la escasa borona que le nutría el demacrado cuerpo, y los míseros trapos en que le envolvía.
Á Pedro Juan no le alcanzaron más que los tiempos malos; con lo cual y la singular contextura de su naturaleza, se acomodó sin esfuerzo á lo que ellos daban de sí buenamente, que era bien poco y bien arrastrado en su mayor parte.
Y así y con otros trabajillos que no andaban tan á la vista como ello, iban tirando de la vida el padre y el hijo al tener yo el gusto de presentárselos al lector bondadoso, metidos hasta las choquezuelas en la basa de la Arcillosa, cerquita de su empalme con la ría; clavando con picachos de madera la parte inferior de una red que alcanzaba de orilla á orilla; plegando luégo el resto sobre lo clavado en el suelo; afirmándolo allí con cantos sobrepuestos para que no se recelaran los pescados ni la levantara la marea según fuera ésta subiendo, y atando, por último, en lo alto de cada orilla del ancho cauce, las dos cuerdas que arrancaban de los dos extremos de la red oculta. La misma operación hicieron en seguida en los dos únicos portillos de la Arcillosa, que, aunque lejana, tenían comunicación con la gran arteria de la ría. Terminadas estas operaciones, que no duraron menos de dos horas, padre é hijo emprendieron la vuelta á casa, á ratos por el fango del estero, y á ratos por la junquera, según fueran ó no accesibles sin esfuerzo los islotes del atajo.
Mediaba el mes de junio: las mareas eran vivas, el día espléndido, y aquella red, la primera que echaba el Lebrato en el vagar que le ofrecían sus trabajos campestres, entre el resallo y la siega.
Antes de comer lo poco y mal condimentado que les aguardaba arrimado en un pucherete á la lumbre mortecina, ya estaban el padre y el hijo Arcillosa arriba en su chalana, porque la pleamar exacta era á las doce, y había que levantar la red un buen rato antes de iniciarse el descenso de las aguas. Cuando llegó el momento esperado, cada cual haló desde la orilla en que estaba del correspondiente cabo, que volvió á ser amarrado bien tirante á la respectiva estaca, en cuanto la red quedó alzada más de tres palmos sobre la marea; precaución bien tomada, porque el muble no es pez que se deja arrinconar por barreras que puedan franquearse con un salto de una tercia. Levantadas de igual modo las redes en los dos portillos, los rederos se volvieron á casa á zamparse la insípida puchera, en paz y en gracia de Dios, mientras la línea negra que trazaba la red sobre la tersa y brillante superficie de las aguas, advertía á los muchos aficionados del lugar que apercibieran sus morrales y retuelles.
Y no fué desairado el aviso, pues desde más de una hora antes de la bajamar, ya comenzaron á salir de los tres barrios, triscando como potros bravíos, con el morral al costado, el retuelle al hombro, las perneras remangadas hasta las ingles, los pies descalzos, los brazos en cueros vivos y la cabeza hecha un bardal, cerca de dos docenas de mozuelos y más de seis mocetones, que no pararon de correr hasta la casa misma de los rederos, donde tomaban de memoria el número que había de corresponderles en la fila, según el orden en que iban llegando.
Cuando no quedó en la Arcillosa más agua que la contenida en su canal angosta, se formó dentro de ella, y en el orden indicado, la fila, de uno en uno, detrás de los rederos y su familia. Iban, pues, delante de todos, el Lebrato, su hijo y tres nietos. Tenían los rederos ese privilegio en compensación del derecho que asistía á sus convecinos, y no se sabe por qué, para tomar parte en toda pesca preparada de igual modo en la ribera del lugar.
La fila no bajaba de treinta cuando el Lebrato se agazapó y comenzó á andar Arcillosa arriba, á pasos muy cortos y muy lentos, arrastrando al mismo tiempo la mitad del aro de su retuelle por el suelo de la canal; y los que le seguían, imitando su ejemplo, se fueron humillando uno por uno, dando con sus oscilaciones y bamboleos tal aspecto á la procesión, que más parecía revolcarse que caminar. Como el diámetro de los retuelles no era menor que el ancho de la canal, evidente es que cada pescador no podía contar con otros peces que los que se escabulleran, casi de milagro, por los resquicios ó las mallas del retuelle del que le precedía. De este modo, calcúlese lo que le alcanzaría al que formaba en la cola, por cada libra de pescado que embaulara el Lebrato en su morral. Ni los cámbaros llegaban esa vez al retuelle del muchacho que hacía en la procesión el número treinta.
