José María de Pereda

La Puchera


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Comía poco y de prisa, se levantaba con el sol y se acostaba tarde. Cuando no tenía criados á quienes arrear, cuarterolas de vino que vender, faenas que presidir, cuentas que tomar, trabajos, en suma, que reclamaran toda su atención y aun su personal esfuerzo, no sosegaba un instante: en el corral, amontonaba la leña esparcida por el suelo, ó apañaba orcinas (astillas muy menudas) que iba echando en una triguera; en las cuadras, atropaba con una rastrilla los pelos de yerba caídos delante de las pesebreras; en el cercado contiguo á la casa, recogía los cantos arrojados por los chicos, y los volvía á la calleja; esparcía las toperas, espantaba las gallinas, franqueaba las sangrías ó canalitos de riego que estuviesen obstruídos; en el huerto de atrás, sorrapeaba los caminos, inventariaba los pies de berza y perseguía los caracoles; en la cocina, olía lo que se guisaba, daba un vistazo al hornillo de la leña, destapaba el ollón de los criados y sacudía la alcuza junto al oído; en la despensa, revisaba el tocino y los garbanzos, recontaba los huevos y las longanizas, y veía si se conservaban bien tapados los agujeros de los ratones; en el estragal, en la bodega, en el corralón trasero, reconocía los aperos, colgaba los que debieran estar colgados y arrimaba á la pared los que anduvieran por el suelo; echaba pinos en los ojos de las azadas para acuñar los mangos; rascaba el barro seco á los rodales... en fin, no paraba; y tan pronto se le veía en la sala con una rastrilla en la mano, como en la cuadra con el chaleco entre las dos, sin sosiego para vestírsele; y siempre murmurando censuras entre dientes y chanzonetas mordaces, largando tal cual piña por la espalda á este sirviente distraído, ó soltando una desvergüenza á la otra obrera; ponderando el caudal que se despilfarraba en desperdicios, por incuria, y evocando tiempos en los cuales costaban las labores mucho menos y lucían doble más.

      Por supuesto que no se trabajaban en su casa todas las tierras que don Baltasar había ido comprando. ¿Ni cómo hubiera sido eso posible, si era suya la tercera parte de las mieses del pueblo? Y sin poderlo remediar el infeliz, porque él no buscaba jamás á los vendedores: al contrario, eran los vendedores los que acudían á él; y no así como quiera, sino metiéndole las tierras por los ojos y rogándole mucho en fuerza de la necesidad. Porque, como él decía en casos tales: «¿Qué demonios he de comprar yo, benditos de pelar, si no tengo un ochavo sobrante después de llenar la tripa á los lobos de mi casa!... ¡Si siempre estoy á la cuarta pregunta; y tan corta es la manta, que si me tapo la cabeza se me descubren los pies!» Y al fin, arañando dos de aquí y cuatro de allá, y haciendo un sacrificio por el gusto de hacer un favor, y perdiendo un poco cada uno, se quedaba con la finca, que no necesitaba.

      Lo propio sucedía con los préstamos. Nunca tenía disponible más que lo justo para el último que le pedían; y eso registrando mucho los cajones y hasta la pelusa del bolsillo. De manera que solamente amarrando y amarrando esta condición y la otra garantía, y previéndolo y justipreciándolo todo, podía resolverse á hacer el favor que se solicitaba de él. «¿No veis»—decía con todo el acento y todas las señales de tener razón,—«que en la estrechez en que vivo y con los ahogos que hay en mi casa, uno solo de vosotros que me falte me echa á pique, me hunde para in sæcula sæculorum? Y bueno que el favor se haga; pero no de modo que se salve el favorecido y se pierda el favoreciente.»

      De este mal fenecieron para sus propietarios menesterosos, una buena porción de fincas del pueblo de Robleces, entre ellas las del pobre Lebrato. Primero cayeron las tierrucas; después el ganado, que no era mucho, cabeza á cabeza; tras el ganado se fué la casa; y como al ocurrir cada una de estas caídas, ya quedaba preparado; el tropiezo para otra, por aquello de que «quien se ahoga no mira el agua que bebe,» después de la casa fué la barquía, y tras de la barquía la chalana... en fin, hasta las redes. Cierto que todo ello quedó en poder de su primitivo dueño, pero todo y cada cosa pagaba su canon al nuevo posidente; y como los tiempos no iban bien y los cálculos mejor hechos fallan de continuo, el mísero Lebrato, tras de verse desposeído de todo cuanto fué suyo, tenía una deuda constante que nunca lograba saldar, por más esfuerzos que hacían él y su hijo en la tierra y el mar, allí sudando las hieles á chorros, y acá arriesgando la vida muchas veces... porque no había que olvidar que el día en que al «amo,» usando de su derecho, más ó menos puesto en justicia, se le antojara echarlos de casa y reclamar cuanto en ella y fuera de ella era suyo, no les quedaba otro remedio que coger un cesto y echarse á pedir limosna de puerta en puerta. Ahora se traslucirá la razón del regalo de los peces, y lo de las brusquedades de Pedro Juan, que no entendía de contemplaciones ni de perfiles, con su amo.

