a ciertas insinuaciones. No obstante, Ptitzin no se había desanimado. Nina Alejandrovna le acogía con mucha amabilidad y desde hacía tiempo le testimoniaba gran confianza. Todos sabían que Ptitzin había logrado amasar una fortuna prestando dinero a elevado interés sobre garantías más o menos sólidas. Era muy buen amigo de Gania.
Éste saludó secamente a su madre, sin decir palabra a su hermana, y tras presentar a Michkin y dar explícitos detalles sobre él, salió en seguida del salón con Ptitzin. Nina Alejandrovna recibió al príncipe con afabilidad y viendo que Kolia entreabría la puerta le ordenó que llevase a su estancia al nuevo huésped. Kolia era un mozo de rostro sonriente y bastante atractivo y de modales francos e ingenuos.
–¿Dónde está su equipaje? —preguntó, introduciendo a Michkin en la habitación.
–Traigo un paquetito que he dejado en el pasillo.
–Voy a buscarlo. No tenemos más servidumbre que la cocinera y Matrena, de modo que yo me ocupo también en el servicio. Varia nos vigila a todos y está rezongando siempre. ¿Ha llegado usted de Suiza hoy? Lo he oído decir a Gania.
–Sí.
–¿Y es bonito ese país?
–Mucho.
–¿Montañoso?
–Sí.
–Bien. Ahora mismo le traigo sus paquetes. Bárbara Ardalionovna entró en aquel momento. —Matrena va a poner en su cama las ropas necesarias. ¿Trae usted maleta?
–No. Sólo un paquetito. Su hermano ha ido a buscarlo. Lo dejé en el recibidor.
–No hay equipaje alguno, aparte ese paquete —dijo Kolia, tornando—. ¿Dónde ha puesto usted sus equipajes?
–No tengo más que eso —dijo Michkin, cogiendo su paquetito.
–¡Ah! Ya estaba yo temiendo que Ferdychenko se los hubiera llevado.
–No digas necedades —ordenó, Varia con sequedad. Incluso para hablar al nuevo huésped, la joven empleaba un acento seco y no muy cortés.
–Podías tratarme más amablemente, chére Babette. Yo no soy Ptitzin, ¿oyes?
–Eres tan tonto, Kolia, que aún necesitarías de vez en cuando unos buenos azotes. Usted, príncipe, diríjase a Matrena para cuanto desee. La comida es a las cuatro y media. Puede usted comer con nosotros o hacerse servir en su habitación. A su gusto. Vamos, Kolia; no molestes más.
–Voy, voy… ¡Qué genio!
Al retirarse se cruzaron con Gania.
–¿Está papá en casa? —preguntó a Kolia.
El muchacho respondió afirmativamente y su hermano le habló unas palabras al oído.
Kolia asintió con la cabeza y siguió a Varia. Gania habló:
–Dos palabras, príncipe… Con todo este… asunto, había olvidado pedirle una cosa. Y es que, si ello no le resulta muy desagradable, se abstenga de hablar aquí de lo sucedido entre Aglaya y yo, y procure no mencionar allá lo que vea aquí, porque, ¡maldita sea!, verá sin duda cosas harto enfadosas… Al menos le ruego que calle por hoy.
–Le aseguro que he hablado mucho menos de lo que usted piensa —dijo Michkin, algo resentido por los reproches de Gania.
Las relaciones entre ambos, lejos de mejorar, tomaban cada vez peor cariz.
–Sí; pero el caso es que ya he tenido bastantes contratiempos hoy a causa de usted. Lo que le digo ahora es un ruego que le dirijo.
–Permítame indicarle, Gabriel Ardalionovich, que antes yo no me había comprometido a guardar silencio sobre nada. ¿Por qué no había, pues, de mencionar el retrato? Usted no me pidió que guardase reserva sobre él.
–¡Qué cuarto tan horrible! —exclamó Gania, mirando en torno—. ¡Sin luz apenas y con las ventanas a un patio! Verdaderamente, viene usted con inoportunidad en todos los sentidos… En fin: esto no es cosa mía. No soy yo quien me ocupo en instalar a los huéspedes.