Pues aún hubo aquella tarde quien hizo el de treinta y uno; porque á deshora y cuando ya iba la procesión bien apartada de la orilla, llegó Quilino, un mozo del barrio de la Iglesia que siempre iba el último á todas partes y donde quiera estaba de más; y hasta en negocios de amor (lo único en que acertaba á madrugar como nadie, porque era enamoradote y rijoso como él solo) le dejaban «á resultas» y en «veremos,» como le estaba pasando entonces con Pilara, que no se resolvía á darle el sí en tanto no hablara el Josco que, á lo que parecía, «pensaba en hablar.» Con estas cosas se ponía Quilino que ardía. Llegó á la red echando los hígados por la boca de tanto correr, y muy arremangado de camisa y perneras, pero sin retuelle ni morral: no llevaba más que una talega, como de medio celemín. Se lanzó á la basa, entró en la canal y comenzó á arrastrar la talega, cuya boca mantenía medio abierta con la ayuda de una velorta recién cortada en el camino. Rastreando así con gran dificultad, porque la talega era de lienzo bien tupido y oponía gran resistencia al agua que entraba en ella para no salir si no la echaban por donde había entrado, llegó á la cola de la fila con dos cámbaros chicos, tres esquilas y una zapatera, que resultaron en el fondo de la talega al derramar el agua que contenía.
Relinchaba y reía entonces la gente de la red á más y mejor, porque el Lebrato, contribuyendo sin duda á ello el buen acopio de lobinas, mubles y rodaballos que iban haciendo él y Pedro Juan en sus amplios morrales, estaba en vena, como nunca, de dicharachos, cuentos y chascarrillos graciosos. Y ésta era la salsa que llevaba tanta gente á las redes del Lebrato: la mitad más que á las que echaban en la Arcillosa misma y en el otro estero, llamado la Paserona, el Parrenques ó cualquiera de los otros rederos, harto insípidos y desanimados, del propio barrio de Las Pozas. Ir á la ré del Lebrato, era punto menos que ir á una comedia.
—¿De qué vus riís tanto, chacho?—preguntó Quilino en cuanto se arrimó al colero, que en aquel instante estrenaba el morral con un rodaballo no más grande ni más grueso que un librillo de fumar.
—Del horror de cosas que mos dice tío Lebrato—respondió el del rodaballo chiquitín.—¡Conchis, qué celébre que está hoy!
Y el caso es que la gente aquélla se reía por reir, las más de las veces, porque del quinto de la fila para abajo, ninguno celebraba lo que verdaderamente salía de los labios de Juan Pedro. Como tenía éste poca voz, y en aquellas ocasiones hablaba casi con la boca entre las rodillas, y además sonaban mucho el chocleteo de piernas y retuelles en el agua y el pujar y toser de los que iban cansándose en aquella postura tan incómoda, las palabras del Lebrato, por mucho que éste las esforzara, no eran oídas en toda su claridad más abajo del tercero ó cuarto de la fila; pero como allí se iba, tanto ó más que por la pesca, por oir los relatos de Juan Pedro, era ya cosa convenida que cada frase del redero fuera repetida de trecho en trecho y pasada de boca en boca hasta las orejas del último de la fila; con lo que acontecía que, cuando ésta era larga, al llegar la frase á la mitad del camino, ya no tenía punto de semejanza con la que había salido de la cabecera...
Como sucedió un buen rato después de llegar Quilino á formar la cola. Comenzando á narrar otro suceso de allá, que eran los que más embobaban al auditorio, dijo así Juan Pedro, sin dejar de andar ni de atender á lo que traía entre manos, ni de recomendar á su hijo los pocos peces gordos que se le escapaban por entre los pies ó saltando sobre el aro del retuelle:
—Amigos de Dios: una vez pillamos á un general muy runflante de las fuerzas de los chinos... porque un mandarín echó un bando con cuatro aleluyas... que, por equívoco, le sacaron de las trincheras.
Pues el período éste, emitido á trozos y dando tumbos fila abajo cada uno de ellos, de boca en boca y pescado al oído conforme á las respectivas entendederas, fué llegando á las de Quilino en la siguiente forma:
—«Se ha de ver que Pilarona le dará en resultante con la puerta en los hocicos... porque él no anda allí buscando más que las cuatro alubias y el poco lardo de la puchera.»
En opinión de Quilino, el él del cuento no podía ser otro