José María de Pereda

La Puchera


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á Quilino, más de tres veces, que le abría la puerta de su casa «á resultas de lo que Pedro Juan hablara, cuando rompiera á hablar.» De modo y manera que lo del portazo «en los hocicos» se había dicho allí por él, por Quilino, ó por el Josco. Por el Josco no podía ser, porque el dicho venía del Lebrato, y el Lebrato no había de burlarse de su propio hijo delante de tanta gente. Luego era por él, por Quilino; y siendo por él, pasara lo de «la puerta en los hocicos,» porque, al cabo, nadie es onza de oro que á todos guste; pero lo de las cuatro alubias de la puchera, ¿con qué derecho se suponía y se declaraba en público como cosa cierta, siendo en su parecer, en el de Quilino, tan calumniosa?

      Todas estas cosas discurrió Quilino, á su manera y en un periquete, en cuanto llegó á su oído la última frase del período copiado, con lo que se puso hecho un veneno; y dando un talegazo furibundo en la basa, pidió cuentas del dicho al mozalbete que se le había endosado, el cual respondió que como se le entregaron le había hecho correr; reclamó entonces á la estafeta inmediata, saliéndose ya para esto de la canal; mas como por allá arriba no se había dicho ni oído cosa semejante á lo que producía la protesta de Quilino, que bailaba de coraje encima de la basa, los treinta de la red le armaron una de risotadas y chiflidos, que temblaba la junquera. Cegóse con ello Quilino, y fuése en derechura hacia el Josco, que era el que más le ofendía allí, no por lo que dijera ni silbara, pues ni desplegó los labios el infeliz, ni con una mala arruga en ellos dió á entender que deseaba reirse de lo que estaba pasando; sino por ser quien era: el mozo de cuya lengua dependía que Pilarona le diera á él ó no le diera «con la puerta en los bocicos.» Pedro Juan podría ser corto para decir á una moza «por ahí te pudras;» pero á dar pronto, bien y á tiempo una castaña á un provocador, y provocador tan mal visto de él como Quilino, que podría ó no podría salirse con la suya en el empeño en que estaba metido, no había maestro que le ganara. De modo que en cuanto vió la actitud de Quilino y sintió que le temblaba un poco la mejilla izquierda, único síntoma que anunciaba en él que se había colmado la medida de su aguante, largó el retuelle y dió el primer avance para salir de la canal; pero lo observó su padre, le cortó el paso con la ayuda de unos cuantos concurrentes, y entre todos ellos le volvieron á su sitio, mientras los restantes de la red daban otra grita al desconcertado retador y le echaban hacia abajo.

      Y á esto debió Quilino la fortuna de conservar por entonces todos sus dientes en la boca, y de no haber dejado aquella tarde bien estampada su persona en la basa del estero.

      Del cual salió sin detenerse más tiempo que el indispensable para apañar la talega, echando espumas de rabia por la boca, y sacudiendo tan fieros talegazos contra el suelo y hasta contra sus propias zancas cuando no estaban hundidas en él, que al intentar un recuento de sus cámbaros mientras gateaba la sierra, los halló en las honduras del saco hechos una pura papilla. Esto, y el antojársele que ciertos rumores con que de rato en rato le escarbaba los oídos el espirante nordeste (que, por ser de buena casta, había de morir antes que el sol acabara de caer) eran los de la rechifla con que le despedían á él, á Quilino, los de la red, encendió nuevas iras en su pecho; trocó en desatada carrera el paso acelerado que llevaba, y buscó por el callejo más hondo el camino más breve del barrio, decidido á verse con Pilarona y á decirla cuanto antes que, «saliérale pez ú rana, aquello no podía seguir así.»

