que de seguro le había parecido demasiado larga y poco interesante, porque su círculo de ideas y de relaciones era limitadísimo.
Sospechándolo por las señales, don Elías quiso rematar su obra con los siguientes pespuntes:
—Por supuesto que yo te entero de esas cosas, tan sabidas de memoria aquí hasta por los chicos de la escuela, porque á tí, metido en tu ría y en las mieses de Las Pozas, maldito si, fuera de Pilara, te importa lo de este barrio dos cominos. Y es bueno saber de todo.
—¡Pilara!... ¡Coles!—exclamó Pedro Juan desperezándose, como si saliera de pronto de una modorra.—¿Y usté qué sabe de eso, don Elías?
—¡Pues no se te conoce que digamos!... ¡y como también tiene la moza pelos en la lengua, gracias á Dios!...
—Pos qué, ¿lo corre ella mesma, don Elías?
—Vaya, vaya: lo que tú buscas es que yo te regale las orejas; pero no estoy de humor de ello. Anda con Dios, que ya es tarde... y punto en boca sobre lo que has oído de la mía.
Y con esto y un golpecito sobre el hombro de Pedro Juan, se despidió de él don Elías y enderezó los pasos hacia su casa.
El Josco, olvidado ya de su escena con el Berrugo y saboreando á su modo el dicho de don Elías sobre los dichos de Pilara, continuó su camino hacia abajo; y en cuanto columbró la casa de la mocetona, echó una relinchada de las más resonantes; y eso que era muy poco dado á estruendos de ninguna especie... Pero como nadie le veía, y además no dejaba de estar contento...
Muy cerca ya del corral, echó otra tan repicoteada como la anterior. Anduvo un poco más y miró hacia el portal. No había nadie allí, y la casa estaba cerrada y en silencio, como todas las del barrio. De pronto oyó un ligero ruido y notó que se abría la ventana de la cocina que caía al soportal.
—¡Coles... si creo que es Pilara que se asoma!—exclamó espantado como si le hubiera salido el lobo en mitad de la calleja.—¿Y qué la digo yo á estas horas y pico á pico los dos solos, si me arrimo allá?... ¡Sí, espérate un poco!...
Y apretó á correr hacia abajo, tapándose las orejas para no oir los carraspeos de la persona que estaba asomada á la ventana. Después le sucedió lo de siempre: que se lamentó de la ocasión desaprovechada, y se avergonzó de su encogimiento, y se denostó á sí mismo con las mayores injurias y los más duros improperios.
IV
«ESE HOMBRE»
«Ese hombre,» llamado así por Pedro Juan; el Berrugo por don Elías... y por todo el pueblo de Robleces cuando él no estaba delante; «don Baltasar» por cualquiera que se le acercaba, y «don Baltasar Gómez de la Tejera» en los sobres de las cartas y en los registros municipales, fué en su niñez Tasarín el de Megañas, quinto ó sexto hijo de un pobre hombre conocido por este mote á causa de ser muy tierno de ojos. El cual Megañas era de lo más menesteroso que había en el lugar. Tasarín, así nombrado por lo menudito y sutil que era de cuerpo, pasaba por muy despabilado y hábil para cuanto no tuviera que ver con el oficio de su padre. Confirmando su buena fama, aprendió pronto y bien cuanto le enseñaron en la escuela, donde ya se manifestó recelosillo y con trastienda; y en cuanto tuvo trece años y hubo reducido á su padre á que, vendiendo el de la vista baja que aún estaba á medio hacer, y buscando de cualquier modo lo restante, le pagara el viaje, montó en el mulo que le correspondía en la recua que á eso se dedicaba entonces, y se largó á Sevilla, sin otro amparo que sus buenos propósitos de hacerse rico de cualquier modo, y la esperanza levísima de que un jándalo pudiente que estaba á la sazón por allá y era natural del mismo Robleces, le buscara una taberna en que acomodarse por de pronto.
