José María de Pereda

La Puchera


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de la experta sutileza de su tacto de pescador, separaba en la triguera los peces que habían de servir para los fines que se proponía. Cuando Pedro Juan volvió con dos mimbres, que fué á coger de un haz de ellos que guardaba encima de una barrotera del estragal, su padre había apartado las tres lobinas, los cuatro mubles y los dos rodaballos mayores y más lucidos que había en la caldera.

      El Josco, sin decir una palabra, se quedó mirando, con muy duro ceño, las nueve hermosas piezas; después eligió las tres más grandes, y las fué ensartando por las agallas en uno de los mimbres, cuyos extremos sobrantes unió muy curiosamente en forma de estrovo. Dió otra zambullida en la caldera á los peces ensartados así, y los dejó blandamente sobre los que había en el cesto. También fué de notar que al ensartar los otros seis escogidos, parecía que los daba de puñaladas con el mimbre cuando le pasaba de las agallas á la boca; que se limitó á dar un nudo muy tosco á las puntas de la vara, y que arrojó la sarta en la triguera sin cansarse en meter antes los peces en el agua. Hecho esto, rascó con las uñas lo mayor del barro seco que aún conservaba pegado á las zancas; se bajó las perneras que tenía arremangadas; las dió unos manotazos hacia los pies; frotó luégo ambas palmas contra las respectivas caderas; lió un pito, echó una yesca, y le encendió; y como quien se dispone á tomar una resolución heróica, restregóse las manos y cogió con cada una de ellas una sarta de pescado.

      El Lebrato le miraba de hito en hito y le dejaba hacer sin decirle una palabra. Cuando notó que se iba á largar sin más explicaciones, le habló así:

      —¿Por las trazas, lo vas á llevar esta noche? Pensé que lo dejarías pa mañana, de paso que corríamos lo demás, si antes no vienen por ello.

      —Es mejor así, ya que hay tiempo y ná que hacer en casa.

      —Cierto: las vacas van ya camino del puerto, si es que no han llegado á él; el llar está en punto, y la torta la echaré yo pa cenar cuando güelvas... Pero...

      Y como el Lebrato no apartara los ojos de las dos sartas de peces, adivinándole los deseos Pedro Juan, díjole, alzando respectivamente la mano en que estaba la sarta grande y la en que estaba la sarta chica:

      —Éstos son pa él, y éstos... pa ella.

      —¡Pa ella!... ¡Ah, vamos!... Pero nunca otro tanto hicistes, Pedro Juan. ¿Cómo tan ocurrío por parte de noche?

      —Porque los merece... Por eso.

      —Bien está; pero la novedá es lo que me pasma. Con ello y con que se te atragante la voluntá...

      —Es que he pensao que pué que me atriva mejor así.

      —¡Hombre! pues si en unos cuantos peces está y no te fías bastante en esos pocos, llévate el canasto entero y verdadero. Con tal que ello sea...

      El Josco, sin aguardar á que su padre acabara de hablar, cogió con una sola mano las dos sartas, salió del portal, y á buen paso tomó la misma senda que había llevado Quilino al caer de la tarde; y también, al llegar á lo alto de la sierra, buscó por el callejo más hondo el camino más breve para ir adonde iba.

      Comenzaba á lucir la luna, en el cielo no había una sola nube, y la noche picaba un poco en calurosa; por todo lo cual la gente del barrio andaba á aquellas horas solazándose, tendida sobre las mullidas del corral, murmurando á la puerta de casa, ó de tertulia en la solana, según los gustos ó los medios de cada familia: en cualquiera parte menos en la cocina y en la cama.

      Pedro Juan, que al asomar al barrio comenzaba á temer que le faltara resolución para entrar en casa de Pilara con el regalo, por lo mismo que jamás le había hecho otro, tuvo la fortuna de encontrarla junto al goterial, al pasar por allí como pudo pasar otro cualquiera, pues que era camino para ir adonde iba él. Las «buenas noches» se podían dar sin segunda intención al mayor enemigo, cuanto más á una buena moza; y él se las dió á Pilara, casi sin cortarse, y pensando al mismo tiempo que después de dar, por casualidad, las buenas noches á cualquiera, se le puede brindar con todo ó con parte de lo que se lleve en la mano, sin que esto quiera decir más que «lo que de por sí dice ello mesmo.»