Ptitzin llegó y llamó a Gania. Éste abandonó en seguida a Michkin. Había querido, sin duda, decirle algo más, pero una especie de vergüenza le retuvo y por ello se desahogó en imprecaciones contra la alcoba.
Apenas acababa Michkin de lavarse y arreglarse un poco, se abrió la puerta y dio paso a un nuevo personaje. Era éste un hombre de unos treinta años, alto y corpulento, con el cabello rojo y rizado. Tenía el rostro purpúreo y carnoso, nariz grande y chata y unos ojos pequeños y burlones que, perdidos en la gordura de aquel semblante, parecían estar haciendo guiños constantemente. Presentaba, en suma, una fisonomía descarada y vestía bastante mal.
El recién llegado comenzó entreabriendo la puerta e introduciendo la cabeza por la abertura. Luego, alargando el cuello, miró la estancia durante cinco segundos. Después la puerta se abrió lentamente del todo y el visitante apareció en pie en el umbral. Pero no entró en el acto, sino que continuó por unos instantes mirando a Michkin y guiñando los ojos. Al fin cerró la puerta tras sí, se acercó, tomó asiento y, cogiendo con fuerza el brazo del príncipe, le forzó a instalarse en el diván.
–Soy Ferdychenko —dijo mirando a Michkin atenta e inquisitivamente.
–¿Y qué? —repuso el interpelado, casi a punto de reír.
–Un huésped —continuó Ferdychenko mirándole como antes.
–¿Y desea usted conocerme?
–¡Pst! Sí —dijo el recién llegado, suspirando y pasándose la mano por el cabello, con lo que lo desordenó. Y tras examinar un rato el rincón opuesto del dormitorio, dirigió otra vez la vista al príncipe y añadió—: ¿Tiene usted dinero?
–Algo…
–¿Cuánto?
–Veinticinco rublos.
–Enséñemelos.
El príncipe sacó del bolsillo de su chaleco el billete de veinticinco rublos y lo exhibió a Ferdychenko. Éste lo tomó, desplególo, lo contempló por ambos lados y luego lo miró al trasluz.
Es extraño —dijo con aire pensativo—. Siempre me he preguntado por qué estos billetes se oscurecerán tanto. Hay billetes de veinticinco rublos que se oscurecen, mientras otros pierden el color. Tome.
Michkin recuperó su billete y Ferdychenko se levantó.
–He venido, en primer lugar, para advertirle que no me preste dinero, ya que yo no dejaré de pedírselo.
–Muy bien.
–¿Piensa usted pagar su hospedaje?
–Sí.
–Yo no. Gracias. Mi puerta es la primera a la derecha. ¿La ha visto? Procure no ir a mi habitación con mucha frecuencia. Ya procuraré yo, en cambio, venir a la suya; no se preocupe… ¿Ha visto usted ya al general?
–No.
–¿Ni le ha oído?
–Tampoco.
–Ya le verá y oirá. ¡Con decirle que hasta a mí me pide dinero prestado! Avis au lecteur… Adiós. Y diga: ¿cree usted que es posible andar por el mundo llamándose Ferdychenko?
–¿Por qué no?
–Adiós.
Y se dirigió a la puerta. Michkin supo más tarde que aquel hombre consideraba un deber el asombrar a todos con su originalidad y gracia, si bien infortunadamente, no lo conseguía nunca. En ciertas personas producía incluso una impresión desagradable, lo que le disgustaba mucho, pero sin renunciar por eso a perseverar en su extraña tarea.
La casualidad procuró una pequeña satisfacción a Ferdychenko al ir a salir. En la puerta tropezó con otro hombre a quien Michkin no conocía. Ferdychenko se hizo a un lado para dejar paso al que llegaba y, mientras éste se introducía en la habitación, él guiñó los ojos a espaldas suyas repetidamente, como guisa de aviso al príncipe, tras lo cual se retiró, satisfecho.
El