José María de Pereda

La Puchera


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      Acogió el mozo con un reniego el mandato; y después de golpear la media puerta con los peces, metió el brazo derecho por encima de ella, volvió la estorneja (taravilla) que la mantenía cerrada, y entró. No se veía chispa en el estragal ni en la escalera; subióla á tientas, porque ya la conocía, y en lo alto de ella le esperaba un bulto negro, más negro que la obscuridad, con una mancha blanca á cada lado; el cual bulto le dijo, con la voz de antes:

      —Sube, sube... y vente á la cocina á dejar eso... que ya presumo lo que será.

      Al llegar Pedro Juan arriba, el bulto negro con las dos manchas blancas se internó en un carrejo obscuro, á cuyo extremo y á la mano derecha se veía un rayo de luz que salía por una puerta. El Josco siguió al bulto, con los brazos extendidos y pisando á plomo por precaución muy cuerda, y así llegaron los dos á la cocina, cuya era la puerta por donde salía el rayo de luz, y en ella entraron.

      El bulto negro con manchas blancas resultó ser (no para Pedro Juan, que bien conocido le tenía desde que le oyó hablar, sino para el lector, que se halla en muy distinto caso que el hijo de Juan Pedro); resultó ser, repito, «ese hombre,» el cual estaba en mangas de camisa, como siempre que apretaban un poco los calores; y eso que no era robusto ni joven, sino todo lo contrario, amojamado y sesentón, de poca talla además y algo encorvado; pero como decía Juan Pedro hablando de la madera de este sujeto: «es de la veta del tejo, que una vez que medró, ya no la parte un rayo.» Tenía la boca grande y los ojos chicos, los labios delgados y la mirada sutil y algo truhanesca, lo cual daba al conjunto de su fisonomía una expresión que no resultaba antipática. Entonces llevaba una badila en la mano.

      —Recoge esto que trae Pedro Juan—dijo á una mujer, ya bien madura y poco aseada que trajinaba allí, después de mirar bien de cerca y hasta de oler y palpar lo que Pedro Juan traía en una de las manos.—Pero, hombre—añadió en seguida, disponiéndose á recoger él mismo la sarta de pescado,—yo no sé á qué os cansáis en ser tan cumplidos conmigo tú y tu padre. Si ya os he dicho...

      —Pues si usté no lo quiere, me lo volveré á llevar,—respondió secamente el mozo, atenazando de nuevo la velorta, que casi estaba ya en manos del sujeto vestido de negro y en mangas de camisa.

      —Hombre, no lo digo por tanto—repuso éste, tirando de la velorta y quedándose al fin con ella.—Toma, toma, Romana, hazte cargo de esto; y si puede ser, echa á la sartén el rodaballo para cenar esta misma noche. Cabalmente me alampo yo por los rodaballos... ¡Pues no te digo nada Inés!... Como que voy á llamarla para que lo vea.

      Y salió á la puerta de la cocina, gritando allí muy recio, mientras Romana tiraba los peces encima de una mesa:

      —¡Inés! ¡Inés!

      Luégo, volviendo hacia Pedro Juan, que ya quería largarse de allí, le dijo:

      —Aguárdate un poco, hombre; no seas tan súpito. Tú querrás tomar algo.

      —No, señor.

      —Medio vaso de vino...

      —No lo uso: ya lo sabe usté.

      —Es verdad... Pues una copa de aguardiente.

      —Mucho menos...

      —Cierto es también: ya no me acordaba... Pues no sé qué darte, mira.

      —Y ¿por qué ha de darme cosa alguna, ni qué cosa he pedido yo?—respondió seca y bruscamente Pedro Juan.—Lo que quiero es volverme á mi casa, si no hago falta aquí, porque ya es tarde.

