la sereña, ó tienden las redes ó arrastran el retuelle por la canal casi enjuta.
Pasan de diez los pueblos que, más de cerca ó más de lejos, se miran en las aguas de la ría; y el más grande de todos está encaramado, y como á horcajadas, en el mismo perfil de la costa y sobre su curva más alta. Abajo, muy abajo, está la playa, espaciosa, limpia y abrigada, en la cual mueren blandas y rumorosas hasta las enfurecidas olas que momentos antes, y entre bramidos, se estrellaron en las dunas y en los peñascos de la barra, impelidas por el huracán. Este pueblo, sin dejar de ser terrestre, tiene más alientos y caracteres marítimos que los demás ribereños. Cuenta con un buen número de lanchas de altura, y sus pescadores pertenecen, por tanto, á la desdichada legión de «héroes anónimos;» es decir, que son de los valientes que pagan, en la proporción debida, el negro tributo que tan á menudo cobran á los de su oficio las tempestades del Cantábrico. Tiene una delegación, aunque humilde, del ministerio de Marina; y la Hacienda pública su poco de aduana, que, de vez en cuando, aplica sus ociosos aranceles á las heróicas naves que atraviesan la barra y surcan luégo la ría del puerto aquél; al cual puerto, y solamente para los efectos... artísticos de este libro, llamaremos de San Martín, lo mismo que al pueblo á que corresponde; pueblo de notoria importancia en el litoral montañés, á la que no contribuye poco el bien adquirido renombre de su hermosa playa, en la que se zambulle cada verano un buen contingente de la sociedad adinerada, que despuebla, en los meses estivales, por costumbre ó por necesidad, las mejores ciudades del interior de España. Casi, casi, es sitio de moda en el Almanaque del turista.
No lo son, ciertamente, las demás aldeas circunvecinas, ni, en rigor de verdad, echan ellas de menos ese timbre vanaglorioso, porque para nada le necesitan. Cuál, por empingorotada y descubierta á todos los vientos de la rosa; tal, por recogida y acurrucada al socaire de sus arboledas; ésta, por agrupadita y cevil; aquélla, por desperdigada y montuna; la de acá, por «pudiente y hacendosa;» la de allá, por todo lo contrario; la de enfrente, por lindera del camino real, y la del otro lado, por inaccesible y escondida, cada una de ellas, y según propio aserto, con las mozas más garridas, y las mieses más feraces, y las campanas más sonoras, y las fuentes más saludables, y el santo más glorioso, de todas las mozas, de todas las mieses, de todas las campanas, de todas las fuentes de siete leguas á la redonda, y de todos los santos de la cristiandad, se considera como lo mejorcito y más envidiable de España; y en unión de cuanto puede abarcar la vista desde el campanario de la iglesia, el pedazo de tierra más majo de todo el mundo conocido.
Y el caso es que yo mismo ando á dos jemes de creerlo también al pie de la letra, porque verdaderamente es de lo más hermoso que puede imaginarse aquel panorama inundado de luz y de alegría.
Viniendo á lo que importa, ó sea á Robleces, la susodicha aldea que considera á la Arcillosa como su puerto natural y propio, y no sin razón puesto que le pertenece, como el del monte comunal, el usufructo de la mitad de la ribera enclavada en su término, conviene saber por ahora que, después de San Martín, es el pueblo de mayor vecindario entre todos los ribereños; que está dividido en tres barrios, separados entre sí por tres mieses, dos llosas, cuatro camberones hondos y una sierra calva; que del barrio más próximo á la ría y llamado de Las Pozas, seguramente por las que en él abundan en invierno, son los únicos anfibios que cuenta el vecindario de todo el lugar, y que la casuca de Juan Pedro Menocales, más conocido por el Lebrato, el único matriculado en regla que hay entre los contados anfibios, está casi dando con los cimientos en el agua de un canalizo que serpentea hasta aquellos límites de la junquera y arranca del extremo terrestre de la Arcillosa. En ese canalizo, casi en las bardas mismas de su corral, fondea, ó mejor dicho, amarra el Lebrato á un estacón bien clavado en el suelo, su chalana, poco mayor que una masera, y otra embarcación de más humos, que también posee y utiliza en las grandes ocasiones de su arrastrado oficio: una barquía, vieja sí y acribillada de remiendos y tapones, calafateada con trapajos caseros y embadurnada con algo que no tiene ni el negro brillante, ni la correa, ni la impermeabilidad del alquitrán de buena casta; pero, al cabo, una barquía, capaz... de lo que se irá sabiendo poco á poco. Porque en la persona del Lebrato hay algo más de lo que aparentan su pellejo arrugado, su delgadez sarmentosa, su carita risueña y aniñada, y especialmente aquel sobrar de calzones, de chaleco y de camisa por todas partes, como si estas prendas no llevaran dentro más que las ramas torcidas del tísico cerojal en que el viento las zarandea para secarlas cada vez que la cellisca de la ría las empapa sobre el cuerpo de su dueño. Por de pronto, hay, ó más propiamente, había en éste, á la sazón de mi cuento, un hombre que, arrastrado por las exigencias de su deber de matriculado, había corrido mucho mundo y guerreado valerosamente... ¡asómbrese el orbe entero! en Cochinchina, á las órdenes del coronel Palanca. De allí vino á la hora menos pensada con su correspondiente lucro, bien cosido al ceñidor; unas botas de agua, que sólo se calzaba en los días de incienso ó cuando iba á Santander, y un saco inagotable de cuentos y noticias sobre cosas y personas de por allá, que eran el regocijo y el pasmo de todos sus convecinos.
