embrutecida que él, y acababa de embarcar para América al único pariente cercano que le quedaba en el mundo: un sobrinito de trece años, hijo de una hermana viuda que había muerto seis antes en Nubloso, donde estuvo casada con un tabernero que salió un perdido. Al decir del Mayorazgo, este sacrificio por su sobrino fué «el trago de gracia que le tumbó en el suelo;» y por eso acudía al sevillano, «que debía de tener las onzas á montones,» para que, «por lo que fuera,» le ayudara á ponerse á flote. Y á flote le puso el prestamista; y de tal modo, que á los diez y ocho meses era suya la casa del Mayorazgo, libre y desempeñada. Fortuna para éste que, como si los días de su vida hubieran estado ligados á la suerte de su caudal, con el último vaso de aguardiente adquirido con los últimos ochavos que quedaban en el arca, caía redondo el infeliz, lo mismo que si le hubiera partido un rayo.
Ya tenía el hijo de Megañas ancho y bien oreado albergue. Gastó algunos cuartos más de su ahorrada «miseriuca» en repararle, en afirmar paredes de huertas y corraladas y en mejorar las cuadras y las accesorias que andaban casi por los suelos; y cuando lo tuvo todo á su gusto, comenzó á ocuparse, con empeño inteligente, en realizar los cálculos que tanto habían sorprendido á sus convecinos de Los Castrucos.
Antes de trasladarse el jándalo, llamado ya por algunos don Baltasar, al barrio de la Iglesia, no era sola aquella sorpresa la que el hijo de Megañas les había dado: fué bien pronto público y notorio su menosprecio por las cosas de tejas arriba, con excepción de unas pocas y muy secundarias; y no porque el jándalo alardeara de ello, sino porque no sabía disimularlo ni lo intentaba siquiera. Esta fué la segunda sorpresa; la cual subió de punto cuando le vieron fanáticamente devoto de Santa Bárbara, de San Antonio y de otros santos; fanatismo que no se concebía en un hombre tan descreído en otros puntos mucho más altos. Para entendernos mejor y más pronto: el jándalo Baltasar era un badulaque sin pizca de cultura moral ni intelectual; sin más necesidades en la cabeza ni en el corazón que el sacar todo el partido posible y en beneficio de sus nativas inclinaciones, del mísero pedazo de costra del mundo en que había ejercitado sus artes de explotador insaciable. Era irreligioso, porque la ley de Dios le ataba las manos rapaces y le imponía deberes penosos; pero rezaba á Santa Bárbara porque le librara del rayo que le espantaba; y á San Antonio, para que le hiciera encontrar cuanto se le perdía; y á Santa Rita, para que no se le escapara una deuda que le parecía de cobro imposible. Naturaleza inculta y vulgar, era irreconciliable con el buen sentido y esclavo de todas las supersticiones. Se burlaba del médico, y admiraba al curandero; rechazaba con asco los jarabes de la botica, y se envasaba en el estómago, lleno de fe, las azumbres de inmundicias que le preparara un mendigo piojoso en un caldero indecente. Creía en brujas á puño cerrado, y en la virtud contra ellas del azabache, de los dientes de ajo y de las matas de ruda, y lo llevaba al cuello cosido en un trapajo. Creía también que la villería (comadreja) mataba el ganado de las personas que al topar con ella en un desván no la dijeran: «villería, Dios te bendiga de noche y de día,» y él nunca dejaba de decírselo como la encontrara; consultaba á las adivinas y creía en el zahorí que descubría tesoros, siempre que no se interpusiera paño azul... ¡Oh, el tesoro oculto! Éste era su manía. Estaba al tanto de todos los más famosos en la larga lista de los que no parecen nunca, porque no hay quien dé con ellos ó quien pueda acercarse adonde se ocultan; y entre tanto, él, que antes se dejaba sacar un diente que un ochavo, se dejaba robar por todos los presidiarios que le escribían pidiéndole dinero para los gastos de una empresa de aquella catadura, que había de valerle el oro y el moro. No hay que añadir lo de los días y números aciagos, y las crecientes y menguantes de la luna como factores importantísimos en ciertas ocasiones solemnes de la vida y hasta en el corte de las uñas. Todo esto era la normal en su temperamento de supersticioso. Por lo demás, era suave y hasta persuasivo de palabra; no se encolerizaba nunca, ni reñía con nadie, ni fiscalizaba las casas ajenas, ni siquiera mostraba interés por los asuntos del municipio, aunque hay quien afirma que de todo ello estaba muy bien enterado. Iba á misa cada día de fiesta, y se llevaba bastante bien con el párroco, no obstante las frescas que éste le cantaba por su modo de hablar de ciertas cosas sacratísimas. Vestía muy modestamente y no asomaba á la taberna. De vez en cuando echaba un partido á los bolos, y más á menudo jugaba á la flor de cuarenta con los viejos del barrio, los domingos por la tarde; y esto, mientras vivió como de prestado en su casa de Los Castrucos; porque en cuanto se trasladó á la del difunto Mayorazgo, tal laberinto revolvió en ella de ganado, de sirvientes y hasta de cubas y cuarterolas de vino que trajo de la Nava del Rey y de la Rioja, para vender á los taberneros de las inmediaciones, que no le quedaba un rato libre ni para ir á misa la mayor parte de los días de fiesta.