      Y eso iba á hacer Pedro Juan, cuando notó que en el fondo del soportal había gente; y, por de pronto, se le atascó el brindis en los gañotes. Y uno de los del soportal era «por casualidad» Quilino; Quilino, que no había hallado en casa á Pilara cuando, de vuelta de la ría, con tanto empeño fué buscándola, y acababa de llegar entonces, por tercera vez, y sólo esperaba á tomar resuello sentado sobre el cocino de picar escajos, para saldar sus cuentas con ella delante de toda la familia; porque él era mozo que no se paraba en barras de poco más ó menos, y el saldar cuentas de aquella traza, la comezón que se lo echaba todo á perder. En cuanto vió que la moza daba cara, y cara de risa, á Pedro Juan, que se había plantado delante de ella como caído de las goteras, se levantó del cocino de repente, se dió sendos puñetazos en las nalgas, golpeó la pared con el pajero que se quitó de la cabeza; y después de mirar torcido á la pareja del goterial y de batir mucho las mandíbulas, salió disparado á la corralada, bufando más bien que diciendo, pero de modo que todos lo oyeran:

      —¡Recongrio! ¡Esto no se puede aguantar, y aquí va á haber una barbaridá de espanto el día que menos!

      El Josco no le hizo caso; pero los demás, incluso Pilara, le rieron de firme la corajina. Lo mismo que en la red; y con sólo caer en ello, iba Quilino que ahumaba por aquellos bardales afuera.

      Pedro Juan, escondiéndose, digámoslo así, en aquel poco de algazara que se armó en el portal, atrevióse á decir á la moza, que no le quitaba ojo:

      —Paece que se toma la luna, ¿eh?

      —Ya se ve que sí—respondió Pilara.—De lo que no cuesta, llenemos la cesta. Y con eso y sin eso se sale una á cielo raso muchas veces, por no ver de cerca lo que hay á subio en el portal.

      Que esta saeta iba á Quilino, puede afirmarse; mas que la pescara Pedro Juan, ya es más dudoso, porque lejos de darse por entendido, se quedó hecho un madero. Viéndole así, añadió Pilara partiendo con los dientes pedacitos de un junco de la mullida del corral:

      —Muy tarde andas tú por estos barrios. ¿Qué tripa se te ha roto en ellos?

      —Pos yo vengo—dijo Pedro Juan,—al auto de llevar esto á ese hombre.

      Y señalaba con la mano libre á la mayor sarta de peces.

      Pilara se agachó un poco para verlos mejor; y entonces, libre él de los ojos de ella, que tanto le avergonzaban, atrevióse á echarla encima del cogote estas palabras:

      —Si tú quisieras quedarte con esto otro... digo, no ofendiendo.

      Y señalaba con el dedo á la sarta chica, mientras el corazón le daba en el pechazo cada golpe que le atolondraba.

      Palpó la mocetona los peces, que le parecieron de perlas, y estimó la cortesía en mucho más. En prueba de ello, no aguardó á que él le diera la velorta, pues se la quitó de la mano.

      —¡Vaya que son cosa güeña!—exclamó Pilara levantando la sarta hasta los ojos.

      —Lo mejor que hubo en la ré,—se atrevió á decir Pedro Juan, con un poco de entusiasmo.

      Hasta aquí, iba saliéndole á éste tal cual el empeño, y aun entreveía la posibilidad de que, enredándose el tiroteo, llegara él á cantar de plano; pero acertó Pilara á llamar la atención de la gente de su casa, que estaba en el fondo del portal riendo todavía y comentando el berrinche de Quilino; y aquí fué el desmoronarse de golpe el valor de Pedro Juan, el ponerse colorado de vergüenza, el tronarle los oídos y hasta el temblarle las piernas.

      —Vaya—dijo resuelto á salvarse en la huida:—á más ver.

      Le llamaron desde adentro, le brindaron con un cigarro y un poco de conversación, en muestra siquiera de la estima del regalo, que le pusieron en las nubes... «pior que pior.»

      —¡Coles!—pensaba