su propia cobardía y remordido por la pérdida de una ocasión como no volvería á cogerla; y tanto le abrumaron la vergüenza y los remordimientos, que retrocedió decidido á hacer una valentía, costárale lo que le costara.
De dos zancadas se plantó otra vez en el corral, que era abierto; y cubriéndose todo el cuerpo con la esquina de la casa, asomó un poco la cabeza dentro del portal y llamó con voz apagada y algo temblona:
—¡Pilara!
Conocióle ésta y salió corriendo al goterial.
—¿Me llamabas, Pedro Juan?—le preguntó muy afable.
—Pienso que sí,—respondió el Josco atarugado otra vez y empezando á arrepentirse de su valentía.
—Bueno... Pus aquí me tienes.
—Échate un poquitín más á esta banda del esquinazo... ¡Así!... Digo, si no emportuno...
—¿Qué has de emportunar, hombre? ¿Pus á qué estamos unos y otros?
—Eso me paece á mí.
Y como después de estas palabras no rompiera á hablar en un buen rato, le echó un remolque Pilara con estas otras:
—Ahora, tú dirás.
Pero ni por esas se dejaba llevar el mocetón hacia donde sus deseos le empujaban y la misma Pilara pretendía. Juzgaba perdida la ocasión en el último paréntesis de silencio, y sospechaba que había de tomarse á risa su retrasada declaración. Hay hombres así en aquel rústico lugar y en otros harto más cultos, porque en una y otra parte, con calzones de paño pardo ó con levita de sedán, el puntillo exagerado toma á menudo trazas de cobardía; y luégo sucede que al querer conducirse como prudente, es cuando resulta ridículo.
—Conque tú dirás,—repitió Pilara observando que Pedro Juan continuaba callado, pero no en sosiego.
—Pos quería preguntarte—dijo al fin el Josco,—si por casualidá sabes tú... si estará en casa ese hombre.
Sonrióse Pilara y respondió:
—Pienso que sí, porque en la solana le ví endenantes.
—Enestonces... voy pa-llá.
—¿Y eso era todo lo que tenías que decirme, hombre de Dios?—preguntóle la moza con cierto retintín que encendió algo la sangre del encogido redero.
—No, ¡recoles!—contestó éste en el calor del arrechucho, y azotando la esquina de la casa con la sarta de peces.—¡Yo tenía que decirte mucho más!
—Y ¿por qué no lo dices? ¿pa cuándo lo dejas?
—Lo dejo, Pilara... pa cuando me atriva; pa cuando me atriva, ¡coles! ¡Y mira que á la mesma punta de la lengua lo tengo!
—Pos atrívete hombre; atrívete ahora. ¿Qué mejor ocasión?
—¡Que me atriva! ¡Recoles! ¿En qué consiste esto? Yo he mirao treinta veces la muerte cara á cara sin que se me acelere tan siquiera el pulso, ni la color se me cambie, ¡y en esto me desmayo y acongojo! ¡Mal rayo me parta por encogío y por... coles!
Y por no atreverse y por conocerlo y por renegar de sí propio, salió ahumando de la corralada, igual que Quilino, sin despedirse siquiera.
Y era lo más negro para Pedro Juan, que, huyendo de lo que más le atraía, lo llevaba estampado en las mismas niñas de sus ojos. Allí estaba la moza en cuerpo y alma, y allí la veía él con su cara redonda, colorada y fresca; con su mirar parletero y su boca risueña; con sus caderas macizas que retemblaban al andar; con su seno profuso y sus hombros anchos y fornidos; limpia como los oros, y un brazo de mar para el trabajo. Por eso, y no más que por eso, la tenía él pintiparada en los ojos, y más adentro también, y no por el cuarto de casa y la media res y los seis carrucos de tierra que pudieran tocarla «en el día de mañana,» porque su padre lo tenía y era hombre de arreglo que sabría mirar por ello, como había mirado hasta entonces; por eso, por limpia y maja y trabajadora la quería él. ¡No más que por eso! Él no era cubicioso ni cosa alguna que lo pareciera; y por estar bien á la vista, y por no tener vicios y aborrecer el aguardiente y ser apegado al trabajo y fiel de palabra y obra, y algo por ser hijo de quien era, se le abrían las puertas de aquella casa, que estaban cerradas para otros; y el padre le miraba «de buen aquel;» y Pilara no digamos, que «hasta le jalaba de la lengua;» y la madre, poco menos, y los demás, «cuasi pa el cuasi.»
Todos eran á estimarle allí, y hasta su padre le empujaba hacia ello; y él conocía estas cosas, porque ciego había que ser para no verlas, y lo deseaba más que nadie... ¡Coles, si lo deseaba! ¡Y «con todo y con eso,» llegado el caso de hablar... «lo mesmo que un murio de paré!;» y para ayuda de males, mientras no hablara, aun con saber lo que sabía, hasta las botaratadas de Quilino le amargaban la borona y le quitaban el dormir. Su padre había querido sacarle del ahogo más de dos veces hablando por él; pero él no lo consintió, porque no era «de hombres como Dios manda, consentir que otros arreglen esas cosas.» Y al ver cómo se iban poniendo las suyas y que la paciencia se le acababa, llegaría pronto la necesidad de decidirse á renunciar á ellas, ó de ponerlas en manos de su padre. Y entonces... «¡coles, recoles! ¡otro que tal no se habría visto ni se veía en jamás de los jamases!»
Cavilando de esta suerte y andando á buen andar por los callejos del barrio, llegó á la portalada de «ese hombre.»
III
ADÓNDE FUÉ Á PARAR LA SEGUNDA SARTA DE PECES
Porque la casa de «ese hombre» tenía portalada, y de alto y bien volado tejadillo; y corral con cerca de cal y canto, casi tan alta como la portalada. No era nueva la casa ni tampoco muy vieja, ni tenía escudo de armas sobre el cuadrante incrustado en uno de los esquinales del mediodía, ni en parte alguna de sus fachadas; pero era grande, de dos solanas bien extensas, con buenas cuadras, pajares y graneros; pozo, pila y horno en el corral, y mucho rumor y tufo de ganado al pesebre, que se percibían en cuanto se penetraba en el hondo soportal.
Hasta él llegó el Josco sin detenerse, porque á aquellas horas la portalada no estaba aún cerrada más que con el pestillo, y en la solana que daba al corral no había nadie.
Acercóse á la puerta del estragal, que tenía cerrada la mitad de medio abajo; metió en el vano la cabeza y buena parte del busto, y gritó allí con toda su voz, que no pecaba de suave:
—¡Deo gracias!
—¿Quién llama?—le respondió al momento desde arriba otra voz, por cuyo timbre desagradable no hubiera conocido un extraño si era de hombre ó de mujer.
—¡Gente de paz!—replicó el Josco maquinalmente, y no de muy buena gana, á juzgar por la cara que puso.
—¿Quién es?—volvió á decir la voz de arriba acercándose hasta lo alto de la escalera.
—Yo... Pedro Juan,—respondió la de éste.
—¡Ah... eres tú!—exclamó entonces la otra voz.—Y ¿qué traes, qué traes á estas horas?
—Esto traigo,—respondió ásperamente el Josco, como si desde allá dentro pudiera verse lo que él zarandeaba en la mano.
—Pues ¿qué haces ahí parado? Desdá la estorneja si está echada, y ¡sube,