José María de Pereda

La Puchera


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al mundo. Cayó en brazos de su abuela, que estaba allí por previsión muy atinada de su madre no muchas horas antes de serlo; la cual abuela hizo en aquellos días una verdadera razzia en el bien provisto gallinero, sin importarle un ardite la cara que ponía su yerno cada vez que aleteaba una gallina entre las ansias de la muerte. El bautizo no fué muy ostentoso, pero tampoco miserable, gracias á los abuelos que apadrinaron á la recién nacida y argumentaron á su gusto la solemnidad.

      Cruz recibió á la hija de sus entrañas como un don que el cielo la enviaba para consuelo de sus tristezas; los dulces deberes de la madre la harían olvidar los martirios de la esposa; las primeras sonrisas, las primeras miradas, hasta los vagidos de aquel ángel de Dios, serían para la mártir luces y melodías celestes que inundarían los ámbitos de la negra cárcel en que su existencia se consumía entre lentos dolores, sin el alivio que presta al sér más infeliz de la tierra la libertad para quejarse de ellos. Y se entregó en cuerpo y alma á aquella santa pasión, que rayó en locura de amor materno. Todos los jugos de su vida le parecieron poco para nutrir á la tierna criatura, y nunca veía llegada la hora de darle por última vez el néctar de su seno. ¡Se regalaba tanto la hermosa niña saboreándole codiciosa, mientras clavaba en los de su madre sus ojos negros y risotones! ¡Hacía unas monadas con aquella boquita, sonriendo y chupando al mismo tiempo! ¡Y cuántas veces la pobre madre, que se extasiaba contemplándola así, regó la carita de ángel con sus lágrimas! ¡Y cómo lo reía la inocente, recibiendo, como tibio rocío que la consolaba, aquellas gotas de hiel destiladas por un corazón que no latía ya sino para ella!

      La naturaleza de Cruz, tan combatida por los dolores morales, no pudo triunfar de este gran esfuerzo físico sin padecer un profundo quebranto. Inés era «un rollo de manteca» al terminar su lactancia; pero á expensas de su madre, que quedó herida de muerte desde entonces. Con otro género de vida, con más sosiego y amor en el hogar, con otro marido más racional y menos inhumano, acaso se hubiera repuesto, porque el ambiente puro y santo de la familia obra milagros en las naturalezas, particularmente si son tan agradecidas como lo era la de Cruz; pero en aquella casa, con aquel hombre que si se había modificado algo en las manifestaciones externas de sus resabios ingénitos, porque hasta las bestias se ablandan un poco en presencia de sus hijuelos, era el mismo en lo esencial de su barbarie, todo intento en aquel sentido fué ocioso. Su inapetencia era calificada de melindre, y su debilidad, de holgazanería. ¡Fuera usted á hacer ganas con tales aperitivos, y á adquirir fuerzas con semejantes alientos!

      Por fortuna, ó mejor dicho, para menos desgracia de la pobre madre, Inés iba creciendo y esponjándose de día en día; llegó muy pronto á hablar esa media lengua que es el encanto de los niños y la delicia de los padres, y Cruz distraía sus pesadumbres y sus dolores enseñándola á rezar y conversando con ella. Más tarde vino la ardua tarea de educarla. Allí no había modo de hacerlo fuera de casa. Tanto mejor para su madre: ella la enseñaría cuanto sabía. Era poco, pero al fin algo que, cuando menos, serviría como base de lo que pudiera enseñársela después, «si se quería.» Así aprendió Inés á escribir muy mal, á leer medianamente, á sumar y restar á tropezones, el catecismo de punta á cabo, y cuantos rezos y prácticas piadosas saben enseñar como el mejor maestro las madres cristianas.

      Entre tanto, los males físicos de Cruz fueron agravándose; su marido despidió al médico que de tarde en tarde la visitaba, y la sometió al tratamiento de un curandero, rozador de oficio, que gozaba gran fama en aquellas aldeas. El rozador se enteró de la enfermedad, no por las explicaciones de la enferma, que no quiso darlas, sino por las de su marido, y dispuso en el acto un cocimiento de rabos de lagarteza (lagartija), moscas de caballo fritas en aceite, y otras cuantas indecencias más, en agua de ruda. Se colaría el cocimiento por una baeta usada (bayeta), y cuanto más usada mejor, y «el resultante se pondría á serenar dos noches á la temperie.» De este resultante tomaría la enferma cosa de cuartillo y medio en ayunas, y como media azumbre entre comida y cena. Y no había que apurarse; porque si el remedio fallaba, tenía él otros de mucha más substancia, que habían hecho milagros y volverían á hacerlos.