      En esto entró Inés en la cocina. Aunque iba en chancletas y despeinada y con un vestidillo de percal, bastante lacio, y una pañoleta de seda descolorida, echada sobre los hombros de cualquier modo, transcendía desde luégo á buena moza, y lo era de verdad; y observándola mejor, bajo aquel desaliño que acusaba en ella cierta dejadez poco simpática, había algo más que una zafia labradora, aunque no llegara, ni con mucho, á una dama de buena educación. Su cuerpo era esbelto, gallarda y ricamente conformado; sus manos, de la más fina traza, y su cara morena, de menuda y fresca boca, nariz algo aguileña y ojos negros y de mirar perezoso, si no reflejaba en su expresión todo el encanto que suelen dar de sí estas prendas esculturales en otras mujeres, más que en ausencia de vida y de sentimientos, parecía consistir en la falta de asunto en que emplearlos, ó de un hábil artífice que hubiera sabido dar luces á las facetas opacas de aquella piedra tan ricamente formada por la naturaleza.

      Pedro Juan la dió las buenas noches con toda la cortesía y la mayor dulzura que cupieron en su rudeza natural, y ella contestó con las mismas palabras y media sonrisa que las sazonó muy sabrosamente.

      —¡Mira, mira qué hermosos peces!—le dijo su padre, pues lo era, aunque parezca mentira, el sujeto vestido de negro, en mangas de camisa y con una badila en la mano.

      Inés los miró y hasta los fué levantando por la cola uno por uno, muy perezosamente y con cara de disgusto, y repitió los elogios de su padre; y por último (el arrastrado oficio obliga á decirlo todo, aunque mucho de ello se diga de mala gana), se limpió los dedos resobándolos contra su vestido á la altura de las caderas.

      Mientras esto acontecía, «ese hombre» preguntaba á Pedro Juan:

      —¿Y serán, naturalmente, de la ré de esta tarde?

      —De la mesma,—respondió el otro.

      —Y ¿qué tal, qué tal ha estado la ré?

      —Pos así... tal cual.

      —Vamos, una arroba en limpio, como quien dice.

      —¡Si ello pasara de media dempués de rebajar eso que está ahí!...

      —Echémosle quince libras... Á peseta una con otra, tres duros mal contados... No es cosa mayor; pero tampoco tan mala que digamos para jornal de una tarde. ¿Qué tal andáis ahora de apuros?

      —Como siempre... Semos dos á ganar poco, y son los mil y quinientos á jalar de ello... De modo y manera, que con una mano se coge y con otra se da... Conque, á más ver, que es tarde y mi padre me espera.

      Y con esta despedida y una cara muy fosca, salió Pedro Juan de la cocina. El padre de Inés le siguió; y al llegar el primero á la puerta de la escalera, le dijo el segundo:

      —Lo de los apuros, no lo he dicho por los que pueda tener tu padre conmigo; pero ya que salieron á relucir, bueno sería que le recordaras el olvido en que me tiene tiempo hace sobre ese particular. Los atrasos son como las enfermedades, que si dan en caer unas sobre otras, acaban por matar al enfermo. No te diré que me llame á la parte en esos tres duros de la ré de hoy, aunque bien pudiera; pero si dan en pintar bien las siguientes... en vosotros está el corresponder como es debido, sin que yo lo pida.

      No vió el sujeto que así hablaba la impresión que iban haciendo sus palabras en el temperamento bravío del hijo del Lebrato, porque el carrejo continuaba á obscuras; pero, en cambio, sintió retemblar aquella parte de la casa tras una recia patada en el suelo, y oyó que la voz enronquecida é iracunda de Pedro Juan le dijo:

      —¡Sin que usté lo pida!... ¿Y qué ha de pedirnos? ¿Qué le queda ya por pedir, ni á nusotros que darle, si no es la pura entraña, coles? ¿Quiérela tamién? Pos pídala por la Josticia, siquiera por ser lo único que tenemos que no sea ya de usté... ¡recoles!

      Y se largó escalera abajo, echando por la boca rayos y centellas, á media voz. Al llegar al corral, oyó que le decía el otro desde la solana:

      —No seas bruto, Pedro Juan: toma las cosas como es debido, siquiera por la cuenta que os tiene... y dile á tu padre que cuando pueda se dé una vuelta por acá, que tengo que hablarle... ¡No es de eso, hombre, no es de eso! ¡No te encalabrines otra vez! Es cosa muy diferente... Pero que no es de urgencia, que no es de urgencia: cuando buenamente pueda, que lo primero es lo primero... Ahora, á las redes mientras hay mareas al caso y den el jornal, como la de hoy.

      Pedro Juan, que se había detenido unos momentos