      Entre tanto, los de la Arcillosa, olvidados bien pronto de Quilino con los lances de la pesca y las cosas del Lebrato, continuaban detrás de éste y su familia arrastrando el retuelle, casi siempre vacío; pero con la esperanza de mejorar de suerte más allá. Y así fué, para algunos, al llegar al remate de la canal, punto menos que en seco ya, donde los cautivos peces se habían ido refugiando al buscar una salida que sólo hallaban los que tenían la suerte de caber por las estrechas mallas de la red. Para todos los pescadores hubo algo en aquel sitio; pero tan poca cosa para los más de ellos, que sin las cuchufletas del Lebrato, el lance de Quilino y otras «deversiones de palabra» que allí encontraron, no alcanzara á consolarlos del tiempo que habían perdido, ni del dolor de riñones que les hacía renquear, de vuelta á casa.

       Índice

      EL CONFLICTO DE PEDRO JUAN

      Mejor aprovechá pudo haber sido la tarde—decía Juan Pedro á su hijo mientras los dos refrescaban el pescado de los respectivos morrales zambulléndole en el agua limpia de la caldera, que para eso habían colocado sobre el poyo del soportal de su casa;—pero otras redes han dado menos, y quizaes la de mañana no dé ni tanto. ¿Te paece que habrá aquí veinte libras?

      Pedro Juan dijo con la cabeza que no.

      —Ya estaba yo en eso, como lo estoy en que pasan de quince.

      Pedro Juan hizo un signo afirmativo.

      —Y de deciséis.

      Otra afirmación muda del Josco.

      —Y de decisiete.

      Nueva afirmación muda del susodicho.

      —Y de deciocho.

      Pedro Juan hizo un gesto que quería decir: «por ahí le andará, sobre poco más ó menos.»

      —Esa es la cosa; pero con la ventaja de que las piezas son, por el respetive, de locimiento pa la salida... y abunda más la llubina que el muble, con buen qué de rodaballos... Quiere decirse que, motivao á este particular, no hay que ablandarse en el precio tanto como solemos: bien se puede pedir, uno con otro, á tres reales la libra; y casa por casa y escogido, á treinta cuartos lo que menos.

      Pedro Juan hizo otro gesto que significaba: «podrá que sí, ú podrá que no.»

      —Hombre, si te encoges tanto, visto está que no; pero como yo creo que no hay razón pa encogerse cuando se hace la cosa en buena concencia y en ley de Dios, como ésta... Más caro vende Perrenques pura metralla, y no falta quien se lo tome; y los demás rederos, allá se le van en humos cuando el caso les llega... y toos lo nesecitan menos que tú y que yo... ¡y con ser quien soy!: el único matriculao que anda en la ría, y más afuera tamién, y con derecho bien notorio de que no anduvieran otros por onde yo ando. Sólo que es uno de esa condición y no quiere guerra con sus convecinos, ni hacer mal á naide no más que por hacerlo... Dirás tú que éstas son coplas, y que más valiera, en ciertos casos, vista la mala ley de otras gentes, hacer con tales y con cuales lo que el de más allá hace con uno... Podrás estar en lo firme; pero yo estoy más á gusto con hacer lo que hago. Cierto que no se engorda con ello; pero se duerme tan guapamente, y no hay ujano que roa en los prefundos cuando más devertío está el hombre, ni pentasma que le espante ni le engurruñe los hígados cuando la triste nesecidá le pone en riesgo de jugarse la vida allá afuera, contra un zoquete de borona... Tú, Pedro Juan, hazte la cuenta de que no hay bien ni mal que cien años dure... y hala pa lante hasta caer de veras; que de caer hemos, igual tú y yo, que semos la miseria andando, que el que tenga los mesmos tesoros del Pirata... ¿Metistes la camá de juncos en el cesto?

      Pedro Juan respondió que sí.

      —Pos échale haza acá, y trae tamién la triguera pa desapartar lo de costumbre.

      Pedro Juan hizo lo que le mandaba su padre; y fué de notarse que al paso que colocó el cesto muy sosegadamente arrimado al poyo, arrojó encima de él la triguera de muy mala gana.

      —Convenido, hijo, convenido. Pecao mortal es que aquella boca se los zampe; pero á mal tiempo buena cara: á más de que á eso le tenemos avezao mucho hace, y sabe Dios lo que sería de otro modo.

      Casi á