Федор Достоевский

El Idiota


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el retrato sobre la mesa.

      –¡Oh, cuánta energía! —exclamó Adelaida, que, por encima del hombro de su hermana, contemplaba el retrato con vivo interés.

      –¿A qué energía te refieres? —preguntó ásperamente su madre.

      –A la de esta belleza —dijo Adelaida, con calor—. Una belleza así es una verdadera fuerza que puede revolucionar el mundo.

      Y tornó, pensativa, a su caballete. Aglaya, después de dirigir una rápida mirada al retrato, guiñó los ojos, adelantó el labio inferior y, sentándose en un diván aparte de los demás, como ausente, cruzó las manos sobre la falda.

      La generala tocó la campanilla.

      –Diga a Gabriel Ardalionovich que venga. Está en el despacho —ordenó al sirviente.

      –¡Maman…! —exclamó Alejandra, con tono significativo.

      La generala, cuyo mal humor era notorio, no hizo caso alguno de la insinuación de su hija.

      –¡Basta! —contestó, perentoria—. Quiero decirle dos palabras. ¿Sabe, príncipe? En esta casa no hay más que secretos. ¡Siempre secretos! Toda la vida lo mismo: dijérase que el secreto es aquí una especie de protocolo. ¡Qué necedad! ¡Y esto en un asunto que exige más que ninguno claridad, honradez y franqueza! Se trata de arreglar unos casamientos… que no me satisfacen en lo más mínimo…

      Alejandra volvió a intentar hacer que callase.

      –¿Por qué dices eso, maman?

      –Vamos, querida… ¿Acaso te agradan a ti? ¿Importa algo que el príncipe nos oiga? ¿No somos amigos? Yo, al menos, soy su amiga. Dios ama a los hombres, sí, pero a los buenos, no a los malvados ni tornadizos. Menos que a ninguno a los tornadizos, que hoy deciden una cosa y mañana otra. ¿Comprendes, Alejandra Ivanovna? Mis hijas, príncipe, aseguran que soy una original; pero yo contesto que hay que saber apreciar y distinguir a las gentes. Lo que importa en una persona es su corazón y lo demás no significa nada. También la sensatez es precisa, claro… Y hasta puede que sea lo más esencial… No sonrías, Aglaya: mis palabras no se contradicen. Una tonta con corazón y sin sentido común es tan desgraciada como la que tiene sentido común y no corazón. Esta verdad es muy antigua. Yo soy una tonta con corazón y sin inteligencia; tú una tonta con inteligencia y sin corazón. Así, las dos somos igualmente desgraciadas y tanto sufrimos una como otra.

      –¿Y qué es lo que te hace tan desgraciada, maman? —preguntó Adelaida.

      Parecía ser la única entre todos que conservaba el buen humor.

      –En primer término me hacen desgraciada mis sabias hijas —respondió la generala—. Y como con eso basta, sobra extenderse sobre lo demás. Ya se ha hablado bastante. Veremos cómo vosotras (no hablo ya de Aglaya) salís del asunto con toda vuestra facundia y vuestra inteligencia. Ya veremos si tú, admirable Alejandra Ivanovna, serás feliz con tu noble adorador… ¡Ah! —añadió, viendo entrar a Gania—. ¡Otro que se dispone al matrimonio! Buenos días —dijo en respuesta a la inclinación del joven y sin invitarle a sentarse—. ¿Así que se prepara usted a la boda?

      –¿A la boda? ¿Qué boda? —balbució Gania, atónito, perdiendo toda su presencia de ánimo.

      –Quiero decir si va usted a casarse, si es que prefiere esa expresión.

      –No… no… Yo…, no —tartamudeó Gabriel Ardalionovich, rojo de vergüenza.

      Lanzó una mirada a Aglaya, sentada aparte, y luego se apresuró a separar la vista. Aglaya le contemplaba fríamente, observando la confusión de Gania.

      –¿No? ¿Ha dicho usted que no? —prosiguió la implacable generala—. Conste que recordaré que hoy por la mañana, usted, contestando a mi pregunta, me ha dicho: «No». ¿Qué día es hoy? ¿Miércoles?

      –Creo que sí, maman —contestó Adelaida.

      –¡Nunca se acuerdan de los días! ¿Y qué fecha del mes?

