José María de Pereda

La Puchera


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el decoro, la candad, la conciencia, el pudor... ¡todo lo había pisoteado y escupido aquel bárbaro, y todo lo había arrojado á los pies de la zafia fregona que se regocijaba en ello!

      Por este lado vino la muerte, que se llevó á la infeliz madre en breve tiempo á mejor vida, entre el dolor de sus martirios y el espanto de dejar al pedazo de su corazón bajo la tiranía de aquellos desalmados.

       Índice

      CONTINUACIÓN DEL ANTERIOR

      Hubo terribles peloteras entre los suegros y el yerno: los suegros, porque pedían cuentas de lo que bien á la vista estaba, y el yerno, porque no las quería dar y negaba que hubiera razones para pedírselas; los unos, porque además temblaban por la suerte de la huérfana, y mandaban elegir al otro entre su hija y su criada; el otro, porque le asistía el derecho de quedarse con las dos, y no le reconocía en nadie para inmiscuirse en los negocios de su casa; los de San Martín, hechos un veneno amenazando, y el de Robleces, hiriendo con sus cuchufletas emponzoñadas; al fin, ó porque en el corazón del jándalo, aunque poco y muy escondido, había algo de lo que tanto abunda en el corazón de otros padres, ó porque el miedo al escándalo le intimidara, ó porque en el estado civil en que le había colocado la muerte de su mujer le pareciera más peligrosa que antes su condescendencia absoluta á las imposiciones de su criada, sin declarar que transigía con sus suegros, hizo entender á Romana, en un tono de autoridad que jamás había usado con ella, que la niña Inés era su hija, y que se guardara nadie de negarla el lugar que la correspondía en aquella casa. Protestó la de Lumiacos contra el atrevimiento de su reprensor; pero observándole bien y conociendo que aquella vez daba en duro, abstúvose de golpearle más, para no comprometer lo principal en una brega inútil por lo accesorio.

      Después de afirmar así sus derechos, envió á su hija, por una temporada, á San Martín, lo que no dejó de halagar á sus suegros. Estas temporadas se repitieron con frecuencia; y á ello debió la niña la ocasión, si no de mejorar gran cosa, de conservar, por lo menos, lo que la había enseñado su madre, y cultivar un poco su carácter y su inteligencia en el trato y la comunicación con algunas gentes algo más cepilladas que las de su casa de Robleces.

      Á todo esto Inés crecía, y sus contornos de niña iban adquiriendo la redondez y la turgencia de las mujeres físicamente precoces. En lo moral adelantaba menos. Era inteligente y hábil, pero se necesitaba ponerla en ocasión de serlo. Dejada á su libre arbitrio, se hallaba más á gusto con las ideas en reposo y la curiosidad adormecida. Como si su espíritu se hubiera empapado en las lobregueces del hogar paterno y en las tristezas y en los desalientos de su madre, en sus ojos negros y bien rasgados rara vez se pintaba la codicia por lo externo, ni en toda ella ese rebosamiento de vida, eso que tiene á todos los niños en constante inquietud por superabundancia de impresiones y de espolazos del deseo: era, pues, una niña perezosa, así de cuerpo como de espíritu, más que por naturaleza, por hábito, capaz de sentir mucho y de pensar risueño, pero con la sensibilidad y el pensamiento impresionados todavía por las arideces y tristezas de otros tiempos. En camino estaba de refrescar sus ideas y de reconstituir su espíritu con las nuevas auras que respiraba tan á menudo en el cariñoso albergue de sus abuelos; pero este camino se le fué cerrando la muerte, que en el transcurso de dos años y antes que ella cumpliera los diez y siete, se llevó á los pobres viejos.

      Viviendo ya en Robleces sin la golosina de las escapadas á San Martín, aquélla su malograda reconstitución de espíritu, que parecía una desgracia, fué para Inés un verdadero beneficio del cielo; pues la misma indiferencia que la apartaba de todo interés y cuidado por los negocios domésticos, la salvó de los odios de la criada, que no se avendría jamás, sin algaradas y escándalos, á que nadie la sustituyera en el mangoneo libérrimo que allí ejercía por derecho de conquista. Participando probablemente de estos temores, no mostró el menor empeño su amo por despertar en Inés los deseos de ocupar en la casa el puesto que la correspondía. Antes, y en bien de la paz, halagó su indolente dejadez para que se mantuviera en ella. Después de todo, ¿qué más daba Inés diligente que Inés perezosa, si al cabo no habían de llevársela de casa más que por «afamada» de rica?

