedro Juan, por éstas que son cruces, si no los curas tú bien aína por tí mesmo. Y dejemos esto aquí, como el acero en su vaina, y vamos al otro particular. ¿Qué te dijo... ese hombre?

      —¡Mal rayo le parta!

      —¿Eso te dijo?

      —Lo digo yo, padre, porque así mesmo lo deseo.

      —Mal