      Por uno bien manifiesto no reventó la pobre enferma, que tomó la primera dosis de aquella barbaridad por no atreverse á resistir los mandatos de su marido; pero la entraron tales bascas, trasudores y desmayos, que se puso á morir.

      Ni el supersticioso jándalo se atrevió á insistir en nuevas tentativas, pero trajo un saludador á casa. El saludador, después de reconocer á la enferma, dijo que su virtud sólo alcanzaba á las «llagas corrutas» y á las mordeduras de perro rabioso; pero que probaría con el anseo (vaho de la boca) solamente. Y el pedazo de bruto se hartó de vahar á las narices y boca de la desdichada, vapores de cebolla y aguardiente, que eran el lastre de la cloaca de su estómago; con lo que la enferma pensó fenecer allí mismo de indignación y de asco.

      No dando fruto el saludador, vino una curandera. Reconoció á la doliente estirándola los brazos hacia adelante y juntando las manos palma con palma. Vió que los dedos de la una sobresalían algo de los de la otra, y declaró al punto que la señora estaba lijá (lisiada); lo cual consiste, según estas doctoras, en tener desencajados los huesos de la espalda. Había, pues, que encajarlos, y á eso se procedió inmediatamente. Se colocó detrás de Cruz la curandera, después de haberla mandado sentar á la altura conveniente; la agarró por los brazos y cerca de los hombros; tiró hacia sí con toda su fuerza, mientras con una rodilla apretaba en sentido inverso por el espinazo; y de esta suerte estuvo brega que brega hasta que se oyeron crujidos en la armazón de la paciente, más un grito dilacerante que exhaló la infeliz. En aquel crujido «estaba la cencia:» ya estaban «en caja» los huesos. Si para conseguirlo no hubieran bastado las fuerzas de la curandera, se hubiera amarrado á la paciente á los pies de la cama ó á un poste; y tirando unos de los brazos y apretando otros por la espalda, se hubiera logrado también el mismo fin. Eso hay que hacer muy á menudo con los hombres y demás personas «algo duras de gonces.» Hecho el encaje, había que cuidar de que no se deshiciera «de por sí;» y con ese objeto se bizmó á la víctima por el pecho y por la espalda; en seguida, á la cama, y quince días en ella boca arriba y bien alimentada[3].

      Por todo este calvario pasó la mártir sin proferir una palabra en son de resistencia; pero toda su abnegación no alcanzó á evitar que cuando el bárbaro marido la mandó levantar, porque «ya estaba curada,» se encontrara sin fuerzas y sin movimiento, y tan dolorida como si tuviera hechos alheña todos los huesos de su tronco.

      Sin embargo, no murió de este mal. El negro destino de la infeliz la reservaba para concluir de un golpe mucho más rudo y de una herida mucho más dolorosa. Y ese golpe vino de donde menos podía esperarse. Llegó á servir á la casa una mujer de Lumiacos, joven todavía y no fea, pero dura de genio y de mirar imperioso. Cualquiera hubiera pensado que no paraba tres días una sirvienta así en una casa donde las más humildes y placenteras no podían resistir dos meses la singular tiranía de aquel amo. Pues sucedió todo lo contrario. Sería por artes diabólicas que Romana trajera ocultas y supiera manejar en hora y lugar convenientes; sería porque no hay hombre tan duro y compacto de madera que, bien estudiado, no tenga su veta débil en alguna parte; sería porque hasta las voluntades más enteras se encogen cuando chocan de improviso con otras que no lo son menos; sería por cualquiera de esos misterios ó aberraciones, que no dejan de abundar en la naturaleza humana; sería, en fin, por lo que se quiera ó por lo que se le antoje al escrupuloso lector; pero ello fué que antes de dos meses de su llegada de Lumiacos, la voz de Romana era la que más recio hablaba en la casona del barrio de la Iglesia del pueblo de Robleces; Romana quien corría con todo «por aliviar á la señora de una carga con que ya no podía;» Romana, en fin, el único sér de cuantos comían el pan amargo de don Baltasar, para quien las leyes de este tirano fueran letra muerta, y las punzantes y crueles chanzas, dulzuras, y hasta prodigalidades la ruindad.

      Poco á poco la idea de este predominio en un carácter tan grosero como el de Romana, fué dando sus naturales frutos. Maltrataba á la niña Inés por los motivos más leves, y se atrevía con su ama porque defendía á su hija ó no comía de lo que todos, y la daba demasiado que hacer «con sus golosinas de embuste.» Este y otros descomedimientos aún más ofensivos, llegaron á indignar á Cruz, y un día se quejó de ello