      –Veintisiete —repuso Gania.

      –¿Veintisiete? Bueno es saberlo. Adiós. Creo que tiene usted muchas ocupaciones y además es hora de que yo me vista para salir. Tome su retrato. ¡Y salude de mi parte a la desgraciada Nina Alejandrovna! ¡Hasta la vista, querido príncipe! Ven siempre que puedas. Yo iré adrede a ver a la vieja Bielokonsky para hablarle de ti. Y oye esto querido: creo que Dios te ha hecho venir desde Suiza a San Petersburgo para mi bien. Quizá te traigan también otros asuntos, pero Dios te envía sobre todo por mí. Sin duda eso entraba precisamente en sus designios. Hasta la vista, queridas. Acompáñame, Alejandra.

      La generala salió. Gania, abrumado, irritado, confuso, cogió el retrato de sobre la mesa y se dirigió a Michkin tratando de sonreír.

      –Me voy a casa, príncipe. Si no ha cambiado usted de intenciones y se propone instalarse con nosotros, yo le llevaré, puesto que no conoce usted nuestra dirección.

      –Espere, príncipe —dijo Aglaya, levantándose de pronto—. Quiero que escriba alguna cosa en mi álbum. Papá dice que es usted un gran calígrafo… Voy a buscarlo…

      Y desapareció.

      –Hasta la vista, príncipe; yo me voy también —se despidió Adelaida.

      Estrechó cordialmente la mano de Michkin, le sonrió con afabilidad y se fue sin mirar siquiera a Gania. Éste, que no esperaba más que la salida de las mujeres para dar libre curso a su irritación, se lanzó hacia el príncipe y, con los ojos centelleantes y el rostro inflamado por la ira, le interpeló con violencia, si bien en voz baja:

      –¡Ha sido usted, usted quien les ha hablado de mi matrimonio! —profirió, rechinando los dientes—. ¡Es usted un descarado charlatán!

      –Le aseguro que se engaña —repuso Michkin con tranquila cortesía—. Ni siquiera sabía que iba usted a casarse.

      –¡Ha oído usted antes decir a Ivan Fedorovich que todo se resolvería esta noche y lo ha repetido aquí! ¡Así que miente usted! ¿Cómo iban a saberlo ellas si no? ¡El diablo me lleve si hay otro que pudiera habérselo contado! ¿Acaso no me ha dirigido la vieja alusiones suficientemente claras?

      –Si cree usted hallar alusiones en las palabras de la generala, mejor podrá saber a través de quién tiene informes. Yo no le he dicho una sola palabra.

      –¿Ha entregado usted mi nota? ¿Y la contestación? —preguntó Gania, ardiendo de impaciencia.

      En aquel momento entró Aglaya y Michkin no tuvo tiempo de responder.

      –Tenga, príncipe —dijo la joven, poniendo el álbum sobre una mesita—; escoja la página que desee y escriba algo en ella. Tome una pluma. ¡Y nueva además! ¿No le importa que sea de acero? He oído decir que a los calígrafos no les gusta usarlas…

      Aglaya hablaba con el príncipe sin parecer notar la presencia de Gania. Mientras Michkin se preparaba a escribir, el secretario se acercó a la joven, que permanecía en pie junto a la chimenea, a la izquierda del príncipe, y con temblorosa y entrecortada voz la dijo casi al oído:

      –Una palabra, una sola palabra, y me salvo…

      Michkin se volvió rápidamente y miró a los dos. En el rostro de Gania se pintó una verdadera desesperación. Era notorio que había hablado de aquel modo sin reflexionar, casi sin saber lo que decía. Aglaya le miró durante unos segundos con el secreto asombro que el príncipe notara poco antes en ella cuando la había encontrado en el comedor. Era indudable que en aquel momento el más violento desprecio hubiese herido menos a Gania que el aire fríamente sorprendido de aquella mujer que parecía no comprender su ruego.

      –¿Qué quiere que escriba? —preguntó Michkin a Aglaya.

      –Voy a dictarle —repuso la joven, volviéndose a él—. Ponga esto: «No acepto esa clase de tratos». Y debajo la fecha. ¿A ver?

      El príncipe le ofreció el álbum.

      –¡Perfecto! ¡Admirablemente escrito! ¡Tiene usted una letra soberbia!