      Decíase que la mano de éste alcanzaba, por idénticos motivos, muy afuera de Robleces; y se citaba el caso, entre otros, de un pobre hidalgo de Campizas, cogido entre las uñas del Berrugo y á punto ya de espirar en ellas.

      El cual Berrugo, en el vagar que le dejaban los entretenimientos que se han citado, y cada vez que lo juzgaba de necesidad, se encerraba en el cuarto del portal, que le servía de despacho, y hasta de bodega cuando le convenía; y por lo que allí papeleaba y descubría, sé yo que tenía muchísimo dinero, bien colocado y mejor garantido en Andalucía; dinero que iba aumentando considerablemente de año en año, porque sus productos eran muchos, y poco más de nada lo que de ellos consumía su dueño. Con estas pequeñeces y otros negocios muy emparentados con ellas, tenían que ver las escapadas que de tarde en tarde hacía el Berrugo á la ciudad, por caminos excusados para acreditar su afirmación de que iba á tal ó cual aldea á pedir un favor á un amigo.

      Conque ¡vaya si tenía gato, y gato gordo, aquel hombre! ¡y vaya si tenía razón «todo el mundo» para afirmarlo, como lo afirmaba, sin saberlo á ciencia cierta!

      Quien lo sabía así, como lo sé yo, era la Galusa; pero, por su desgracia, el tal gato no estaba en onzas de oro y en ochentines, encerrado en botes de hierro, sepultados bajo esta losa, ú ocultos en tal lima del tejado, donde con buena nariz ó con buen arte, se da con ellos desde luégo, ó se desentierran «el día de mañana.» El gato de su amo estaba en especie; y lo que de ello andaba al alcance de su mano, no era de lo que se queda fácilmente entre las uñas, por diestras y afiladas que sean. La Galusa lo conoció muy pronto, y pensó en clavarlas más adentro, para llevarse, no una tira de la piel, sino el animal casi entero. Este propósito, que ya le tuvo desde el punto y hora de enviudar su amo, se enseñoreó de ella con doblado imperio tan pronto como acabó de convencerse de que no eran bastante las migajas de aquella mesa para saciar unos apetitos como los suyos. Pero le salieron erradas estas cuentas, que le parecían tan galanas y hasta muy puestas en razón. Su predominio con el viudo no alcanzaba á tanto como eso. El Berrugo podía tener una debilidad de cierta clase; pero dejarse atar de pies y manos, como su criada pretendía para desplumarle á mansalva... ¡á buena puerta llamaba con su tapujo la culebrona!

      Resignóse la Galusa, por no perderlo todo, á quedarse, por entonces, sin lo soñado, y dejó al tiempo que resolviera en definitiva; pero sin soltar la veta por donde tenía cogido á su amo.

      Considérese ahora si le parecerían de perlas los proyectos de su sobrino; proyectos que jamás se le habían ocurrido á ella, porque habiendo negado Marcones «por aquéllas que eran cruces» lo de su fracaso con la moza de Piñales, y vuéltose en seguida al seminario, tan fresco, al parecer, como si fuera verdad lo que juraba, creyó su vocación muy decidida; y en este caso, ¿á qué ni para qué echar con las ideas por aquéllos ni por otros derroteros semejantes?

      Dueño Marcones de Inés—¡y vaya si la conquistaría por malas ó por buenas en cuanto se le franquearan las puertas de la casa!—lo sería también del gato; y siendo dueño del gato el sobrino, en cambio de la ayuda que la tía le prestara, sacaría ésta una tajada en un dos por tres, como no podía esperarla nunca de su amo, por esclavizado que le tuviera á su yugo.

      La dificultad única y por de pronto, consistía en que el Berrugo, que tan á regañadientes había dado dinero, aunque bien poco, para ayudar á Marcones en su carrera, consintiese en verle holgando en su casa después de haber ahorcado los libros. La Galusa se encargó de vencer esta dificultad como mejor supiera y pudiera; y pudo y supo lo bastante para conjurar las iras y resistencias de su amo con un buen trasteo de embustes: al cabo, no se trataba de pedirle dinero ni cosa que lo pareciera, sino de enterarle de que Marcos, por motivos bien ó mal forjados en la inventiva de éste, se había visto obligado á hacer un