Este Juan Pedro, el Lebrato, tenía un hijo, llamado Pedro Juan, más conocido por el mote de el Josco[1], el cual hijo era en estampa y en carácter todo lo contrario de su padre, es decir, medradote, sombrío de faz, corto de genio y seco y áspero de frase. Vivían y trabajaban juntos, y andaban en todo tan unidos, aunque eran entre sí tan diferentes, como la mar y el cielo ó la noche y el día. El padre era el espíritu, la inteligencia y la palabra; el hijo, la fuerza, la máquina dócil y segura que rechina á ratos por lo mismo que se mueve, pero que no se para mientras la voluntad inteligente no se lo ordena. En un solo trabajo fallaba esta máquina, que jamás se resistía á la voluntad y al ejemplo de Juan Pedro, ni aun cuando éste se jugaba la vida chungueándose con el riesgo mortal, como si se tratara de mojarse el vestido en la canal de la Arcillosa: el trabajo de casarse Pedro Juan con la mujer que le proponía Juan Pedro. ¡Entonces sí que rechinaba la máquina y hasta echaba chispas por todas sus coyunturas! Porque al mandato del padre se oponía tenazmente, no la voluntad ni la inclinación del hijo, pues inclinación á la moza y voluntad para casarse con ella le sobraban, sino la cortedad del genio, que le hacía imposible todo paso directo en aquel sentido. ¡Los había intentado en vano y de propio impulso tantas veces!
Y la mujer era de suma necesidad en aquella casa tan falta de gobierno y del aseo que no pueden tener dos hombres rudos, esclavos además de un incesante trabajo. Pedro Juan tenía una hermana; pero esta hermana estaba casada y llena de familia; y aunque vivía también en Las Pozas, harto tenía que hacer en su propia casa para pensar en el arreglo de la de su padre. Gracias que cada ocho días les lavaba la ropa blanca, y cada quince daba un recorrido á los pobres trastos del hogar, y remendaba lo más apremiante de lo roto, y en los grandes apuros les echaban, ella y «el su hombre,» una mano á las faenas. Y para eso, ¡qué ponderar la ayuda y los ahogos, y qué zamparse la familia entera las hogazas y los torreznos de los pobres solitarios, en un par de comidas y otras tantas cenas!
Con ser tanto lo que ocupaban al padre y al hijo los trabajos de la ría, esto no era para ellos más que lo accesorio, ó «ayuda de costas:» lo principal era la labranza de unas tierras y el cuidado de unos animales. Así andaba en aquella pobre casuca revuelto lo marino con lo campestre: la red con el arado, el remo con el horcón; y en la socarreña adjunta, el aparejo de la barquía sobre la pértiga del carro. Tiempos hubo en que las tierras y el ganado y la casa y cuanto en ella se contenía, fueron de la propiedad del Lebrato, parte de ello por herencia, y el resto adquirido con los doblones venidos de Cochinchina; pero á aquellos tiempos bonancibles y prósperos, sucedieron otros bien adversos; largas y crueles enfermedades que, tras de dejar viudo al pobre hombre, le costaron buenos dineros; plagas que arruinaron las cosechas y diezmaron los ganados; el fisco, que no repara cosa mayor en tales desventuras para llevarse, por buenas ó por malas, lo mejor de la hacienda del atribulado... y lo que de todo esto se sigue por ley fatal de las desdichas humanas; y Juan Pedro tuvo que acudir al anticipo, y después al préstamo con hipoteca; y como cayó en malas manos para todos estos delicados tejemanejes, de la noche á la mañana se vió convertido, de acomodado propietario, en simple y menesteroso rentero de su prestamista, que aún le ponderaba este favor, pues derecho tenía para arrojarle de casa y buscar otro colono para sus tierras y ganados. Convenía el Lebrato en ello; y