      Y así pensando el padre, y la criada como se ha visto, y de acuerdo los dos, sin darse mutua cuenta de ello, en halagar las indolencias de Inés para mantenerla en su modorra, de tal arte se arreglaron, que cuando llegó á ser moza, y moza muy garrida de veinte años, tomaba por trabajo molestísimo hasta el de lavarse la cara. Las agujas y la escoba se le caían de las manos, las letras de molde la hacían chiribitas en los ojos, y el tufo de la cocina la mareaba. Salía á la calle lo menos que podía, y no hubiera salido jamás sin el deber de ir á misa cada día de fiesta y la costumbre de confesarse cada seis meses. Se pasaba las horas muertas meciéndose maquinalmente en una silla en la solana y dejando vagar el perezoso espíritu por los tranquilos espacios de su imaginación, olvidada de que vivía en Robleces y de que en Robleces había hombres que parecían bestias, como se lo habían hecho creer los pocos ejemplares en que había fijado, por curiosidad, la vista; persuadida de que, puesta de pie sobre la cúspide de la montaña que tenía enfrente, tocaría el cielo con la cabeza; sin noción alguna de lo grande que era el mundo, ni del imperio que ejercían las mujeres en él; sin la noticia más vaga de lo que eran pasiones, ni el más leve barrunto de las tempestades que cabían en la pequeñez del corazón humano.

      Algo se agitaba en el suyo, de vez en cuando, que le hacía latir más de continuo que lo usual; algo bullía en su mente adormecida que le alborotaba las ideas, cuyos choques producían relámpagos que ensanchaban los horizontes limitadísimos de su imaginación; algo que, relacionado vagamente con estos fenómenos, la impresionaba el organismo de modo que sentía en sus ojos hambre de luz, y en toda su alma sed de contemplación y de análisis; impulsos de combatir la lobreguez de su cárcel con el calor de otro fuego que presentía. Entonces pensaba en ser diligente y esmerada y útil, y se avergonzaba de su dejadez nada pulcra. Pero estos arrechuchos pasaban, como sueños de fiebre. Despertaba Inés, y volvía con su memoria fría á lo soñado; mas ¿qué eran en substancia todos aquellos algos, ni qué se le daba á ella porque fueran ó dejaran de ser sensaciones casuales y pasajeras, ó señales de movimientos más hondos? La realidad de su vida era aquel caserón en que ella se había ido formando entre los martirios de su madre, el inclemente, descariñado y repulsivo fisgoneo de su padre, y la tiranía abominable de Romana. Á eso la había amoldado la fuerza irresistible de las cosas. Pudo ser su vida un interminable calvario; por un milagro de Dios iba llevándola adelante sin cruz y sin espinas. ¿Á qué pedir más, ni con qué derecho, ni para qué lo necesitaba? Y aunque lo necesitara y tratara de pedirlo, ¿en dónde... á quién? Y si no lo pedía, ¿de dónde había de venir por obra de caridad lo que no había en todo el espacio que abarcaban sus ojos, ni quién podría sospechar más allá de aquellos reducidos horizontes, que en el caserón de Robleces existía un sér que, de vez en cuando, distraía los ocios de su cerebro cavilando en semejantes locuras?

      Con este modo de pensar y de ser, entró en los veintiún años, lo más florido de la vida, aquella mujer de cuya hermosura plástica se han dado las señas dos capítulos más atrás; y por entonces fueron los conciliábulos de Marcones y su tía la Galusa para la conquista del gato de que nos informó don Elías hablando con Pedro Juan, al mismo tiempo que de otros sucesos, de cuya veracidad en todos sus pormenores certifico yo aquí...

      Pero, á todo esto, ¿tenía gato aquel hombre, fuera del «pasar» que había heredado de los suegros, y no era suyo, sino de su hija? ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Él, que afirmaba cien veces cada día que sólo poseía «cuatro tierrucas y poco más de nada,» ó «todo el mundo,» que le consideraba «podrido de onzas