Y tan retirado andaba del trato con sus convecinos, que muy pocos echaron de ver las largas ausencias que durante dos meses hizo del pueblo; ni estos pocos supieron qué asunto las motivaba, hasta que un domingo, en misa, oyeron leer al párroco la «primera y última» de las proclamas de su proyectado casamiento con una tal Cruz Hormigueros y la Llosa, hija de Juan y de Petra, naturales y vecinos de San Martín de la Barra. Las bodas se celebraron allá, á los pocos días de la proclama; y media semana después llegó el nuevo matrimonio á Robleces y se estableció en la restaurada casona del barrio de la Iglesia, como era de esperar.
Cruz era guapa, muy guapa, y andaría rayando en los veinticinco años. Se fué viendo que además de guapa era dulce de genio, como una cordera, y blanda y compasiva de corazón. Súpose también que si no era de cepa de señores, contaba con un buen qué «para mañana ó el otro,» porque sus padres lo tenían, por lo cual no trabajaban, aunque vigilaban mucho el trabajo que otros hacían para ellos; y habían dado á Cruz una educación á la sombra, si no muy literaria, bastante por lo menos para formar en ella «una hija como es debido» y «una mujer como Dios manda.»
Cómo se fué conduciendo en la vida íntima el hijo del difunto Megañas con una mujer tan excelente; cómo estimó el grosero jándalo las prendas de un carácter como el de Cruz, lo publicaron muy luégo la expresión de pena mezclada de espanto que se pintó en sus ojos, de mirar tan dulce y tan tranquilo antes; el sello angustioso de su boca, tan fresca y tan risueña siempre; la palidez que iba difundiéndose de día en día sobre el arrebol de aquella cara que fué tan saludable; la cabeza inclinada; el paso descuidado y perezoso... Y lo que no publicaron estos síntomas harto significativos, lo declaró la disculpable infidelidad de los sirvientes de la casa. Por ellos se supo que el jándalo se complacía en contrariar todas las inclinaciones y todos los gustos y deseos más nobles de su mujer; la empleaba en los oficios más duros y más viles, y no la permitía dar una limosna á un pobre ni disponer de un maravedí, aun para aquellos menesteres que estaban á cargo de la desdichada. Bien que ella vigilara la cocina y hasta cocinara, y remendara y cosiera y dispusiera el ollón extraordinario para los obreros, cuando los había; pero pagar con su propia mano, ajustar, siquiera, lo que no había en la huerta, en el corral ó en el granero de la casa... ¡de ningún modo!: para eso estaba él allí; él solo, porque lo entendía, y para eso lo había ganado sudando á chorros... Los pobres que llamaran á la puerta, que acudieran á Dios, «si es que le había,» ó que se murieran de hambre... ó que sudaran hieles, como él había sudado para adquirir el mendrugo con que se alimentaba y tenía que llenar la peste de bocas que estaban á su cargo. Esa era la ley, y por eso, y mientras él fuera quien era, no se sentaría nadie á su mesa sin haber ganado antes con su trabajo lo que en ella había de comer.
Y era lo más duro y desconsolador para la pobre Cruz, tan horriblemente sorprendida con aquellos sucesos de que no creyó capaz al zalamero pretendiente, que todas éstas y otras mil cosas las decía y las hacía el marido entre cuchufletas y regorjeos, y hasta pasándole á ella muchas veces la mano por la cara, ó haciendo una zapateta en el aire, ó chasqueando los dedos, como los mozos cuando bailan al uso de la tierra.
Algo de ello transcendió hasta San Martín; y es cosa averiguada que los padres de Cruz vinieron en dos ocasiones á Robleces y trataron de indagar lo que podría haber de cierto en los indicios; pero como Cruz, temiéndose venganzas muy posibles si decía la verdad, alardeaba con sus padres de todo lo contrario, y su marido estaba hecho unas castañuelas, aunque la infeliz lloraba hilo á hilo cuando más ponderaba su ventura, y estaba, ojerosa y descolorida y desencajada, como también andaba ya en «meses mayores,» tomábanse aquellas incongruencias