dió en visitar á menudo á su tía; que se pasaba las tardes enteras en la casona de Robleces, «porque»—como decía á su amo la Galusa,—«el pobre muchacho era tan cariñoso y agradecido, y tan apenado se veía por el percance, que en ningún rincón hallaba sosiego sino al lado de su tía y de su generoso protector;» que Marcones trataba de interesar á Inés en sus conversaciones, siempre que podía; que la Galusa sabía dejarse caer á tiempo sobre las indiferencias geniales de Inés, con discretos panerígicos de las prendas del mozón, cuando éste no estaba presente; y por último, que, á pesar de que Inés y Marcones se habían tratado muy poco hasta entonces (porque no fueron muchos los viajes que el segundo hizo á Robleces después de atrapado el auxilio que la Galusa logró arrancar á su amo) y de no haberla caído nunca muy en gracia, no vió con disgusto aquellas largas visitas del de Lumiacos, con las cuales distraía un poco la insulsez enervante de su método de vida. Y es de advertir aquí que Marcones, cuando se empeñaba en ello y no se lo estorbaba la iracundia feroz que le poseía, era dulce de palabra y bondadoso de mirar, y daba á las conversaciones, ya que no gran interés, porque le faltaba ingenio, cierta unción que seducía fácilmente á personas tan desprevenidas é inexpertas como la hija de don Baltasar.
Por el médico don Elías se conocen los principales rasgos del carácter y de la naturaleza física de este mozo. Poco queda que añadir aquí para terminar su retrato de cuerpo y de alma. Aquél era grandote, más por lo macizo y relleno que por lo alto, aunque lo era bastante; relleno y macizo de tal suerte, que en cualquiera porción de él en que se fijara la vista predominaba la curva cerrada, casi hasta la circunferencia; los pies, las manos, los hombros, el pescuezo, la cara: otros tantos círculos mal hechos; bollos híspidos, más chicos ó más grandes; aquí uno por uno, allá sobrepuestos ó acoplados; pero siempre el bollo, particularmente en la cara, que se componía exactamente de dos, uno más pequeño que otro, unidos de golpe, quedando hacia abajo el más grande y correspondiendo las sienes y parte de las orejas á la mayor depresión de los perfiles laterales. Sin embargo, la cara no resultaba fea, porque los ojos eran grandes, negros y expresivos, y la boca y la nariz muy regulares. El color, ordinariamente, moreno limpio, de nariz y mejillas arriba; y de allí para abajo, incluyendo la papada y cuanto se veía del pescuezo, el negro agrisado del cisco, resultante de la gran espesura y fortaleza de su barba rapada. Digo que ordinariamente era moreno limpio su color, porque cada movimiento del ánimo le transformaba en verde bilioso, así como á la habitual dulzura de su mirada, en celaje fulmíneo.
Con ser tan de bulto esta figura, lo primero que un buen observador veía en ella era lo de adentro; y no le ocurría pensar lo que al vulgo de los que miran: «este hombre sería hasta buen mozo si estuviera vestido de claro y no tan relleno,» sino «eso es un odre de iras y concupiscencias.» Era demasiado transparente el cendal para que, sabiendo mirar, no se viera debajo el hervidero de lavas dispuestas á saltar en chorros al primer alfilerazo que se diera allí.
Inés, que era vulgo para mirar como para tantas otras cosas, pensó también de Marcones, oyéndole y observándole despacio y muy de cerca, que con menos carne y con ropa más alegre, podía ser «hasta buen mozo.» Y eso que Marcones se había presentado en Robleces con la menor cantidad posible de seminarista, en lo externo; pero tras de que hay oficios y carreras que imprimen sello indeleble en quien los ejerza ó siga, la secularización del de Lumiacos no podía pasar de ciertos límites si no había de fracasar en la introducción la comedia que se disponía á representar.