Cómo se las compuso Tasarín entonces, cuando aún aquéllos eran tiempos en que la carrera de jándalo tenía aquí muchos golosos, porque daba buenos dineros, nadie lo supo jamás; ni tampoco se supo á ciencia cierta en qué ganó más adelante lo muchísimo que tenía, en opinión de las gentes, ó los «cuatro cuartos para asegurar la puchera,» que, según la afirmación del propio hijo de Megañas, era lo único que había logrado ahorrar, cuando, al cabo de veinte años de ausencia, durante los cuales feneció Megañas tras de su mujer y se fué dispersando ó acabando también el resto de la familia, se presentó en Robleces modestamente vestido y sin pizca de aquella bambolla relumbrante con que solían llegar al pueblo nativo los jándalos montañeses, aunque no trajeran más que lo puesto y lo que decían haber derramado por el camino en onzas de oro y en pañuelos de seda. Lo único que trajo capaz de producir alguna sorpresa en sus contemporáneos, ó (si se me permite la finura) coevos, de su propio lugar, fué una sobrecarga de más de diez años, encima de los que verdaderamente tenía: treinta y cuatro aún no cumplidos, y representaba cuarenta y cinco largos. Fueron también motivo de sorpresa los propósitos que apuntó de enredarse en labranzas y ganaderías, con el fin de sacar el mejor fruto posible á las tierras que desde Sevilla había ido comprando en el lugar. Aquello era «su pobreza; el sudor de tantos años de trabajo, y necesitaba mirar por ello para vivir de ello.» Porque hay que advertir que Baltasar compró muchas tierras en su pueblo: todas cuantas se ponían en venta; y compró también la casa en que había nacido.
Estas compras las hacía, en su nombre, su padre, á quien él enviaba el dinero justo para eso, y un piquillo más como de propina «por la molestia;» pico tan alambicado, que nunca alcanzó á sacar de apuros al pobre hombre, ni mucho menos á curarle del ansia con que al fin se largó á la sepultura: el ansia de verse, siquiera una vez, con un equipo nuevo, «de arriba abajo;» porque siempre quiso la mala suerte de Megañas que cuando tuvo para echarse unos calzones, le faltara la chaqueta, y cuando estrenó zapatos, careciera de sombrero. Aunque no lo lloraban tanto como él, lo mismo les sucedía á todos y á cada uno de los de su casa. La cual casa se reparó, en lo más apremiante, con algo que también vino de Sevilla con ese objeto: de modo que cuando llegó el jándalo á su pueblo, no le faltó donde albergarse por de pronto, aunque estaba ocupada la casa por un aparcero; pues contando con esa venida, se tenía de reserva el cuarto del portal, que nadie había habitado desde que se le tilló el suelo, que antes era de arcilla, y se blanquearon las paredes. Conviene advertir, por si no lo he dicho todavía, que esta casa pertenecía al barrio de Los Castrucos, al Oeste del de la Iglesia, que está entre los dos, quiero decir, entre Los Castrucos y Las Pozas, pero mucho más apartado de éste que de aquél, que allá se le va en altura y en secano. Ahora, no se olvide tampoco que estos tres barrios solos forman la municipalidad de Robleces, como creo que ya se ha declarado.
Pues bueno: por llegar el jándalo éste á su pueblo con mucha fama de rico y negando él que lo fuese ni á cien leguas, cayó en la cuenta de que necesitaba construir una casuca si había de vivir allí medio regularmente, dedicándose á la labranza de las tierras que había comprado, para comer con el jugo que de ella sacara, á fuerza de pulso y de prudente economía, porque la vivienda en que había nacido, bastante milagro hacía con tenerse derecha en virtud de los puntales y reparos con que se la amparó años atrás; y andando en estos propósitos, ó aparentando que los tenía, fué cuando se le llegó el Mayorazgo del barrio de la Iglesia con la pretensión de que le hiciera un anticipo, «con su cuenta y razón.» Entraron ambos en explicaciones; entendiéronse, y ¡adiós proyectos de casa de nueva planta!; porque según se dejaba decir el hijo del difunto Megañas, toda «la miseriuca en efectivo» que tenía disponible, la necesitaba para sacar de ahogos á un amigo. El tal amigo, ó sea el Mayorazgo mencionado, hombre que había poseído las mejores fincas rústicas del pueblo, y aún era dueño de la casa más grande y más ostentosa