Á pesar de esta precaución indispensable, como la paciencia no era la virtud del seminarista, procuraba éste aprovechar bien el tiempo; para abreviar los trámites de su proyectada empresa; y sin descubrir todavía la punta de sus intenciones, preparaba el terreno desplegando ante Inés todo lo que él creía pompa de sus recursos; y ahora con un latín del Doctor angélico, después con la explanación de un punto de moral práctica, luégo con una descarga de apóstrofes contra las malas costumbres del día, otra vez con un himno dulzón á la doncella fuerte, y un catálogo muy encarecido de las prendas que debían poseer los hombres para ser dignos de la amorosa elección de «ciertas mujeres,» lograba producir en el ánimo de la indocta hija de don Baltasar algo de la fascinación que en el del tosco lugareño ejerce el charlatán que traga estopas ardiendo y escupe luégo cintas de colores. Por de pronto le admiraba Inés por lo mucho que sabía y hasta por lo bien que lo charlaba. Después, hay que tener presente que Marcones era la única persona, relativamente culta, que había tratado íntima y familiarmente; que ciertos puntos que Marcones había tocado en sus fogosas homilías sobre determinados movimientos del corazón humano, eran casi los mismos que tantas veces había querido explicarse ella durante los pasajeros arrechuchos de su alma; que el preopinante era vehemente y que se poseía hasta echar lumbre por los ojos cuando, hablando de estas cosas, los clavaba en los serenos y dulces de Inés; que Inés era toda sinceridad y buena fe, al paso que en el otro no había pizca de semejantes ingredientes; y teniendo presentes estas cosas y otras que fácilmente se presumen, no es de extrañar que si la admiración de Inés no pasaba de la sapiencia de Marcones, su curiosidad hallara en la persona del sabio un cebo que no ofrece el hombre que come estopas encendidas, al palurdo que le admira por eso solo.
Desde luégo, en el mucho saber del seminarista halló Inés la medida de su propia ignorancia, y hasta tuvo sus conatos de avergonzarse de ella; no porque sintiera la necesidad de conocer los Lugares teológicos ni la gramática latina, que á desconocer esto no lo llamaba ella ignorancia, sino porque, fuera del catecismo y de escribir desastradamente, no sabía pizca de nada; y esto era demasiado poco saber para la hija de don Baltasar Gómez de la Tejera... ¿Dejó traslucir Inés este pensamiento? ¿Se le adivinó Marcones? ¿Entraba en los planes de éste el acuerdo á que el caso dió lugar? ¿Anduvo en el ajo la Galusa? No se sabe; pero es lo cierto que un día quedó convenido entre Inés y él, con pleno y gustosísimo consentimiento de don Baltasar, que Marcones, tan suelto de pluma y entendido en cuentas, en gramática y en otros ramos de la primera enseñanza, comenzaría á dar lecciones á Inés, tan asidua y provechosamente como el mejor maestro de escuela.
Y henos aquí, aunque no tan pronto como yo había pensado, empalmando el remate de esta digresión indispensable, con los corrientes sucesos de este libro, en el punto en que quedaron al despedirse don Elías de Pedro Juan, después de haber salido éste de casa del Berrugo.
VI
VARGA ABAJO Y VARGA ARRIBA
Pero ¡qué naturaleza más singular la de Quilino! Él bailaba como una peonza; él relinchaba mejor que nadie en todas las rondas de mozos; él se enternecía hasta el lloro á moco tendido, en un entierro; él cantaba la misa, que se las pelaba; él revolvía el corro de bolos... en fin, donde se moviera algo, donde pasara algo que no se moviera ni pasara á todas horas y en todas partes, triste ó alegre, allí estaba él sin ser llamado por nadie, sin hacer falta ninguna y sin servir para maldita de Dios la cosa, sino para enmarañar dificultades, agriar lo dulce ó entorpecer lo hacedero. Sólo en muy determinados casos era Quilino el primero de todos los concurrentes, quiero decir, el que se llevaba la mejor parte: verbigracia, en los casos de zambra y alboroto entre los mozos del pueblo, por rivalidades de barrio ó cuestiones de galanteo. Con ser él incapaz de herir á una mosca, ya se sabía: la primera bofetada ó el primer garrotazo, para Quilino; y Quilino al suelo.
Pasaba de los veinticinco años, y, por lo menudo y lampiño, apenas representaba veinte; queriendo aparentar una corpulencia que no tenía, se mandaba hacer la ropa con muchos sobrantes; y de este modo resultaba lo contrario de lo que se proponía: que destacaba más su pequeñez, amén de parecer vestido de prestado. Los domingos se llenaba las orejas de claveles, la cinta del sombrero